La canción de Benet

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Fui a ver Amazing Grace, temiéndome lo peor, como homenaje a Juan Benet, una de las personas fundamentales de la literatura española contemporánea (por no hablar de mi vida). Se confirmó lo peor, pero en dos momentos sentí emoción, no por el film, que es de un convencionalismo apabullante, sino por el recuerdo de las noches en la calle Pisuerga de Madrid donde vivía Benet y de donde raramente se salía sin la ceremonia de escuchar “Amazing Grace”, el himno humanitario que el político abolicionista William Wilberforce cantó vibrantemente en un mitin a finales del siglo XVIII y que desde entonces es popular en el ámbito anglosajón. A Benet, la persona menos sentimental que he conocido, el mensaje del himno le daba un poco igual, y lo tenía grabado en una versión para banda de música con predominio de gaitas escocesas, que es lo que a él le gustaba: al sentimiento de base de la melodía se superponía la pompa un poco chistosa del viento de la gaita.

No hay ninguna ironía en el relato que el director Michael Apted hace de ese episodio de la historia política británica. Apted es un tacheron, la demoledora palabra que los jóvenes turcos de Cahiers du cinéma (luego convertidos en cineastas de la talla de Godard, Truffaut o Rohmer) utilizaban para despreciar a los artesanos rutinarios del cine comercial. Esos entonces críticos franceses amaban (y yo, sea dicho de paso), el cine industrial de talento, pero detestaban (como yo) los productos bien acabados y enteramente carentes de finura narrativa, que por supuesto no está reñida con el afán de llegar a la mayoría. Apted lo tiene casi todo para hacer una buena película (actores de talla, localizaciones hermosas, argumento interesante), pero la mediocridad, quizá innata, le pierde. Las escenas de visiones y sueños de esclavos africanos no producen ningún pathos, sólo vergüenza.

También es cierto que el guión no le ayuda, con la amalgama de dos de los géneros más potencialmente tóxicos del cine, el biopic enaltecedor y el alegato social. Apted no evita ninguno de los poncifs denunciados por los cahieristas vintage: lo trivial, lo discursivo, lo amanerado. Sólo tienen viveza, y me temo que eso lo dan el set y la situación, las escenas de debate parlamentario; ver los escaños de los Comunes y los Lores, las pelucas, el griterío mordaz de sus señorías y el mazo del speaker en acción siempre reconforta. Y aún más cuando algunos de los personajes históricos que debaten están interpretados por actores de genio. Por ellos (y por la memoria gaitera de Benet) di por bien gastados los euros de mi entrada, pues no es un lujo superfluo ver a Michael Gambon (en el papel de Lord Charles Fox); a Albert Finney, encarnando a John Newton, el verdadero creador de la canción “Amazing Grace”, en sus dos escenas, una como vidente, otra como ciego; a Rufus Sewell en una recreación del orate Thomas Clarkson para la que sin duda se ha inspirado en el aspecto, el peinado y la voz cavernosa del Antonin Artaud actor de Gance y Pabst. Y así como el protagonista, Ioan Gruffudd, no le da densidad, sino sólo aspavientos, a su Wilberforce, es para mí un descubrimiento el actor Benedict Cumberbatch en su rol de Pitt el Joven, una de las figuras más atractivamente enrevesadas de la política dieciochesca.

Amazing Grace también incide en algo que los tiempos favorecen o piden y sobre lo que yo mismo manifiesto aquí un interés personal en tanto que creador de relatos: el trasfondo racial. El novum de la emigración masiva desde el Tercer Mundo supone para todos los europeos (y no sólo ellos) una transformación del acto de mirar, de conllevar, de amar. En el cine está teniendo numerosos ejemplos de plasmación temática, en su mayoría, y es una opinión que me resulta molesto y hasta peligroso sostener, relamidos, estropeados por el ansia de “quedar bien” o “poner bien” a los oprimidos, a los venidos de lejos. Un primer tropiezo lo tuvo, hace ya años, en 1997, un cineasta de la solvencia de Steven Spielberg (en su fábula antiesclavista Amistad), pero sigue muy patente en títulos recientes como Retorno a Hansala de Chus Gutiérrez o la sobrevalorada The Visitor de Thomas McCarthy, un modelo nada mal hecho pero tramposo de cine bienpensante para públicos predispuestos. Lamérica de Gianni Amelio y Besieged de Bertolucci, ambas de los noventa, son por el contrario, junto a la muy posterior (del 2005) Quando sei nato non puoi più nasconderti de Marco Tullio Giordana, estimulantes prototipos de ficciones que reflejan, sin eludir la parte de sombra, esa nueva luz esperanzada y trágica que la emigración proyecta sobre todos nosotros. ~

 

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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