The Crown, la realeza como replicantes de Blade Runner

La serie de televisión de Netflix está más emparentada con Never Let Me Go, Westworld y Blade Runner que con Downton Abbey.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Obnubilados por el prejuicio, sería fácil descalificar a The Crown como un intento algo tardío de Netflix (vía Left Bank Pictures) por producir una variante en esteroides de Downton Abbey, el exitoso culebrón británico creado por Julian Fellowes que se transmitió por ITV y PBS de 2010 a 2015. Los elementos en común saltan a la vista: usos y costumbres de la realeza y burguesía británica del siglo XX como tema principal, producción orientada a magnificar el ornamento y filigrana de mansiones y palacios, paisajes hermosos, actuaciones grandilocuentes de histriones consumados y melodrama, mucho melodrama en torno al conflicto entre individualidad y tradición que padecen los protagonistas principales de ambos programas.

La serie escrita por Peter Morgan, sin embargo, se revela como un animal más ambicioso tras los capítulos iniciales. Estos apuntes intentan dar algunas pistas sobre las razones por las que The Crown es un trabajo temáticamente más cercano a obras como Blade Runner, Never Let Me Go o Westworld que al teleteatro de época que asociamos con cierta producción cultural del Reino Unido.

1- En 1954, Francois Truffaut, crítico de cine que a la postre se convertiría en uno de los directores emblemáticos de la nueva ola, publicó el ensayo “Una cierta tendencia del cine francés” en la revista Cahiers du Cinema. En el texto, Truffaut exponía que unos de los problemas que aquejaban a las películas galas de la época era que una buena parte de los realizadores en activo estaban atrapados por un sistema que redundaba en un cine de cierto mérito literario, con altos recursos de producción, cuidadosamente fotografiado, pero casi siempre estéril y aburrido. Truffaut denominó a esta escuela como “la tradición de calidad”, si bien en años posteriores sería conocida despectivamente como “cine de papá”. Resulta casi imposible no pensar en este “cine de papá” al ver el primer capítulo de The Crown. Si bien desde un inicio The Crown es pródiga en mostrar exteriores  espectaculares –“el cine de papá” francés era un tanto reacio a abandonar los estudios–, en el fondo la estética y dinámica narrativa del programa contrastan con la agilidad e inmediatez que caracterizan el grueso de los relatos de la televisión reciente, en especial la producida por Netflix.

Con un costo de más de 100 millones de dólares (quizá la serie de televisión más cara de la historia), inspirada por la obra de teatro The audience y concebida  para durar seis temporadas, The Crown cuenta la biografía de Isabel II (Claire Foy), desde el matrimonio con el príncipe Philip Mountbatten (Matt Smith), para luego seguir con la coronación en 1947, las audiencias con trece primer ministros, hasta, suponemos, sus últimos días (la reina cumple 91 años de edad en abril, por lo que no es descabellado pensar que la temporada seis se centre en su muerte y la ascensión del príncipe Guillermo como rey de Inglaterra). No hay un momento en que el dinero gastado no se refleje en pantalla. Por momentos, la ampulosidad raya en lo ridículo, sobre todo en los primeros episodios dirigidos por Stephen Daldry, donde la realeza cabalga por montes de belleza abrumadora y toma té en interiores de detalle imposible.  La suntuosa fotografía de Adriano Goldman y la música “batmanesca” de Hans Zimmer (el compositor consentido de Christopher Nolan) crean un combo preciosista que casi orilla al espectador a conmoverse de manera obligatoria. El efecto es molesto, pues no hay tensión dramática que acredite el hambre épica con la que se desdobla el relato. Con esos recursos, bien podríamos ver a un perro salchicha correr por la playa y el resultado emotivo sería prácticamente el mismo.

En contraste con el despliegue de producción –entendible en términos mercadotécnicos: el equivalente televisivo del “cine de papá”, como lo demostró Downton Abbey, atrae público–, The Crown muestra con contención la “desesperación silenciosa” de los miembros de la realeza británica.

