Tal y como dijo un espectador molesto en un baño del cine durante una función de Nosferatu (2024), “se robó la historia de Drácula”. No hay mejor manera de resumir la trama de la más reciente versión de Nosferatu: una sinfonía del horror (1922), dirigida por F.W. Murnau y considerada una de las grandes joyas del expresionismo alemán y el cine mundial, ahora reinterpretada por Robert Eggers, director de las aclamadas La bruja (2016), El faro (2019) y la infravalorada El hombre del norte (2022).
Como bien observaba aquel espectador y como sabe casi cualquier cinéfilo, la original Nosferatu es una adaptación no autorizada de Drácula, la fundacional novela de horror gótico. Nosferatu fue producida por Prana Film, estudio fundado por el artista, ocultista y diseñador de producción Albin Grau con el objetivo de crear una serie de películas de temática sobrenatural. Aunque Prana nunca logró hacerse de los derechos de la novela, lo que ya desde entonces era una monserga, Henrik Galeen terminó de escribir un guion que cambiaba nombres y locaciones pero que seguía la trama de forma bastante fiel. En su versión, Robert Eggers acredita tanto a Galeen como a Bram Stoker, autor de la novela original.
Por lo mismo, la trama de Nosferatu de Eggers es esencialmente idéntica a la de esos clásicos, de sobra conocidos: un joven agente de bienes raíces viaja a Transilvania a negociar la venta de una propiedad con un siniestro conde que habita un antiguo y ruinoso castillo. Una vez ahí, el joven notará que el noble tiene intenciones funestas y, tras una tumultuosa estancia, huirá del castillo para ser rescatado por unas monjas. Mientras, su prometida espera su regreso, alojada en casa de una amiga cercana. Tras unos extraños episodios de sonambulismo, la amiga enfermará y morirá de manera trágica, propiciando que los hombres que la atendían –entre los que está un médico poco ortodoxo de ideas peculiares– emprendan la cacería de la criatura responsable de sus males: un vampiro. El vampiro es el mismísimo conde transilvano, que ha llegado a la ciudad en barco gracias a las maquinaciones de un siervo fiel. Aunque el obsesionado conde busca seducir a la joven, su voluntad y fidelidad inquebrantables, sumadas a la ayuda del valiente grupo de hombres que la acompañan, idearán un plan para usarla como señuelo y destruir al monstruo y su madriguera.
En el siglo que va de Murnau a Eggers, la original Nosferatu sobrevivió una demanda por plagio de Florence Balcombe, la viuda de Bram Stoker. Balcombe ganó un juicio que sentenció destruir todas las reproducciones de la película, pero resultó que el plagio era también una obra maestra por derecho propio, así que Nosferatu perduró en copias dispersas, primero, y mediante restauraciones, después. El tiempo sentenció que sus innovadores tracking shots, su delicado diseño de producción –salpicado de símbolos ocultistas gracias a Albin Grau–, su sofisticado uso de luces y sombras y la perturbadora interpretación de Max Schreck como el Conde Orlok la hacían un clásico atemporal.
Werner Herzog creó su versión en 1979, una cinta prácticamente perfecta, casi tan buena como la original salvo por la cuestionable decisión de devolverle los nombres de la novela a los personajes de la película. Nosferatu: Phantom der nacht, protagonizada por Klaus Kinski, Isabelle Adjani y Bruno Ganz, es una pieza de atmosférica angustia que presentaba al conde como un melancólico ser maligno que purga con su inmortalidad una condena eterna. La última adición de este singular apartado del canon vampírico es La sombra del vampiro, de E. Elias Merhige, director de la sensacional Begotten (1990). Más que un remake, es una ficcionalización del rodaje de la original Nosferatu; en esta versión, Murnau, interpretado por John Malcovich, recluta a un vampiro verdadero llamado Max Schreck, interpretado por Willem Dafoe, al que le permite devorar a actores y técnicos a cambio de obtener la mayor sensación de realismo posible en su interpretación. Considerablemente menos conocida que cualquiera de las otras tres versiones, La sombra del vampiro balancea con maestría una afilada sátira de la obsesión cinematográfica con el horror puro de una cinta de vampiros. Este es, en resumidas cuentas, el canon en el que Robert Eggers se inserta con su Nosferatu.
Antes que otra cosa, habría que reconocer el arrojo. Todo director sabe que una nueva versión de Nosferatu será irremediable, injusta y desproporcionadamente comparada con sus notables predecesoras, obra de dos de los cineastas más sobresalientes de la historia. No es una misión sencilla. Eggers la acomete con todas las herramientas de su arsenal, que conocemos bien gracias a sus películas previas. Desde La bruja, tanto Eggers como los medios han insistido en dos aspectos centrales de su estilo: en la fase de escritura, la documentación profusa, históricamente precisa, crucial para dar forma al guion (“Estoy un poco harto de hablar de mi investigación, pero obviamente la verosimilitud del mundo material es muy importante”, dijo el director a The New York Times); en la fase de pre y producción, el interés obsesivo en una cámara que avanza fluidamente, a menudo en tomas prolongadas, a través de sets diseñados y hasta articulados para ella.
Su Nosferatu inicia con una larga toma en la que Ellen (Lily-Rose Depp) le reza a “un ángel guardián, un espíritu de cualquier esfera celestial, lo que sea” para que “escuche su llamado”. “Ven a mí”, reza, desesperada, y su clamor es respondido por una grave voz que, tras despertar de una “eternidad de oscuridad”, le hace prometer que estará con él “eternamente”. Ellen lo jura y comienza a emitir gemidos de placer, hasta que una criatura putrefacta con bigote (Bill Skarsgård) comienza a asfixiarla, torturándola y haciéndola convulsionar. La historia da entonces un salto temporal para llegar al año de 1838, en la ficticia ciudad alemana de Wisbor, que se nos presenta en dos tracking shots consecutivos de nada despreciable duración (24 y 26 segundos, respectivamente). Ambas tomas condensan esos pilares del estilo de Eggers: una sensación de realismo histórico en la ambientación (y, en consecuencia, de las acciones, pensares y sentires de sus personajes) y una destreza técnica de índole superior.
Nosferatu es una película de una ejecución impecable cuando no francamente soberbia; destila minuciosidad y hasta preciosismo en cada rubro técnico. Prueba de ello son las sensacionales entrevistas a distintas cabezas de departamento, como Linda Muir, diseñadora de vestuario; Craig Lathrop y Beatrice Brentenerova, diseñador de producción y decoradora de sets, y Jarin Blaschke, director de fotografía, entre otros. Eggers y su equipo, muchos de ellos colaboradores recurrentes, han dominado y perfeccionado una forma de trabajo puesta al servicio de un estilo definido que funciona en términos prácticos (presupuesto, tiempo de rodaje) y de recepción (taquilla, crítica, presencia en premiaciones).
El reparto tampoco desmerece. Se ha criticado el trabajo de Aaron Taylor Johnson, quien interpreta a Friedrich Harding, esposo escéptico de la mejor amiga de Ellen, Anna, pero lo cierto es que tiene puntos muy altos: el humor de la escena en la que su personaje imita a un toro para ilustrar su lujuria, la dramática intensidad mientras se lamenta por la muerte de su esposa y acaricia a sus dos hijas sobrevivientes o la angustia delirante del momento en que escupe sangre sobre un ataúd son algunos. Willem Dafoe ha dividido reacciones, entre la gente que ya está un poco cansada de verlo en todos lados, la que piensa que desentona en esta película y las que pensamos que su disonancia es una virtud de su interpretación, que alivia con pinceladas humorísticas lo que de otra forma sería un ensamble quizá demasiado grave: “¡He visto cosas que harían que Isaac Newton regresara arrastrándose al vientre de su madre!”. Por su parte, Nicholas Hoult encarna a la perfección a Thomas Hutter, el ingenuo esposo con corazón de oro de Ellen, con esos grandes ojos azules que transmiten una sensación de inocencia plenamente convincente. Acaso por encima de todos ellos, la interpretación de Lily-Rose Depp como Ellen ha sido enormemente publicitada, y con justicia.
Depp compone un personaje increíblemente matizado, capaz de pasar de la lujuria a la ternura y de ahí a la posesión demoníaca y al colapso delirante con una agilidad asombrosa. La corporalidad de su Ellen es uno de los rasgos más logrados de la película; Depp se preparó para el rol estudiando acerca de la histeria femenina en el siglo XIX y practicando la danza japonesa butoh, que permite realizar contorsiones consideradas grotescas y que ha sido utilizada para otros roles de películas notables de horror japonesas, como Horrors of malformed men (1969), Kairo (2001) o Ju-On: The grudge (2002). La danza ya había sido utilizada por Eggers en la escena final de La bruja, donde las hechiceras que bailan alrededor de la fogata realizan movimientos inspirados en el butoh. Hay muchas virtudes condensadas en Ellen Hutter, pero es precisamente con ella donde comienzan mis reparos hacia Nosferatu de Robert Eggers.
