La tragedia de Louis C.K.

Iconoclasta, incómoda y extrañamente optimista, Horace and Pete, la nueva serie de Louis C.K., redefine el modelo televisivo actual.
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Es un momento tan  brillante como inesperado; la clase de sorpresa que anhelamos a lo largo de nuestra vida como espectadores. Se trata de la secuencia que abre el tercer episodio de Horace and Pete, la serie creada, escrita, dirigida y protagonizada por Louis C.K. Tras la canción de Paul Simon (con ese irónico “hell no, I can´t complain about my problems”) y el dibujo casi infantil que anuncia un bar que ya nos resulta incómodamente familiar tras apenas dos capítulos, aparece el rostro de una mujer de mediana edad cuya identidad se revelará hasta la mitad del episodio (Laurie Metcalf, gigantesca). Durante poco más de nueve minutos, relata lo inconfesable: la clase de infidelidad sucia y escandalosa que destruye vidas y asegura infiernos. El plano secuencia se quiebra para registrar un reaction shot. El relato prosigue unos minutos más hasta que, atrapado entre la fascinación y el terror, Horace (Louis C.K.), el confidente, interrumpe el diálogo para darse un respiro. Agradecemos la pausa. ¿Qué demonios acabamos de ver? En principio, y sin ánimo de exagerar, una revelación erótica a la altura de Persona (Bergman, 1996), Ojos bien cerrados (Kubrick, 1999) o del Raymond Carver de ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (Anagrama, 1988) o ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (Anagrama, 1987). El erotismo de la represión en la mente femenina dista de ser un tema común en la narrativa estadounidense; verlo expuesto con este genio y contundencia en una serie tan engañosamente masculina raya en lo milagroso.

 

Pero más allá de eso, no es sino hasta este tercer episodio, compuesto casi en su totalidad por un diálogo entre dos personas, que la serie se revela como un trabajo genuinamente iconoclasta. ¿Se puede categorizar a Horace and Pete como televisión?, se pregunta Ian Crouch, crítico de The New Yorker. Concebida como una sitcom sin risas grabadas, inspirada en televiteatros ingleses al estilo de  Abigail’s Party (Mike Leigh, 1977) y distribuida en 10 entregas semanales de entre 30 y 70 minutos a través del sitio web de Louis C.K. (y disponible ahora en su totalidad por 31 dólares), Horace and Pete es una obra liberada de las ataduras que por lo general se asocian con la televisión. No sólo está producida de manera plenamente independiente, sino que su mismo estreno careció de publicidad o giras promocionales. Sin mayor aviso que un correo electrónico enviado a los usuarios registrados del sitio, el primer capítulo apareció el 30 de enero en Louisck.net. En un texto publicado días después, Louis C.K. explica las razones:

“Como escritor, a veces siento que la audiencia nunca experimentará la historia como yo la vivo mientras defino el tono y desarrollo de personajes. A causa de la publicidad, sabes que el público nunca la verá con la sorpresa con que la escribiste. Como espectador, siempre agradezco poder ver algo valioso sin saber nada al respecto. Ser capaz de exhibir este show sin promoción previa me permite recrear para ustedes esa sensación de descubrimiento. Por otro lado, la dinámica multicámara del programa, así como el énfasis de capturar una esencia “en vivo”, me facilita difundirlo casi al tiempo en que lo grabo”.

Esta sincronía, sin duda, le añade una dimensión extra a un trabajo ya de por sí meritorio. La aparente contradicción en realidad es balance: el rescate de una estructura clásica y sencilla (el televiteatro) al servicio del presente. Con sus múltiples referencias a la política y el devenir sociocultural, Horace and Pete opera también como un editorial formulado desde un lugar a punto de desaparecer: un bar familiar ubicado en el aquí y el ahora de un Brooklyn en pleno proceso de gentrificación. En Horace and Pete, la tradición y la actualidad conviven en un continuo con reducidas rutas de escape. El bar es un purgatorio donde las risas son carcajadas infernales que no proporcionan catarsis ni refugio alguno.

