Si no lo hubiera leído en un reciente número de The New York Review of Books no lo habría creído. Y menos aún imaginado. Tres diferentes videojuegos confeccionados en Ucrania por la firma GSC Game World han tomado como inspiración la película de Andréi Tarkovski Stalker y se han vendido en grandes cantidades por todo el mundo, más de treinta años después de la realización de ese filme y pasados casi veintiséis de la muerte del gran cineasta. Como no soy consumidor de tales artilugios infantiles (muchos de ellos hechos, según creo, para uso de adultos), me veo incapacitado para juzgar la fidelidad de los ucranianos a la metafísica de aquella extraordinaria fábula futurista, situada en una hermética Zona llena de charcos. Tarkovski murió joven, con 54 años, y su vitalidad ha crecido póstumamente, convirtiéndolo, por encima de las chorradas de la PlayStation, en un referente clave de la cinematografía del silencio, rama tan antigua como el mismo cine pero hoy –por contraste con el griterío estridente de las últimas tecnologías fílmicas– muy en boga entre las minorías, entre las que me cuento.
Como suele pasar con los muertos, sobre todo si son sublimes y prematuros, la herencia de Tarkovski está muy disputada; directores remotos, desde Tailandia a Islandia, reclaman su paternidad, aunque, lógicamente, los hijos putativos le salgan con más facilidad en su Rusia natal. Aleksandr Sokurov pasa por ser el primogénito indiscutible, pero una buena parte de la crítica internacional saludó en el año 2003 la aparición de un joven director siberiano, Andrey Zvyagintsev, como la llegada del heredero del dios muerto. La película que dio pie a esa filiación apresurada se llamó Vozvraschenie y se estrenó en España bajo el título de El regreso, y, a mí mismo, quizá contaminado entonces por el qué dirán, me parecieron un poco tarkovskianas la gravedad sintomática de los niños, tan importantes en las primeras obras del maestro, la lírica desnuda del paisaje, la parsimonia. Se trataba en cualquier caso de una primera obra de notable calidad, que ganó premios importantes pero no por ello hizo de Zvyagintsev un nombre familiar entre los cinéfilos. Ahora, tras haber filmado en 2007 otro largometraje no estrenado aquí, ha llegado en medio del verano más tórrido su tercera película, Elena, para convencernos de dos cosas: Zvyagintsev es como mucho un sobrino segundo de Tarkovski, y tiene un talento refinado y hondo, sutil y fosco, que le pone en riesgo de ser orillado entre las modas de temporada y los indies rutilantes. Baste con decir que Elena, mostrada en el festival de Cannes del año 2011 (aunque no en la sección oficial a concurso), pasó allí bastante desapercibida, mientras que bodrios del tamaño de El árbol de la vida de Malick o aplicados ejercicios formalistas como Drive, Take Shelter o The Artist eran, además de premiados, enaltecidos.
En una entrevista con motivo del estreno de El regreso, Zvyagintsev, después de contar sus inicios como actor, estudioso del jazz y accidental realizador de videoclips, manifestaba su gran admiración por La aventura de Michelangelo Antonioni, un filme que, venía a decir, había él prefigurado antes de verlo en una clase del Instituto de Cinematografía de Moscú, o, tal vez, el propio Antonioni realizó pensando en espectadores como él. Lo cierto es que en la construcción del encuadre y en ciertas medidas del tempo narrativo, el cineasta siberiano parece más antonioniano que tarkovskiano, si bien hay en Zvyagintsev una resonancia litúrgica imposible de encontrar en la filmografía del italiano, el más materialista y descreído de los grandes del cine de su época.
Claro que la liturgia y hasta los rasgos de devoción que hay en la trama pueden ser emanaciones documentales del marco histórico, la Rusia actual, que el director refleja en su historia. Y es que Elena, a partir del momento en que deja de importarnos su drama familiar y el apunte de intriga criminal, se define como una rica y ambigua parábola contemporánea, ofreciendo, en ese espléndido final del bebé encima de la cama del muerto involuntario que ha traído la riqueza a sus padres, el corolario de una sociedad sin valores, sin héroes, sin más finalidad que la supervivencia tribal de los individuos, adormecidos en la banalidad del entretenimiento doméstico representada por el perpetuo bucle de los programas televisivos al modo de una Tele 5 eslava.
Todo eso lo plasma Zvyagintsev con delicadeza y detenimiento, desde el arranque del filme con los pájaros en las ramas de un árbol (un plano que se repite casi simétricamente al final) hasta los ritos y acciones cotidianas (los desayunos, la iglesia, el gimnasio, la compra de los alimentos). A veces nos preguntamos el porqué de una duración que, en un cineasta tan preciso y exigente, no puede deberse a un descuido de montaje. Una cierta morosidad es intrínseca al arte del silencio, pero ¿qué puede significar el extenso plano en que la enfermera cambia las ropas de cama de Vladímir, que ha superado su accidente vascular y acaba de dejar el hospital? En ese inexplicable gesto plástico y en los pájaros posados sobre las ramas del árbol que hay junto a la casa donde se desarrolla principalmente la acción de Elena quiero ver el misterio de una teogonía. ¿La que fundó, sin sacerdocio, Tarkovski?
Un componente sorprende en esta fascinante alegoría de la corrosión moral. La música. El director ha elegido como continuo un movimiento de la Tercera sinfonía de Philip Glass, que puede parecer antitético y antipático. El crescendo repetitivo y un tanto hipnótico del compositor norteamericano funciona, sin embargo, estupendamente como melodía inquietante, tensa, desde que acompaña el primer viaje en tren de la protagonista Elena. Nos pone sobre aviso de que, bajo la superficie, no hay costumbrismo quieto ni naturaleza muerta en el sombrío drama pintado sin tremendismo, sin chafarrinón. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).