La riqueza de esta interpretación contrasta con el desarrollo limitado de su personaje. De Ellen sabemos exasperantemente poco; no conocemos mucho de su pasado y tampoco sabemos tanto de su presente. Sabemos que invocó y fue seducida y posteriormente abusada por Nosferatu, pero Eggers se rehúsa a explicar más allá de la generalidad, acaso por una noción de elegante ambigüedad que no se me pasa por alto. El resultado es una damisela en peligro con apenas un poco de agencia y acaso menos personalidad. Torturada por su deseo, Ellen se ofrecerá a su abusador para después morir con tal de salvar a Thomas. Pareciera que la película quiere salirse con la suya en dos rubros, al presentar una protagonista consumida por el deseo pero también una heroína que sucumbe a sus apetitos por buena, no vaya a creer uno que por lujuriosa. En una entrevista con Deadline, Eggers declaró:
Particularmente en los años 80, hubo mucha crítica literaria sobre todos esos autores victorianos hombres que creaban heroínas femeninas con deseo y energía sexual, y que luego necesitaban ser castigadas o asesinadas por ello. Es un asunto misógino. Pero muchas críticas literarias femeninas que también leía decían: ‘¿No es también interesante que, en este período cultural tan reprimido, exista la idea de una heroína femenina oscura, ctónica, que sería la persona capaz de comprender las profundidades?’ Y al contar ese mismo tipo de historia en un contexto moderno, incluso intentando mantener la perspectiva del siglo XIX, podríamos, potencialmente, tener algo más de matices, o al menos eso esperamos.
No obstante esta declaración, su Ellen es asesinada por su deseo y su energía sexual. El personaje no parece, tampoco, capaz de “comprender las profundidades”, ni las suyas ni las del vampiro, el conde Orlok, el Nosferatu del título. Y justo con el vampiro interpretado por Skarsgård es donde se incrementan mis reparos.
En una entrevista que, confieso, me ha parecido algo irritante, más de lo que debería para ser un cineasta que en principio me agrada como artista pero también como individuo, al menos de lo poco que alcanzo a ver, Eggers habla sobre el diseño de su conde Orlok, interpretado por Bill Skarsgård. “Los vampiros ya no son aterradores”, dice, “gracias a la culminación de la evolución del vampiro en Edward Cullen”, añade, refiriéndose al vampiro protagonista de la saga Crepúsculo. “Así que volví al folclor de la época en la que la gente realmente creía y temía a los vampiros porque pensaban que eran reales, y esos vampiros lucían como cadáveres muertos y podridos”, continúa. “Así que la pregunta fue: ‘¿cómo luce un noble transilvano muerto?’”, dice para describir el razonamiento detrás del diseño.
Esta versión del personaje es la desviación estética más pronunciada de las versiones anteriores, que presentaban al conde Orlok con una apariencia similar: calvo o casi calvo, mortalmente pálido y esquelético, de rostro lampiño y puntiagudo, nariz ganchuda y un par de colmillos frontales muy juntos. El Orlok de Eggers es más robusto, con un grueso mostacho y un peinado de queso Oaxaca que se descompone conforme la parte trasera de su cráneo se va pudriendo. No estoy quejándome de que hayan cambiado la apariencia del monstruo; pero creo que este es un buen ejemplo de cómo el interés de Eggers en la precisión histórica juega activamente en contra del interés del material que adapta.
Para empezar, una película históricamente precisa es una imposibilidad o una quimera. El historiador Andrew Larsen lo dijo mejor en su ensayo “Por qué no hay tal cosa como una película históricamente precisa”:
Hollywood nos ha entrenado para aceptar un punto de vista limitado que privilegia a ciertos personajes sobre otros y a ciertos hechos sobre otros, y estas reglas cinematográficas no dejan mucho espacio para una precisión histórica genuina. No existe tal cosa como una película históricamente precisa, porque la “precisión histórica” y una “película que se pueda ver” requieren enfoques drásticamente diferentes […] Lo que la gente realmente pregunta cuando dice “¿Es esta película históricamente precisa?” es: “¿Es esta película históricamente precisa dentro de las convenciones arbitrarias para hacer una película que yo estaría dispuesto a ver?
Esto es evidente aquí y en cualquier otra película de época: Lily Rose-Depp no representa la apariencia de una recién casada alemana del primer tercio del siglo XIX, y Nicholas Hoult, con sus 35 años, está bastante lejos del promedio de 27 años que tenían los hombres europeos para casarse en esa época; el reparto habla en inglés cuando es evidente que deberían hablar en alemán, aunque la variante sería imposible de determinar dado que la ciudad de Wismor no existe en la Alemania real. Etcétera: podríamos irnos por ahí en un montón de detalles, pero no tiene caso. La idea de precisión histórica en Nosferatu, como en cualquier otra película, está acotada por una serie de condiciones del medio y de su estilo, cosa perfectamente comprensible. Lo que resulta menos comprensible es que Nosferatu, dispuesta a romper las reglas de la fidelidad histórica cuando se trata de acomodarse a moldes narrativos y comerciales más tradicionales, se rehúse a hacerlo cuando se trata de explorar y construir personajes y relaciones más complejas, ni siquiera particularmente inéditas para el cine hollywoodense.
En Nosferatu, el deseo sexual de Ellen es manifestado en forma de ataques que comienzan como orgasmos y luego se transforman en posesiones demoníacas. Fuera de eso, su deseo aparece principalmente contenido, con un par de tomas de desnudos y una escena de sexo durante la posesión, pero sin una exploración que se rehúsa a ir más allá o que lo intenta solo lateralmente: “¿El mal viene de dentro de nosotros o de afuera?”, se pregunta en la que debe ser su mejor línea. Si pensamos en una película de contexto similar a Nosferatu de Eggers –un cineasta que ya ha demostrado su valía recibe un presupuesto exorbitante y un reparto plagado de jóvenes estrellas para presentar su visión de un clásico decimonónico–, de inmediato aparece en la mente Drácula de Bram Stoker (1991), dirigida por Francis Ford Coppola. Ahí, Mina Harker, el equivalente de Ellen en la historia original, es presentada como una mujer que, en la ausencia de su esposo y antes de caer bajo el influjo del conde, se acerca físicamente a su amiga Lucy (Anna en Nosferatu); sus rostros se rozan, casi sugiriendo besos reprimidos, en más de una escena de la película, sin nunca llegar a tocarse. Mina es un ser sensual no en función de su relación con el vampiro, sino en función de su propia humanidad.
Ellen no tiene esta autonomía. Su padecimiento la define a ella y a su sexualidad muy pronto en la película, y cuando por fin tiene un momento de verdadera cercanía física con Anna, la escena es interrumpida con violencia mortífera. Tal vez no guste la mención a Drácula de Bram Stoker por los inevitables fantasmas de la comparación, pero podríamos prescindir de ella y la misma precisión histórica podría ayudarnos a sustentar un escarceo erótico de esa índole.
El enfoque de Eggers no solo reduce la complejidad del personaje: lo encapsula en una visión moralizante, anacrónica incluso para el contexto del siglo XIX que busca recrear. La película se ambienta en la Alemania de 1838; para esa época ya se habían publicado en ese país con éxito traducciones de Memorias de una mujer galante, más conocida como Fanny Hill, popular novela erótica con descripciones de prostitución, actos lésbicos y homosexuales, al menos un personaje bisexual, orgías públicas y sadomasoquismo. La palabra “homosexual” fue acuñada en 1868, ¡apenas tres décadas después de la ambientación de la película!, por el escritor alemán Karl Maria Kertbeny, y en el mismísimo 1838 de la película apareció el segundo volumen de Eros: el amor de hombre a hombre entre los griegos, del sueco Heinrich Hössli, una de las primeras defensas de la homosexualidad en tiempos modernos y un libro inspirado por la ejecución pública de un hombre homosexual que había asesinado a su pareja en 1817. Vaya: según el libro Something in the blood, el mismo Bram Stoker, que escribió la novela original en 1897, era probablemente homosexual, como también lo era abiertamente F.W. Murnau, el director de la original Nosferatu de 1922. Es un hecho documentado que la homosexualidad era una práctica conocida y castigada en la época y en la región. No creo que sea casualidad que no haga su aparición en una película que busca abordar el “lado oscuro de la sensualidad” con una buena dosis de fidelidad histórica. Esta continencia es una elección deliberada que choca incluso con la misma obra de Eggers, que en su anterior película, El hombre del norte, filmó a una valquiria cabalgando sobre un caballo hacia la luna y que terminó La bruja con un aquelarre de hechiceras desnudas que flotan alrededor de una fogata.
Esa continencia también aparece en Nosferatu, la criatura. Ignoro por qué la película no se concentra más en el personaje, aunque sospecho que se trata de una movida para evitar los señalamientos de idealización de abusadores que han alcanzado a otras películas de vampiros, como la misma Drácula de Bram Stoker o hasta la saga de Crepúsculo. En consecuencia, y de acuerdo a la mentada fidelidad histórica de su estilo, el vampiro de Eggers aparece como un monstruo putrefacto y bigotón sin ningún atractivo palpable y un deseo sexual bastante convencional. La película es tan pero tan contenida que ni siquiera se atreve a mostrar el icónico momento en el que el Conde lame el pulgar ensangrentado de su invitado, Thomas, una de las escenas más sugerentes respecto a la voracidad del deseo del vampiro, capaz de superar cualquier barrera sexogenérica. Acá nomás se intuye el ataque; más adelante, Nosferatu sí atacará a Thomas, pero su asalto, aunque más evidentemente sexual, no tendrá ningún efecto en Thomas, quien solo yacerá en el piso, inerte. El personaje pasará por un periodo traumático, pero se recuperará pronto, sin ninguna secuela aparente del influjo del vampiro.
En consecuencia, este Nosferatu es un monstruo subnormal. Ni siquiera alcanza la profundidad de otros monstruos del horror, ya no digamos de sus predecesores: esta versión del vampiro palidece aún más junto a la mayoría de sus encarnaciones previas. Omitamos la línea de “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte” de la versión de Coppola, ¿pero qué hay de “Las chicas que amáis son ya son todas mías. Y, por medio de ellas, vosotros y otros más habéis de ser míos, mis criaturas, que cumpliréis mi voluntad y seréis mis chacales cuando yo quiera comer”, presente en la novela original de Stoker? ¿Qué de “La muerte es cruel para los desprevenidos, pero la muerte no es todo… Es más cruel ser incapaz de morir. Desearía poder participar del amor que existe entre ustedes”, que podemos encontrar en la versión de Herzog? ¿Qué hay, carajo, de “Primero tuve un retrato de ella en madera, luego un relieve un mármol, después solo la veía en un cuadro en mi cabeza… Pero ahora no me queda ni eso”, que pronuncia el Nosferatu borracho de La sombra del vampiro, un personaje desesperado por volver a ver un atardecer, aunque fuera en el cinematógrafo? Nada tan siquiera remotamente fascinante aparece en el Nosferatu de Eggers, cuya línea más memorable quizá sea “Soy un apetito”, de una ambigüedad tan calculada que casi parece timorata.
Quizá se me pueda responder que no hay necesidad de romantizar a un abusador; yo contestaría que mostrar el mecanismo del abuso no equivale a romantizarlo, como bien puede verse en otra adaptación hollywoodense reciente de un clásico de la época, El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020), una película que escarba en el retorcido funcionamiento de otro monstruo clásico, o como puede verse, si queremos salir del blockbuster, en películas como The tale de Jennifer Fox o Mysterious skin de Gregg Araki o, estirando más la liga, en novelas como Temporada de huracanes de Fernanda Melchor o Cara de pan de Sara Mesa. No puede haber una protagonista compleja sin un villano complejo; la relación entre ambos personajes es siempre simbiótica. Al rebajar la densidad de su vampiro, Eggers aniquila también la profundidad de su protagonista.
No me interesa descalificar a Nosferatu como obra. Mucho menos hablo de “fidelidad al original”, un argumento que me interesa poco alimentar. Es una versión más de un clásico, como ya han existido y como seguirán existiendo. Tampoco quiero renegar de Robert Eggers, cineasta notable donde los haya y, seguramente, director de varias futuras películas interesantes. No dejo de preguntarme, sin embargo, sobre la pertinencia de acometer una nueva interpretación que se resiste tan insistentemente a escarbar en su mitología y en sus temas, a enriquecer y a expandir sus alcances mediante una lectura que vaya más allá de la perfección técnica del encuadre, una versión que en sus mejores momentos no hace sino recordarnos sus limitaciones y los logros de sus predecesoras. Quizá su mayor utilidad, con el paso del tiempo, sea recordarnos los criterios de cierto cine de nuestra época, en los que el deseo ha vuelto a ser tabú, las doncellas deben ser abnegadas y los vampiros solo pueden ser malvados. Ni los decimonónicos se atrevieron a tanto. ~
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.