Servimos miseria desde 1916

Horace and Pete cuenta la historia de un bar manejado por dos hermanos, Horace y Pete (Steve Buscemi), y su tío Pete, un viejo racista y reaccionario (Alan Alda). Si bien cuenta con un conjunto sólido de habitués (Steven Wright, Kurt Metzger, Tom Noonan y Jessica Lange), el local, establecido en 1916 y manejado por la misma familia a lo largo de varias generaciones, se encuentra en decadencia. Los únicos clientes nuevos son hipsters atraídos por el pintoresquismo del bar que por lo regular terminan siendo expulsados por el tío Pete, o en el mejor de los casos, pagando un impuesto especial que les permite burlarse irónicamente del sitio, el llamado “douche tax”. El bar, sin embargo, es valioso como terreno, razón por la cual Sylvia (Edie Falco), hermana de Horace y Pete, desea venderlo y utilizar el dinero para atender su frágil condición de salud. Los hermanos, obnubilados por un perverso sentido de tradición, se rehúsan terminantemente.

 

 

Louis C.K. ya había demostrado un alto vigor autoral en Louie, una crónica surreal falsamente autobiográfica sobre sus experiencias como cómico de stand up y padre divorciado en Nueva York. Horace and Pete, sin embargo, lo eleva a una categoría autoral donde el enfoque no recae en la creación de una persona. A diferencia de trabajos anteriores, Louis C.K. cuenta con pocas líneas en Horace and Pete, pero se mantiene atento todo el tiempo. Lo que oye no son diálogos o intercambios significativos, sino ruido. Los parroquianos del bar casi nunca escuchan a la persona de al lado, simplemente esperan su turno para hablar. Un ejemplo extremo de esta dinámica se encuentra en el noveno episodio, durante el diálogo entre una pareja en su primera cita. La mujer se queja de la insatisfacción laboral que padece pese a trabajar en el lugar de sus sueños, él le dice que lo mismo le sucedió a su padre cuando se convirtió en astronauta y piso la luna, ella insiste en autocompadecerse sin siquiera notar que tiene enfrente al hijo de un héroe americano. La conversación deriva en gritos. El intercambio es hilarante y doloroso. A ninguno, en realidad, le interesaba el otro. El egoísmo es moneda común en Horace and Pete. Todos los gestos generosos en la serie provienen de personas ajenas al bar.

 

Paréntesis: pensado originalmente para ser interpretado por Joe Pesci, el tío Pete es un monstruo de complejidad formidable. Alda no desperdicia la oportunidad y la saca del estadio. Sin sacrificar crueldad y dureza –vaya trabajo de gesticulación y fraseo cada vez que insulta a Horace-, le inyecta una extraña integridad a los esfuerzos del personaje por oponerse a la modernidad que amenaza con dejarlo sin empleo. Sí, claro, el tío Pete es aberrante, pero a su manera, también es un romántico. ¿O de qué otra forma calificar su descripción del acto amoroso tras explicar su visión rabiosamente machista del sexo oral?    

 

La otra característica que define a los personajes es su marcada pulsión autodestructiva. La locura de Pete –agobiado por una condición mental que sólo resulta controlable a través del consumo de un medicamento que le produce severos daños colaterales- opera como metáfora maestra. En mayor o menor medida, todos son responsables de su propia devastación: sea mediante la incapacidad de renunciar a la infidelidad, sea mediante una idea falseada de lo que implica respetar las tradiciones, sea siendo estúpidos a propósito (como describe Metzger al electorado de Trump), o sea mediante la tolerancia a la violencia doméstica. El proceso es gradual, pero casi inevitable, como si una fuerza superior se apoderara de ellos y los tornara en audiencia de primera fila de su lenta autodestrucción. Los clientes del bar asumen que nada puede cambiar, por lo que se matan bebiendo.

 

Hacia el final del quinto episodio, los parroquianos del bar discuten en torno a los motivos por los que simplemente no nos volamos los sesos. “¿Por qué la gente no activa el switch de “apagado” cuando la existencia se complica? Es más, ¿por qué se esmera especialmente en vivir durante los momentos más difíciles?”, se pregunta Metzger. “Porque quizá las cosas pueden mejorar”, responde Buscemi. Horace and Pete es una tragedia, pero no carece de esperanza. El epílogo, visto con atención, opera en las antípodas del nihilismo. En el fondo, Louis C.K. pelea contra la oscuridad. ¿Qué mejor razón para celebrarlo?

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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