El caso del colegio mayor Elías Ahúja: Solo hay poder

La polémica del colegio mayor es un mcguffin gigante que sirve a la trama política para avanzar hacia su año electoral, y las reacciones políticas y mediáticas de estos días, una formidable exhibición de poder.
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Los artículos de los opinadores que se han atrevido a ir a la contra en el caso del colegio mayor Elías Ahúja contienen a menudo una autoexoneración; no vaya a ser. Da una idea de lo mal que está la cosa. El disclaimer tipo es una muestra de rechazo a los gritos proferidos por los estudiantes: la zafiedad, el machismo, todo eso. Lo entiendo. Yo también quisiera comenzar mi texto con una advertencia: no busquen aquí ninguna condena, no vengan con balanzas de equilibrio, no me encontrarán la adversativa ni los matices. Cuéntenme del lado de la chavalería.

Vivimos en un país asfixiante, donde no hay espacio para la transgresión, no hay tiempo para los juegos y hasta los códigos de la cultura juvenil, que antes transcurría fuera del campo de visión de los adultos, se interpretan desde un rigorismo como de clérigo wahabí. Quizá no sea la tiranía más siniestra, pero sí es la más vulgar, la más deprimente, esta de la literalidad.

Hay que estar muy ebrio de ideología y de secta para pensar –o para aparentar que se piensa– que los cánticos de esos pobres desgraciados constituyen un programa de acción. Y había que estarlo para creer que Iglesias anunciaba la voluntad de comisión de un delito cuando dijo que azotaría a no sé quién hasta que sangrara. O que la ministra Montero hace apología de la pederastia. Pero hay una diferencia: que estos muchachos no son representantes públicos.

Tuve la suerte de ser adolescente en un tiempo en que las cosas de los adolescentes quedaban al margen de este panóptico de la virtud pública. Los chicos que nos gustaban atropellaban viejas en la Play Station y buscaban bukakes en Internet. Mis amigas se sabían todas las canciones procaces del emergente reguetón. Sin graves consecuencias morales conocidas.

Pero no quisiera demorarme más en la hipocresía que rodea el caso, porque corremos el riesgo de desviarnos de lo importante. Lo del colegio mayor es un mcguffin gigante que sirve a la trama política para avanzar hacia su año electoral, y las reacciones políticas y mediáticas de estos días, una formidable exhibición de poder.

Decíamos que los estudiantes no son representantes públicos y, sin embargo, se los ha fiscalizado como si lo fueran. También a las presuntas víctimas que han salido en su defensa, despachadas con el desdén que inspira un obrero de derechas: la jerigonza de la falsa conciencia. Los ha fiscalizado incluso el presidente, que se supone que está para lo contrario, rendir cuentas.

La misma semana que el Gobierno y la oposición han pactado una subida de rentas del 8,5% para sus electorados cautivos; la misma semana que hemos sabido que en 2023 habrá 20.000 millones más para pensiones ―la mitad del gasto público― y apenas 400 para becas; la misma semana que las estadísticas recuerdan que los jóvenes son el grupo de edad con mayor riesgo de sufrir pobreza, el escándalo está en un colegio mayor.

Ni Maquiavelo ni Nietzsche ni Canetti ni Foucault: si quieren saber lo que es el poder, miren cómo todo el aparato mediático y bipartidista de este país se coordina, en bellísima coreografía, para aplastar a unos chicos con granos. La verticalidad da vértigo.

La función histórica de la juventud ha sido importunar a sus mayores, incordiar a la autoridad, cuestionar lo establecido. Los universitarios franceses montaron mayo del 68 porque no podían dormir con las chicas en las residencias de estudiantes. “El problema sexual de los jóvenes”, lo llamó Cohn-Bendit. Hoy es el poder el que se dedica a putear a los chavales. No es ya que la revolución sea impensable, es que al paciente, España, no hay quien le encuentre el pulso.

Después del verano del consentimiento y las campañas institucionales de sumisión sin química pero con nuestros impuestos, ha quedado claro que aquí no hay más aguja hipodérmica que aquella de Laswell. Y si vieran a alguien levantar un adoquín, no se confundan: las huelgas son ya cierres patronales, los programas de humor hacen chistes a favor de obra ―o sea, sin gracia―, el compromiso es sanearse las puntas y el activismo, quemar cosas en pasamontañas a la voz de un tipo con cara de quelonio, cortinilla y gafas de pasta: ¡Apreteu! Las únicas revueltas que se admiten son las del oficialismo, que no subvierten, sino apuntalan.

El problema, claro, es de libertades. Y, donde no hay libertad, solo hay poder. Yo tuve la tentación de tomarme el asunto a cachondeo, pero inmediatamente me vino a la cabeza aquello de La Codorniz: “Tiemble después de haber reído”, y se me heló la sonrisa en la cara.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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