Metafísica del dolor

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Veintiún gramos es el peso de la vida, o del alma, o de aquello que por cualquier otro nombre dicen algunos que se pierde al morir. Todo en esta premisa —falsa o cierta, no es el punto— es de naturaleza mística y tiene implicaciones éticas. Parte y desemboca en el ámbito de las Ideas, y se antepone a la realidad sensible. Esta realidad es truculenta, necesariamente imperfecta, pero, a la luz de la abstracción que la acoge, revela un sentido final. Casi siempre, un sentido edificante y sublime.
     Por todo lo dicho, 21 gramos es el nombre elegido para la segunda y esperada película de Alejandro González Iñárritu, quien, en colaboración renovada con el guionista Guillermo Arriaga, ha elegido privilegiar las ideas (las Ideas) en aras de una narrativa más cercana a la mundanería. Las directrices filosóficas de la cinta —desde un principio, el sustento de su campaña publicitaria— han predispuesto al público a entender la cinta como una fábula sobre la vida, la muerte y las resurrecciones simbólicas, que utiliza el argumento y los personajes como vehículos y medios de exposición. Lo inverso, por lo tanto, queda más o menos anulado: 21 gramos no es una historia con fin narrativo en sí mismo, de la cual las conclusiones y experiencias se desprendan como una consecuencia al margen.
     Uno querría evitarlo, pero el caso particular lo exige: para internarse en 21 gramos —incluso en su mera reseña— hay que hablar de Amores perros como antecedente y referencia: simplemente, aquélla no existiría sin ésta. Primero por las razones obvias: el éxito avasallador de su ópera prima le permitió a González Iñárritu filmar su segunda película en condiciones inéditas para un director mexicano, como tal desconocido en su país, ya no se diga el extranjero. Cuando la productora Focus Features decidió hacerse cargo del financiamiento de 21 gramos, el director ya había decidido las condiciones creativas de su proyecto: la elección del casting y las locaciones, el guión intocable y el derecho al corte final le correspondían sólo a él. Nada de esto se pondría a discusión. Se trata —así la ha calificado—, de la primera película en Hollywood concebida por mexicanos, en donde la injerencia estadounidense se limita a la inversión del capital.
     Los otros vínculos con Amores perros —los que interesan más allá del cliché del “mexicano que conquista Hollywood”— son los que mejor explican los altibajos de 21 gramos. Son también los que podrían comenzar a definirlo como autor, y cuya reincidencia es clave para someterlo o no a un juicio a veces perjudicial, a veces halagador.
     Mucho tiempo antes de su estreno, lo único que se sabía de la cinta era que el azar volvía a ser protagonista en la forma de un accidente automovilístico. Otra vez —corrían los rumores— las vidas de tres personajes se verían entrelazadas como consecuencia de una fatalidad. Cada vez que se lo cuestionaba al respecto, el director respondía con un enfático: “No es lo mismo.” La estructura de 21 gramos, proseguía en su defensa, era un logro atribuible a la valentía de Arriaga: ni rastro de narrativa lineal, simultánea o de episodios con cronologías que se rozan. Lo que en Amores perros era una trilogía de relatos convergentes, en 21 gramos significaría la descomposición de un mismo argumento en partículas mínimas que sólo adquirirían sentido vistas en su totalidad. La expectativa se cumplió. A contracorriente de la tendencia más comercial del cine —inclusive del que corre riesgos, el que se niega a pactar con la flojera del espectador—, 21 gramos es el tipo de película que no existe sin un público que pone el intelecto y participa.
     Que éste sea uno de los logros de la cinta impide ser explícito en la revelación de su argumento: los implicados son una mujer (Naomi Watts) cuya vida familiar destrozada deriva en autodestrucción; un profesor de matemáticas (Sean Penn) que, después de estar desahuciado, recibe un transplante de órgano, lo que paradójicamente deriva en una fatalidad mayor; y un ex convicto convertido a fanático religioso (Benicio del Toro), cuyo papel en el argumento es el hacer de pivote en el cambio de vida de los otros dos.
     González Iñárritu se confirma en 21 gramos como un director de actores al nivel de cualquier consagrado. La virtud en la que coincidían sus colegas cercanos al proceso de creación del personaje —”director del método” lo llamaban, emparentándolo sin reparos con Polanski o Altman— es evidencia de la compenetración emotiva del director con sus personajes, y de lo que él mismo ha calificado como la “tortura de dirigir”. La estética de 21 gramos es indisociable de su carga emotiva. Esto es atribuible a la fotografía de Rodrigo Prieto —con cámara en mano de principio a fin, creando una sensación contagiosa de vulnerabilidad— y a la dirección de arte de Briggitte Broch, que refleja los distintos estratos sociales de los personajes, a la vez que los unifica en su condición de infelicidad compartida.
     En una cinta que en su totalidad no puede ser sino calificarse de intensa, quizá la intensidad exacerbada es justamente su talón de Aquiles. Que cada uno de los retratos de vida esbozados antes suene sobrecargado de dramatismo y tragedia es el costo de que los personajes existan para ajustarse a abstracciones preconcebidas y no, en cambio, para habitar sus propias vidas —las clases de matemáticas de uno, la rutina familiar de la otra, hasta la vida carcelaria de aquél—, con todo y sus momentos superfluos, que son todo menos banales en el contexto de una existencia plena, y claves para entender la tragedia de su interrupción abrupta.
     Y es aquí donde los 21 gramos abstractos —y el peso del alma, y de la vida, y de todo aquello sobrehumano y divino— acaban cargándole a la cinta su equivalente en toneladas de gravedad narrativa. La aplastan bajo el peso de un dolor concentrado que, a fuerza de reiterarse en clímax y catarsis sucesivos, no encuentra en el espectador asideros inmediatos en su memoria emotiva —por ley de probabilidades, y no por ello intrascendente, mucho más serena y feliz. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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