Cuento de navidad

"Ojalá te hubiera conocido antes para dejarte embarazada a ti. Me río, pero él está serio. Es el peor piropo que he escuchado; creo que es lo más bonito que me han dicho este año."
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Como si la tormenta que hay dentro de su cabeza hubiera al fin trascendido el mundo de las ideas y escapado del cráneo, el pelo se retuerce con rabia sobre la coronilla, y luego cae derrotado tapando la frente. A veces se lo aparta con la mano y entonces se ven mejor los ojos, rojos y vidriosos, que me hacen pensar en esa canción de Wilco: “Red-eyed and blue”. Los abre mucho cuando habla, y mira como miran los niños cuando están asustados. Pero ya no es un niño. Le cuelgan de las orejas unos aros de buen diámetro, plateados, de esos que llevan los vascos y los punkis de mi barrio. Es que soy antifascista, me aclarará.

Camina encorvado dentro de un abrigo de plumas, haciendo eses por la calle Génova. Yo me he despedido de mis amigos en Honky Tonk: mañana me voy de viaje, así que esta noche no puedo liarme demasiado. Son las tres y media de la madrugada, casi Navidad, y Madrid es una fiesta de empresa. Más vale que busque un taxi. Voy cantando, siempre voy cantando, con los auriculares puestos. Y él me dice algo. Paro la música. ¿Me hablas a mí? No sé por qué no he pasado de largo. Pierde el equilibrio y se vence sobre una pared de cristal: es la sede del Partido Popular.

¿Estás bien? Ten cuidado. ¿Cómo te llamas? Se llama Juan, aunque sus colegas le llaman JB. No sé dónde están. No sé de dónde viene. Dice que parezco superguay en verdad, pero desconfía: eres una pija. ¿Pija? Soy de Moratalaz. Es imposible que seas de Moratalaz. Claro que soy de Moratalaz; de hecho, vivo en Moratalaz. ¿De dónde eres tú? Del barrio de la Concepción. Ah, yo he vivido mucho tiempo en el barrio de la Concepción. La coincidencia le parece una tomadura de pelo. En serio, en la Avenida Donostiarra, justo enfrente del Bikila. Y abre mucho los ojos.

Avanzamos juntos con cierta dificultad. Cruzamos la plaza de Colón. Lleva unos calzoncillos bonitos, de un color cercano al del salmón, aunque no sé nada de tonalidades. Los pantalones le resbalan hasta la mitad del fémur, y a cada poco tiene que pararse para subírselos. Le avergüenza el modo en que lo mira la gente y a veces se mete con la gente. Yo me disculpo y me lo llevo enseguida. Será mejor que lo acompañe hasta su casa.

Acaba de volver de Londres, donde ha pasado cinco años, y odia tener que vivir otra vez con su madre. No pasa nada: yo también volví con mi padre después de romper con mi novio. Parece dudar. Me pide que le dé la mano. Somos la pareja más improbable que han visto las aceras de la calle Goya. Su padre no está. Nunca ha estado. Habla de él con rencor y desprecio. Su madre crió cinco hijos sola y Juan es el mayor: tiene 28 años. Estudió periodismo, pero durante un tiempo se dedicó a trapichear con drogas. Ha tenido problemas con la cocaína; probablemente, irse a Inglaterra fue su adiós a todo eso. Pero ha regresado a Madrid y sus fantasmas lo visitan de nuevo. Nada ha mejorado.

A veces se atasca o no encuentra palabras para expresar una idea, y me atrevo a completar sus frases. Le parece que le leo el pensamiento, pero es solo que he visto a otros como él. Me abraza, y al hacerlo el plumas se comprime y se desinfla, envasando a Juan al vacío: eres superguay, en verdad. Todos los que hemos crecido en el extrarradio de la ciudad conocemos decenas de historias así: las de nuestros hermanos, nuestros amigos, nuestros vecinos. Pero nadie habla de esa generación perdida, hija de un país fracasado en la provisión de educación, de empleo y de esperanza.

Juan quiere conocer mi historia, pero no se la puedo contar. Lo que me ha pasado en el último año es tan extraño que jamás podrá contarse. Miro hacia arriba ―las luces de Navidad están apagadas y dejan ver las bonitas cornisas de los edificios del barrio Salamanca―, hago un repaso mental de 2022: todo lo de Jorge ―y es tanto―, el terremoto profesional y enamorarme del único hombre del que cualquier lectora del ¡Hola! sabe que no te puedes enamorar. Lo vi el otro día, después de un mes. Estaba muy guapo, pero ya no es igual. Me preguntó si todavía se envían christmas, ¿tú envías christmas? No envío christmas. Ha sucedido otra cosa, pero esa no la puedo ni esbozar. Transito entre dos mundos que se ignoran entre sí: uno al que nunca perteneceré, otro al que he dejado de pertenecer.

De todos modos, mis tribulaciones son una birria comparadas con las de Juan. ¿Por qué has vuelto a Madrid? A la altura de Manuel Becerra se echa a llorar. Juan va a ser padre de una niña que se llamará Luna. En febrero. Ha dejado embarazada a una chica dominicana que conoció en Londres, de borrachera. No quiso abortar. Y Juan ha salido corriendo. No había futuro, no había cariño y no había dinero; pero Luna va a nacer igual, y no hay un agujero en la Tierra, no hay botella de J&B ni gramo de cocaína donde pueda esconderse de esa verdad. No hace falta que me lo diga: a Juan le aterra convertirse en su padre.

Apoya la frente en mi hombro y le sujeto la cabeza, hundiendo mis dedos en la espesura de sus rizos. Balbuceo algo contra la fatalidad y el destino, digo algún consejo torpe y unas palabras de ánimo, sinceras, que parece dar por buenas: ojalá te hubiera conocido antes para dejarte embarazada a ti. Y abre mucho los ojos. Me río, pero él está serio. Es el peor piropo que he escuchado; creo que es lo más bonito que me han dicho este año.

Al llegar a Ventas, rodeamos la plaza para subir las escaleras que llegan a la Avenida de los toreros. Hay un coche aparcado con la radio encendida y los cristales empañados. Juan dice que cuando era más joven solía ir allí a follar con las chicas. Yo recuerdo el Renault Clio de mi primer novio: qué incómodo todo y qué frío. Sugiere que gastemos una broma a los ocupantes, pero consigo disuadirlo.

Poco después llegamos a su portal. Son casi las seis de la mañana de un sábado en el que había prometido no liarme. Juan está empeñado en llevarme a casa en su coche, pero eso no puede pasar. Protesta. Le digo que descanse. Me abraza de nuevo, otra vez intenta besarme: eres superguay, en verdad. Me voy. Retomo el plan de coger un taxi hacia Moratalaz. Desando el camino hasta Ventas, allí encontraré uno. Las calles están oscuras, vacías y en silencio, salvo por el camión de la basura, y pienso que me sentía más segura en compañía de aquel yonki desconocido.

No sé qué va a ser de Juan. No sé qué va a ser de Luna. Pero esta tarde he vuelto a pasar por su portal y le he dejado un christmas en el buzón. Espero que cuando lo vea abra mucho los ojos. Espero que le parezca superguay, en verdad.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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