Alison Pill (Zelda Fitzgerald) y Owen Wilson (Gil) en la más reciente película de Woody Allen

Medianoche en París, de Woody Allen

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Medianoche en París es el tipo de fábulas donde la noche no es solo el periodo entre la puesta y la salida del sol, sino una dimensión distinta. En ellas, un personaje “normal” cruza un umbral invisible y entra a una realidad con reglas y códigos propios. Lo familiar se ve sospechoso pero no tanto como para definirse como un sueño, una alucinación o un roce con lo sobrenatural. Esta tampoco es una película sobre “grandes personajes”, sino sobre la experiencia agridulce de fraternizar con personas cuya obra será venerada cuando nadie –mucho menos ellos– lo hubiera podido saber.

El punto de vista agridulce entre triste y ventajoso del “fan retrospectivo” puede ser imaginado por cualquier espectador. Una película que, por sus referencias, podría ser considerada la más elitista de Allen es justo la que se conecta con una fantasía colectiva: la de vivir en el momento en el que “se escribe la historia” (y luego comprobar que nadie lo experimenta así).

Como Medianoche en París también es una película escrita desde la fascinación, hay quien opina que es el colmo de la autoindulgencia de Allen. Un reproche a su vez cómodo y trillado, fácil de hacer a quien lleva cuatro décadas tocando los mismos temas, haciéndolo en el mismo tono, y poniéndolos en boca de personajes que solo cambian de aspecto y de nombre. La ironía es que incluso los que lo llaman “caduco” siguen al pendiente de su siguiente película, y en el fondo no esperan algo distinto de él. A nadie le irrita su indiferencia a la tecnología, que no haga una cinta política o con “enfoque ecológico”, ni espera que sus personajes respondan con “sí” o “no”. Si sus películas ya no son eje de la cultura cinematográfica, no es problema de las películas sino de la fugacidad de los ejes. Puede que el cine de Allen hoy esté en la periferia, pero es una coordenada que nadie se atrevería a ignorar.

La relación entre el director y el público de su país lleva un tiempo agrietada, y empeoró cuando en los últimos años cambió Nueva York por Europa. La crítica se sumó al desprecio diciendo que filmaba con la superficialidad de un turista y que pretendía contar historias de locales que al final se comportaban como neoyorquinos ricos. A la luz de esos ataques, Medianoche en París es toda una provocación: abre con una sucesión de vistas clásicas/icónicas/choteadas de la ciudad, primero bajo un cielo abierto, luego en días lluviosos, en la mañana, al mediodía y en la puesta del sol. La última toma es nocturna: al fondo la Torre Eiffel, y el cielo iluminado por la proverbial Ciudad luz. Más tarjeta postal, imposible. El cuadro es contundente y el mensaje también: será un lugar común, pero nada se parece a la (media) noche en París. Aun así, en esta y otras películas, los paisajes de calendario existen para ser manchados por uno o varios gringos, ya sean viajeros deslumbrados y cursis o aquellos a los que las ciudades de Europa les parecen desordenadas, con hábitos poco higiénicos y sin supermercados suficientes.

Ni sus películas de las primeras décadas, ni las inglesas, la catalana o francesa de los últimos años han aspirado a ser joyas del realismo social. Sus famosos neoyorquinos cultos y verborreicos habitan una zona postal asentada en el imaginario del público que creció viendo cine. El llamado “NYde Allen” incluye puentes, rascacielos y parques emblemáticos, pero su mapa más bien traza la ruta hacia bloqueos creativos, crisis amorosas y angustias existenciales, según suele recorrerlas el habitante menos “promedio” de la ciudad.

Si el personaje público de Allen –el de rutinas de comedia, películas, obras de teatro, cuentos y ensayos– sigue activo a pesar del tiempo es porque se define como un escéptico de lo novedoso. En cada época, las modas culturales, el activismo y las formas experimentales lo definen por oposición. Siempre será el outcast ajeno a “lo relevante”, lo que no significa que esté fuera de su radar. Desde la instructora de aerobics que habla de astrología en una fiesta de intelectuales (Husbands and wives), los hipsters que hacen fila para ir al concierto del grupo “Anal Sphincter” (Whatever works) y los futuros suegros de Gil en Medianoche en París, diseña personajes que encarnan todo lo que le parece ridículo, pretencioso o republicano. Como parte de un mismo perfil, los padres de Inez desprecian a Gil por su vocación de mediocre, dicen que el Tea Party está formado por “gente decente que quiere recuperar el país”, y se divierten como locos con películas de las que no recuerdan la historia.

Pero no son los “hombres simples” a quienes Allen considera una plaga de la civilización. Son, por el contrario, los eruditos esnobs: intelectuales de cafetería que imponen su visión sobre las Grandes Teorías al primero que se deje embaucar. Quizá la escena de su filmografía que más placer vicario ha provocado a los que comparten su fobia es aquella de Annie Hall en la que Marshall McLuhan se materializa en la fila de un cine para decirle a uno de sus pseudoexégetas que “no sabe nada sobre sus teorías”. La fantasía de callar al especialista en Fulanito con el respaldo de Fulanito es otro de los guiños de Medianoche en París. Además de reproducir los tics y melindres de Allen, el personaje que interpreta Owen Wilson es una especie de caja negra de todo lo alleniano en el mundo. Ya que Gil es una versión casi idéntica de Woody, es lógico que su antagonista sea un connoisseur que recita de memoria el catálogo de un museo con ademanes de fastidio pero pierde la compostura si alguien lo contradice –ya sea la guía del museo o, por supuesto, Gil. En esta historia no sería posible invocar a Picasso pero basta con que el protagonista sepa (y nosotros junto con él) la historia verdadera detrás de un cuadro que el sabelotodo pretende interpretar. Gil no lo leyó en un libro: estuvo con el pintor justo la noche anterior.

Lejos de sugerir que el tiempo presente es mediocre y que “no hay genios como los de antes”, Medianoche en París culpa a la nostalgia de ser tramposa y paralizante, y habla sobre la manía humana de concebir el pasado como un tiempo desbordante de genios. A través de sus viajes nocturnos, Gil comprueba que sus amigos del París de los veinte viven acomplejados por los artistas de fines del siglo XIX, y así hasta llegar a los albores de la cultura.

Quien piense que esta película es un pastiche de las anteriores, o el que no entienda cómo es que atrajo a un público fuera de su nicho, podría observar que por primera vez su personaje –el introvertido y necio– tiene un arco dramático, y al final experimenta una reconciliación con la vida. Si en una de las primeras secuencias Gil habla de su sensación de haber nacido “demasiado tarde”, poco a poco se convence de que solo desde el presente tiene la oportunidad de crear. La historia amorosa que se asoma hacia el final es casi una enmienda a su ruptura con la vital Annie Hall.

Si alguien dentro de cincuenta años filmara Medianoche en París, podría incluir a Allen en el grupo de los artistas que moldearon el mundo. Nosotros, mientras tanto, creemos más interesante discutir si esta película es mejor o anterior que la previa, para luego concluir que ninguna es tan buena como las de los años setenta y ochenta. Es la miopía del presente y una tara de la civilización. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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