Algunos hombres que ríen y el arte de contar historias

Ciertas sonrisas resultan inquietantes. Victor Hugo publicó su novela El hombre que ríe hace un siglo y medio, pero la perturbadora sonrisa que aquel personaje tenía fijada en el rostro se sigue reproduciendo en historias de la actualidad.
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En la tormentosa noche del 29 de enero de 1690 –hace un mes y 330 años– un barco se alejó de la isla de Portland, en el sur de Inglaterra, dejando en la rocosa costa a un niño de diez u once años. Ese abandono era la última crueldad que los tripulantes de aquella embarcación ejecutaban contra ese niño: antes le habían mutilado y deformado el rostro para dejarle fija en la cara una sonrisa monstruosa y convertirlo así en un fenómeno de feria. El niño se llamaba Gwynplaine.

Con ese episodio comienza la acción de El hombre que ríe, novela de Victor Hugo publicada en 1869. En esas primeras páginas, el autor francés describe a los comprachicos, “una horrible y extraña asociación nómada famosa en el siglo XVII, olvidada en el XVIII y olvidada al presente [el XIX]”. Los comprachicos (Hugo escribió esta palabra en español) “comerciaban con los niños. Los compraban y los vendían. […] ¿Y qué hacían con esos niños? Monstruos. ¿Por qué monstruos? Para reír”. Por supuesto, los hombres que abandonaron a Gwynplaine en aquella noche de tormenta eran comprachicos.

La existencia histórica de los comprachicos nunca pudo ser del todo confirmada. Un artículo publicado en 2015 en la revista española Historia de Iberia Vieja ofrece algunos hallazgos recientes que abonarían a la hipótesis de que sí existieron, pero quizá nunca podamos estar seguros de ello. Lo que sí sabemos es que, en la ficción del genio francés, Gwynplaine crece y, de adulto, se convierte en la atracción de feria que quienes lo desfiguraron habían previsto: “el hombre que ríe”, uno de los personajes más tristes de la literatura occidental.

 

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La historia del pobre Gwynplaine fue llevada al cine al menos en seis ocasiones, la primera en 1909 –una película francesa de la que no se conserva ninguna copia conocida– y la última en 2012, de la misma nacionalidad, protagonizada por Gérard Depardieu. La más conocida e influyente es la de 1928, dirigida por Paul Leni, producida en Hollywood, pero considerada una de las grandes exponentes del expresionismo alemán.

De esa película se destaca, sobre todo, la actuación de Conrad Veidt en el papel de Gwynplaine. Una interpretación que tuvo una influencia notable en el desarrollo de un personaje que en los últimos tiempos dio mucho que hablar: el Joker, el Guasón, el enemigo número uno de Batman. Se cuenta que sus creadores –Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson– querían crear un villano “extraño y memorable”, que “causara una impresión indeleble” a quienes lo vieran. Sin dudas, lograron su objetivo.

El Guasón apareció en el primer número de la revista Batman, publicada en la primavera de 1940 (el superhéroe había debutado en la revista Detective Comics en mayo del año anterior). Y en sus ochenta años de historia ha dejado varios hitos, sobre todo en la historia del cine, con encarnaciones brillantes como las de Jack Nicholson (en la Batman de Tim Burton, de 1989), Heath Ledger (en The Dark Night, Christopher Nolan, de 2008) y la reciente de Joaquin Phoenix (Joker, Todd Phillips, 2019).

 

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Algo que me parece muy curioso –y acerca de lo cual es probable que se haya escrito ya, aunque yo no encontré nada al respecto– es que Victor Hugo haya elegido, para titular su novela, la expresión “el hombre que ríe” (en francés: l’homme qui rit), cuando en realidad no se ríe casi nunca. Ya que la deformación le dibuja a Gwynplaine una sonrisa permanente en la cara me parece que una forma mucho más apropiada hubiera sido “el hombre que sonríe” (l’homme qui sourit).

Con ese título, El hombre que sonríe, hay una película italiana (L’uomo che sorride, dirigida por Mario Mattoli, de 1937) y también una obra de teatro del dramaturgo argentino Julio F. Escobar, de 1944. Un título parecido llevó en castellano una novela del sueco Henning Mankell: El hombre sonriente, de 1994 (el original es Mannen som log y al inglés se tradujo literalmente: The man who smiled, “El hombre que sonrió”). Quién sabe si fue la musicalidad de la expresión en francés o qué otro motivo llevó a Victor Hugo a elegir el verbo reír para designar al que se tornaría uno de sus personajes más conocidos. Tal vez alguno de los lectores de este artículo tenga la respuesta para esto que a mí me resulta una incógnita.