En entrevista con Radio Times, Peter Morgan –quien además de ser autor de The Audience, escribió The Queen, la cinta de Stephen Frears que describe la  tensión en el Palacio de Buckingham tras la muerte de la princesa Diana– explica la intención ulterior de la serie:

“A través de los ojos de la reina, podemos ver la historia completa de la segunda mitad del siglo XX. La corona es una cárcel que inflige un abuso profundo en quien la porta. Muchos encuentran ofensiva a la corona y sólo ven lujo y ostentación, pero yo concibo a los miembros de la familia real como víctimas. Desde el punto de vista humano, su dolor es lamentable; como dramaturgo, por otro lado, me parecen absolutamente fascinantes.”

La realeza escrita por Morgan no sólo está predestinada a cumplir roles con el objetivo de perpetuar la estabilidad institucional de Inglaterra, sino que en un giro relevante para una audiencia influida por el morbo de los reality shows y las narrativas vicarias de los videojuegos y universos infantiles, también funcionan como juguetes de una sociedad que se divierte al contemplar las vicisitudes que deben atravesar en nombre de un imperio que ya no existe. 

2-  Entramos a las vidas de los personajes de The Crown como si hubieran existido siempre. Los vistazos a su trayectoria se reducen a flashbacks de anécdotas clave con maestros y familia que les servirán para lidiar con asuntos propios de su cargo, como la lección sobre la doble naturaleza de la corona en el episodio donde la reina debe reprender a Churchill (John Lithgow, en efectiva sobreactuación calculada para figurar en las entregas de premios).  Esto quizá cambie en las temporadas siguientes, pero hasta ahora no sabemos cómo Isabel II se enamora de Mountbatten, ni cómo fue el proceso interno del rey Jorge (Jared Harris, soberbio) para aceptar la corona, o la manera en que la reina madre se consolidó como la mano que mece la cuna del personal del palacio. A primera vista, la dinámica de reducir la historia de los protagonistas a unas cuantas viñetas pareciera evidenciar un inadecuado desarrollo de personajes. La percepción, no obstante, ayuda a crear un afortunado efecto robótico, como si los miembros de la familia real fueran replicantes como el que interpreta Sean Young en Blade Runner, cuyos recuerdos eran unos cuantos momentos de excepción plasmados en un par de fotografías. De igual forma, esta naturaleza postiza se evidencia en los conflictos cotidianos. La tragedia de la princesa Margarita, la hermana liberal de Isabel II que debe abandonar a su amado plebeyo por la salud de la corona, no estriba tanto en sacrificar la libertad y el amor por el deber, sino en la inevitabilidad de escapar de su destino: una vez que se acomodan las piezas del rompecabezas, queda la impresión de que  todo era parte de un plan maestro que la realeza debía desempeñar frente un pueblo hambriento de escándalo e historias rosas. Hay algo casi inventado en la pasión amorosa de Margarita por el coronel Townsend (un héroe militar de estampilla, como sugiere la reina), así como en la atracción fulminante de Eduardo VIII (Alex Jennings) por Wallis Simpson. Sí hay intensidad, en cambio, en los ojos del rey cuando descubre  que ha sido víctima de los engaños de sus médicos y ha sido el último en enterarse de que padece de un cáncer terminal. El miedo también está presente en los ojos de la reina cuando cobra conciencia de la pobre manera en la que ha sido educada. El problema, deduce, no es que carezca de conocimientos, sino que existe todo un sistema que la ha privado de ellos para que pueda desempeñar sin independencia  el rumbo que ha sido planificado para ella. A la potencial líder se le enseña desde pequeña que su naturaleza real emana de Dios, y que esto la hace superior al resto de su reino. Es una mentira: Isabel II descubre que el control reside en otros y que su carencia de poder e ilustración es precisamente lo que la hace útil. El impacto triste de este descubrimiento recuerda a los clones de Never Let Me Go (la novela de Kazuo Ishiguro posteriormente llevada a la pantalla por Mark Romanek) y, de manera más reciente, a los robots de Westworld, víctimas de unos dioses que disfrutan de su sufrimiento constante.

3- Muchos perciben a los habitantes del Palacio de Buckingham como unos parásitos que viven a expensas de los demás. Morgan nos muestra que la familia real es una víctima de una trama diseñada para satisfacer los deseos oscuros del pueblo. En un orden mundial que parece festejar con brío renovado la imposición del más fuerte y la humillación del otro, es una lección de empatía pertinente.      

+ posts

Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: