Cuando las cosas se mueven en círculos

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A finales de los años setenta la lisboeta Manuela Serra, que había estado estudiando cine en Bruselas entre 1971 y 1974, comenzó a rodar una película en Lenheses, una freguesía de Viana do Castelo a seis horas a pie de la ribera portuguesa del Miño. En la película retrata la vida de los habitantes del pueblo, el trabajo constante que exigen el campo y los animales domésticos, las relaciones entre los habitantes y la vida cotidiana que se ha llevado a lo largo de generaciones, o eso parece al verla. Serra tardó varios años en rodar la película, que se estrenó en 1985 con el título de O movimento das coisas y que ganó varios premios en festivales.

A pesar de los premios y del interés que despertó, y a pesar de que su directora formaba parte del grupo de nuevos cineastas portugueses, la película no llegó a saltar a los circuitos comerciales y durante casi cuarenta años y hasta su recuperación a partir de 2021 se ha mantenido como un hito oculto del cine portugués, que marca un camino pero es invisible. En la pasada edición del festival de cine documental Punto de Vista, que se celebra en Pamplona, hubo una proyección multitudinaria de la película seguida de un coloquio entre su directora y la también cineasta Mercedes Álvarez, elegida por su admiración confesa a Serra y por haber rodado la película El cielo gira, donde registra los que parecen los últimos días de Aldeaseñor, en la provincia de Soria.

Como en otras películas programadas en el festival, la de Manuela Serra mantiene un vínculo especial con el río, enaguado en este caso el Limia, que baja desde el orensano monte Talariño para surtir, entre otros, los campos de Lenheses, y que a veces se ha identificado con el mitológico Leteo, igual que se dice que Cádiz se levantó sobre La Atlántida. Esta leyenda del río cuyas aguas provocan el olvido contrasta con el empeño de la película en conservar, mediante la fotografía en movimiento, los últimos reflejos de un mundo que parece a punto de desaparecer.

Algunos de los más bellos planos de la película recogen a un barquero que cruza el río a última hora de la tarde, como un contorno de hombre sobre el agua que reverbera, montados de manera que esa soledad contrasta con la bullente actividad social que hay a pocos kilómetros, en el pueblo. Pero en realidad todos los planos de la película podrían considerarse algunos de los más bellos. Los primeros muestran la vida doméstica, organizada por las mujeres, por supuesto. La casa no se limita a la propia familia nuclear; se expande hasta un sistema de distribución de tareas y atenciones que se ha mantenido durante generaciones y que, como sabemos porque lo hemos vivido en los años posteriores al rodaje de la película, empieza a tambalearse. Las mujeres se desloman trabajando en las casas y en el campo. Los hombres trabajan fuera. Los niños corretean al aire libre. Hay citas recurrentes y móviles que los reúnen a todos (la misa, la cosecha, el entierro de un vecino, una fiesta).

Los niños, muchos, bajan en tropel a merendar. Una mujer hace pan (es asombrosa la pericia con que transforma la masa en una hogaza perfecta, con un giro de muñeca que parece el truco de un ilusionista). A partir de aquí veremos cómo comen, cómo siembran, cómo alimentan al ganado, y gran parte de lo que vemos, aunque se rodó hace cuarenta años, podría haberse rodado hace doscientos, si hubieran existido entonces las cámaras de cine. Hay una mujer joven que se peina frente al espejo y se arregla a la que también veremos trabajando en una fábrica, y es ese entorno el que nos da una pista del siglo en el que estamos. Es posible que las reservas que produjo la película y que obstaculizaron su distribución normal tuviesen que ver con la imagen que da de Portugal, como un país anclado en décadas anteriores del siglo XX. A veces parece que la película podría haber sido rodada en los años cincuenta. Lo cierto es que muchos pueblos de Portugal y España han dado esa sensación hasta hace muy poco.

La película tiene trama, pero es una trama circular, a la que podríamos incorporarnos en cualquier momento. De la misma manera, los personajes se van pasando el protagonismo unos a otros a medida que transcurre el metraje. Quizá la joven trabajadora de la fábrica es el personaje que de manera más obvia lleva latente una historia que no se acaba de desarrollar. La vida que se retrata es dura, apenas concede descansos, aunque los personajes no aparecen quejumbrosos. Precisamente con lo circular tiene que ver una de las secuencias que más huella dejan: es el registro de una fiesta de la cosecha, para la que se necesita la ayuda de todo el pueblo y que no es solo quehacer sino también celebración. Los participantes cantan a la vez que hacen el trabajo. Se reparte comida y bebida. Las mujeres se han adornado especialmente, con diademas y flores. Es en esta secuencia donde el agudo ojo pictórico de Serra se hace notar de manera más evidente: hay primeros planos de mujeres que recuerdan a las pinturas de El Fayum, solo que con más viveza en los colores, menos ocres. El rubor de las mejillas de las mujeres hace pensar en pinturas babilónicas nunca vistas. Cuando cantan es como asistir a algo mágico, como ver que un retrato se arranca a cantar. Y los planos generales de la fiesta que está teniendo lugar hacen el milagro de traer a la memoria pinturas antiguas y animarlas. Es imposible asistir a esta fiesta y no pensar en La boda campesina de Brueghel el Viejo, y ver cómo todos los personajes que conocemos congelados se levantan y se ponen a bailar. Aquí Manuela Serra hizo magia. El gesto de encuadrar con las manos, cuando se está preparando un plano, abre en el espacio un hueco donde se incrustará el tiempo. ~

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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