Ayer, el cine Palafox de Madrid cerró sus puertas para siempre. Lo despedimos entre aplausos al terminar Casablanca. Bogart y Bergman se decían adiós al pie de una avioneta con las turbinas en marcha, y nosotros nos marchamos de allí cabizbajos, como quien deja atrás un gran amor.
Casablanca es una película de 1942, pero, en muchos sentidos, es plenamente actual. Dice Wikipedia que se trata de un “drama romántico”, pero el amor ocupa un lugar casi secundario en la trama. Rick no es solo un hombre enamorado. Es un tipo que guarda bajo siete candados de cinismo un compromiso inquebrantable con el liberalismo. Que luchó en Abisinia contra el fascismo italiano, y en la guerra civil española, contra Franco. Para sobrevivir, Rick ha vestido de nihilismo al idealista que lleva dentro, y que solo se dejará ver cuando ya es demasiado tarde para que el espectador se rehaga, asomando por las mangas de una gabardina que empuña una pistola.
Rick deja partir a Ilsa para no volver a verla porque la resistencia necesita a Victor Laszlo. Todos los vértices de ese triángulo amoroso que forman los protagonistas de Casablanca lo entienden y lo comparten. Ilsa apenas derramará alguna lágrima mientras Rick le explica la decisión que ha tomado por los tres, y partirá rumbo a América asintiendo a su destino y esbozando una leve sonrisa.
Así, lo que parecía un drama romántico ubicado en el contexto de la Segunda Guerra Mundial se nos revela, de golpe, como una película crudamente política, con una historia de amor como recurso de la narración. Pero Casablanca no es un film bélico y tampoco tiene que ver con la rivalidad nacionalista. No puede reducirse al enfrentamiento entre la Francia libre y la Alemania del Tercer Reich. Casablanca retrata, en 1942, un mundo globalizado por la guerra, en el que coexisten dos cosmovisiones en pugna.
Esto es lo que convierte el clásico en una película contemporánea. Cuando Laszlo hace sonar la Marsellesa para ahogar la voz de los soldados alemanes que entonan Die Wacht am Rhein en el salón de Rick, no estamos asistiendo a un duelo nacionalista, sino a la constatación de una fractura mundial que tiene que ver con dos sistemas de valores. El nazismo representaba una amenaza contra la democracia liberal, del mismo modo que hoy, el autoritarismo populista reta los principios de ese liberalismo reconstruido tras la victoria de los aliados en 1945.
La causa de Laszlo, de Ilsa, de Rick, es la misma causa de los que hoy defienden la vida en sociedades abiertas, de los que creen en el pluralismo, de quienes apoyan a los refugiados. Y Casablanca nos dice que esa razón ha de estar por encima de las pasiones del individuo. Incluso por encima del amor. Hoy como ayer, contemplamos una batalla que tiene que ver con los valores. Se ha tratado de analizar y diseccionar cada aspecto de los votantes de los candidatos populistas del siglo XXI: clivajes socioeconómicos, generacionales o geográficos han resultado insuficientes para explicar el fenómeno.
Todos tenemos algún amigo con estudios superiores y un buen trabajo que de la noche a la mañana se ha hecho admirador de Trump. Piensa que la inmigración es una amenaza contra el modelo de vida occidental, aunque los únicos extranjeros que ha visto son los que le planchan las camisas y le cortan el césped.
Cree que la emancipación de la mujer ha ido demasiado lejos y tiene la percepción de que el mundo se ha llenado de feminazis que por menos de nada lo acusan a uno de violencia machista. No importa que las estadísticas digan que la mujer sigue estando discriminada, porque rechazan también la veracidad de las noticias y la opinión de los expertos. Y algo parecido sucede con los homosexuales, no digamos ya con los transexuales, que con sus demandas de igualdad y sus campañas publicitarias pervierten y confunden a nuestros hijos.
El mundo globalizado de 2017 es un escenario protagonizado por un conflicto de valores, del mismo modo que aquella Casablanca mestiza y libre nos presentaba las tribulaciones de una resistencia liderada por un checoslovaco al que interpreta un austriaco, casado con una chica de Oslo a la que dio vida la sueca Bergman y unidos por el destino con un neoyorquino rebelde. Aquella película de 1942 destilaba los valores imperecederos del liberalismo que hoy se discute.
Bogart tenía que dejar partir a Ilsa junto a Laszlo. Como después John Wayne, en El hombre que mató a Liberty Valance, será el héroe discreto, sacrificado por el honor del tipo que se llevará a su amada. Y aunque dure la tristeza del amor derrotado, en nuestro pecho resonará eternamente aquella Marsellesa cosmopolita, libérrima, de casinillo, que atronó el Rick’s
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.