La pena de la nada

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Los defensores de la nueva película de Jaime Rosales dicen para arroparla que se trata de una obra que pertenece más a la categoría de estricto artefacto conceptual, razón por la cual tendría cabida tanto más en las salas de un museo que en los cines (y así ha sucedido al menos en Madrid, al haberse preestrenado en dos sesiones-coloquio en el Reina Sofía). Veamos con cierto detalle los soportes de ese radicalismo conceptual que el propio director confirma, al confesar, en una entrevista publicada en el último número de Cahiers du Cinéma España, haber querido que su película tuviese “algo muy puro, que remitiera incluso a los orígenes del cine, antes del sonoro”. La primera pureza de Tiro en la cabeza sería el falso mudo que intenta, una, aunque no la única, de las irritantes impurezas que marcan este film. Los diálogos no se oyen, pero se oye el ruido de la calle, de los coches, de los objetos, y de repente, sin que sepamos a qué obedece, también se oye alguna palabra suelta, algún fragmento de conversación, hasta llegar al momento, a mi parecer descabellado, en que el protagonista y un amigo salen de la cafetería siguiendo a los dos jóvenes que allí han identificado, avanzan un buen trecho de calle gritando muy audiblemente la palabra “tchakurra” (que en euskera significa “perro” y es el término despectivo para referirse a los policías), y los matan a tiros en el interior de un coche.

Si una persona curiosa entra a un museo de arte contemporáneo y, buscando una sala de Bacons o una antológica de Beuys, topa con una instalación y decide quedarse a verla, se encontrará con pantallas de plasma o entornos audio-visuales que por definición y ubicación permiten entrar en ellos y salirse, detenerse, echar una mera ojeada irónica, conectarse interactivamente o pasar de largo; el poder de captación de esas piezas, como el de cualquier obra artística antigua o rabiosamente moderna, depende de su potencia visual, del hilo de su argumento, por tenue que sea, de la capacidad de seducir con un trampantojo o un vacío icónico llenado con discurso. Nada de eso hay en la propuesta filmo-conceptual de Rosales, una película, y es su segunda y clamorosa impureza, que no tendría razón de existir (ni razón de verse) sin contar con el hecho de que el espectador conoce “externamente” de antemano de qué trata.

Es decir, la película descansa exclusivamente no en su nimiedad y escamoteo verbal sino en el “ruido” mediático que la acompaña como una especie de anuncio o paliativo. Su guionista y director nunca se molesta en plasmar o sugerir nada, sabiendo que la gente sabe (por el suelto en la prensa o el noticiero de televisión) que su extrema frialdad formal está aplicada a un tema caliente, el asesinato real, llevado a cabo por tres militantes de eta, de dos guardias civiles de paisano que salían de una café en el sur de Francia. Ni como relato, ni como descomposición o “extrañamiento” de un material fílmico, ni por supuesto como alegato político sobre el terrorismo adquiere en ningún momento entidad ninguna. Y si una noche de invierno un viajero de un país remoto llegara a una ciudad de España y entrase ignorante en un cine donde ponen Tiro en la cabeza, con esa predeterminación que implica siempre comprar una entrada y sentarse hora y media en una butaca, sólo vería las yertas e insignificantes imágenes de un tipo con barba que habla, cocina y folla al otro lado de una ventana, todo inaudiblemente, y un buen día sale gritando y mata a dos hombres. Qué lejos del minimalismo tan elocuente de Las horas del día, su ópera prima, donde Jaime Rosales componía el retrato de un asesino fuera del ilusionismo narrativo que parece siempre esquivar pero sin caer en la penosa nada de éste su tercer largometraje.

Es chocante que un director tan valioso y riguroso sea además aquí tan tramposo, saltándose los puntos de vista narrativos con una excusa que sonroja leer: “Cuando veo la película en el montaje ya me doy cuenta de la irregularidad en la construcción del punto de vista, pero creo que debo mantener esa impureza”. ¿Por qué? En otra de las muchas entrevistas aparecidas en los medios con motivo del estreno de Tiro en la cabeza, Rosales explica su modo de filmar con zoom y ópticas especiales de las que se usan para las tomas a larga distancia de los animales salvajes: “Al rodar con teleobjetivos la película se aplana mucho y se acerca al arte moderno. Al contrario que en el cine de Orson Welles, que trabajaba la profundidad de campo, aquí todo está en el mismo plano”. Tanto aplana Rosales la imagen que arrasa no ya el interesante contexto socio-humano sobre el que ponía sus lentes sino el interés del espectador que, en considerable número el día en que yo vi la película en un cine de Madrid, se salía de esta exposición de cuadros sin arte. ~

 

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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