El crimen del padre Amaro

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El cura de esta historia tiene poco de excepcional. Como en la novela de José María Eça de Queiroz, o en la película de Carlos Carrera, personifica a un nicho eclesiástico propenso a la corrupción. Y por la semejanza entre el revuelo que rodeó al relato en 1875 y la agitación que provoca la cinta más de cien años después, el tema ya no es sólo la inconsistencia moral del clero católico, sino la incapacidad de sus fieles para reconocer la evidencia.
     En El crimen del padre Amaro, el libro y la película, dos cuadros de arranque dejan claro contra qué van. En la novela, la muerte de un párroco gordo es apenas lamentada por su comunidad. Ésta, acomodaticia y frívola, integra un muestrario humano que al cabo se delata como el único personaje inmoral. En su versión en pantalla, ambientada en la provincia mexicana, el cura que llega al pueblo sufre un asalto brutal. La violencia de esta escena, tono ausente en la versión literaria, anuncia el compromiso que Vicente Leñero, responsable de la adaptación, adquirió con las particularidades de su país al día de hoy.
     A Carlos Carrera se lo recuerda en sus mejores películas por captar las sutilezas de los infiernos pueblerinos. Con ecos de La mujer de Benjamín (1991), y apoyado por la veta realista del fotógrafo Guillermo Granillo, El crimen del padre Amaro tiene en estos pilares su garantía de credibilidad. Amaro (Gael García Bernal), un cura joven e ingenuo, llega al pueblo de Los Reyes, Aldama, y oficia bajo la supervisión del padre Benito (Sancho Gracia). En poco tiempo descubre la relación carnal que su protector sostiene con la Sanjuanera (Angélica Aragón), dueña de la fonda local y madre de Amelia (Ana Claudia Talancón). Esta jovencita coqueta, calientabraguetas de confesionario, será la causa de que el padre Amaro siga los pasos de su tutor.
     Leñero hurga en los temas incómodos pero específicos de la Iglesia mexicana. El padre Natalio (Damián Alcázar) será acusado por Benito de ayudar a los guerrilleros de la zona. Hecho el guiño a la Teología de la Liberación y a un evocado enclave zapatista, el guionista sirve el plato fuerte: furioso, Natalio replicará que la verdadera amenaza la constituyen los narcotraficantes, protegidos por la Iglesia a cambio de limosnas millonarias. Más tarda el público en reconocer las aristas del caso Posadas (la supuesta falsificación de actas por parte de un sacerdote para exculpar del asesinato del Cardenal a los Arellano Félix, o el opulento seminario erigido en Tijuana en años previos), cuando una cámara omnisciente muestra al padre Benito en estrecha amistad con el Chato Aguilar, un capo que deposita limosnas en dólares e invita al padre a impartir sacramentos entre las columnas de su residencia art narcó. Mientras, el pueblo admira la rapidez con que progresa la construcción de su hospital.
     Fiel al original, Leñero hace de la relación entre Amaro y Amelia —tan transgresora como puede serlo un faje debajo de un manto azul y estrellado— el escándalo que hará de hilo narrativo. Altera en cambio la atribución de caracteres, y critica tanto la ambigüedad moral secular como el ejercicio vertical del poder. Si Eça de Queiroz dibuja a Amaro como alguien que eligió el sacerdocio para dejarse querer por beatas, el curita que llega a Los Reyes escucha sucesivamente las confesiones de una pueblerina que se toca pensando en Jesús, y las órdenes de un obispo que negocia con el presidente municipal el lavado de su imagen pública.
     Que una película siente precedentes no significa que revele algo. Lo que aporta no es la enunciación de un problema, sino, por ejemplo, la posibilidad de representarlo en medios sujetos a censura. El crimen del padre Amaro inaugura parámetros como lo hizo La ley de Herodes —otro guión trabajado por Vicente Leñero—, penosamente boicoteada en su estreno. Las dos películas apelan al sobrentendido. Si en La ley de Herodes las disfunciones priistas eran tan públicas que permitían la sátira, los curas pederastas denunciados en Estados Unidos han obligado a revisar el anecdotario doméstico y a admitir que el celibato mal llevado, de la manera que sea, no es problema, digamos, de una galaxia lejana.
     Por romper un tabú temático, El crimen del padre Amaro atrae arrebatos y una calificación moral. Pasado ese primer trago, se apoya en su cohesión narrativa, el cuidado de su dirección y la congruencia de su escena final. Lejos de un cierre catártico, propone un restablecimiento del orden mucho más inquietante que el caos. Esto subraya el sello de Carrera —lo oscuro de una apariencia tranquila— y recuerda el tema que justificó la reelaboración de una historia decimonónica: el silencio colectivo y la perpetración del mal. Orilla a preguntarse si el actual autoexamen católico tendrá repercusiones de fondo, o tomará la forma de un nuevo capítulo —las intenciones fallidas— en una versión de Amaro con vigencia en el siglo veintidós. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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