 

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La sonrisa, en cualquier caso, siempre ha sido objeto de reflexión, de preguntas e incluso de inquietud para los seres humanos. Muchísimos estudios científicos han demostrado que sonreír estimula la liberación de dopamina, serotonina y endorfinas, las llamadas “hormonas de la felicidad”. Esto significa que, en muchas ocasiones, somos beneficiarios de una suerte de círculo virtuoso: como nos sentimos bien, sonreímos, y debido a que sonreímos son sentimos aún mejor.

Esto tiene una consecuencia muy positiva: sonreír nos ayuda a sentirnos mejor, incluso cuando la sonrisa es forzada, no espontánea. En un experimento realizado hace algunos años, investigadores estadounidenses trabajaron con tres grupos de personas. Todas tenían que resolver algunos problemas que les causaban un cierto grado de estrés. A las personas de los grupos A y B les pidieron que, mientras ejecutaban la tarea, sostuvieran con la boca unos palillos: como resultado de esto, el gesto que se les formaba en la cara era el de una sonrisa (por supuesto, no genuina). A los miembros del grupo A, además, les pidieron de forma explícita que sonrieran; a los del B no les hicieron este pedido. La gente del grupo C resolvió los problemas sin tener que hacer nada con la boca.

Los resultados mostraron que todos los participantes “sonrientes” –los de los grupos A y B–, mientras se recuperaban de los ejercicios estresantes, mostraron frecuencias cardíacas más bajas que los del grupo C. En las conclusiones del trabajo, los investigadores anotaron que “estos hallazgos demuestran la existencia de beneficios fisiológicos y psicológicos al mantener expresiones faciales positivas durante situaciones de estrés”, aunque se trate de expresiones involuntarias.

Claro que la sonrisa también puede ser inquietante. En particular, cuando es tan forzada y poco genuina que parece fuera de contexto, como si la boca sonriera pero las demás facciones del rostro –sobre todo los ojos– no lo hacen. Algo que sucede, por ejemplo, en lo que los expertos en comunicación no verbal llaman la sonrisa maliciosa, típica de los villanos y psicópatas de la ficción. Pero también puede suceder en caras que han sufrido algún tipo de deformación, como la de Gwynplaine o la de ciertas versiones del Joker. ¿Acaso contribuirían con su estado de ánimo las sonrisas fijadas en sus rostros como una maldición?

 

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Hay, desde luego, otros hombres que (son)ríen, uno de los cuales es el más conocido para muchos lectores: el del cuento de J. D. Salinger (“El hombre que ríe”, The laughing man). Es uno de los relatos más bellos que conozco. El narrador recuerda que, cuando tenía nueve años, formaba parte, “con todo el espíritu de cuerpo posible”, del Club de los Comanches, un grupo de niños que todas las tardes practicaban deportes o visitaban algún museo en Nueva York. El grupo tenía un Jefe, un muchacho de veintidós o veintitrés años que, además de cuidarlos y guiarlos, les contaba una historia por episodios: la del “hombre que ríe”.

La ficción dentro de la ficción es una versión muy libre –o quizá mal recordada– de la novela de Victor Hugo, en la que un niño es raptado por unos bandidos chinos que le deforman la cara… En un sentido, el cuento puede leerse como un homenaje al arte de contar historias. Aparecen elementos fantásticos, como el hecho de que los personajes crucen regularmente “la frontera entre París y China”, y los arquetipos, como Marcel Dufarge, un detective a la Dupin que se convierte en la némesis de nuestro antihéroe. El arte de la narración se concentra en la figura del Jefe, diestro en la creación del suspenso y los cliffhangers, quien además es “un maestro en encender y apagar hogueras” (y se conoce la íntima relación entre las hogueras y la narración oral).

“Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo”, escribe Salinger en su relato, publicado originalmente en 1949 e incluido en su libro Nueve cuentos, de cuatro años después. Y me parece que es una excelente manera de definir a los grandes relatos y a los grandes personajes: historias que, como las de Victor Hugo o las de ciertos cómics, a tal punto las llevamos con nosotros y se han desparramado por todas partes que nos sorprendemos pensando en ellas cuando estamos sentados en una bañera o viajando en autobús o un minuto antes de quedarnos dormidos. Quizá precisamente porque nos hablan de cosas esenciales, tan esenciales como el efecto que puede tener sobre nosotros una sonrisa.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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