Las bodas de Cadmo y Harmonía es un laberinto y un tour por Europa. Desde Creta hasta Tebas, pasando por Olimpia. Roberto Calasso, su autor, despliega su peculiar talento para hilar (tejer y destejer, quizá) la historia y el mito, la necesidad y el deseo.
Con el tic que persigue la respuesta original a la pregunta de cómo comenzó todo, Calasso bordea las posibilidades del relato griego. Entre enigmas y revelaciones, el texto –parecido a un río subterráneo– llega a la meta: Olimpia. Dice el autor: “Como es la imagen de la felicidad, solo podía aparecer en la Edad de Oro. Los hombres que vivieron entonces construyeron un templo para Crono en Olimpia. En aquellos días Zeus todavía no había nacido. Los primeros que compitieron en las carreras de Olimpia fueron los guardianes a los que Rea había encargado que ocultaran al pequeño Zeus”.
Más allá de las fuentes del Danubio hubo una rama de extraordinario poder, el olivo silvestre. Por ella fue Heracles para premiar al primer ganador de las competencias. Y también para sembrarla en el que, después, sería considerado Valle Sagrado. Abunda Calasso: “Esto fue siempre Olimpia: la sombra y la meta, el supremo exponerse, y el más profundo retraerse, el péndulo perfecto”.
Pasaron las generaciones y entre los reinados de Oxilio y de Ífito aquellos juegos cayeron en desuso. La gente, no muy pronto, los olvidó. Pero, platónicamente, los recordaron y cada vez que los recordaban añadían algo al programa de competencias. Conocer es recordar: “del acontecimiento no existe la novedad, sino el recuerdo”.
Calasso recurre, con una erudición de decatleta extraodinario, a Pausanias, quien candorosamente añade: es posible demostrarlo, en los juegos de la decimoctava olimpiada recordaron el pentatlón y la lucha.
En la página siguiente (158, en la edición de bolsillo de Anagrama), el florentino, radicado en Milán hasta su reciente muerte, dibuja una estampa de Instagram del templo de Zeus, edificado por Fidias con oro y marfil, que enorgulleció al mundo griego como ninguna otra:
Zeus iba tocado con una corona de olivo y sostenía en la mano derecha una Niké con una cinta y una corona. Debajo de cada una de las patas del trono había otras dos Nikés, con elfos danzantes. Pero, entre aquellas patas, ocurría algo más: Esfinges aladas transportaban en sus garras chiquillos tebanos y Apolo y Artemisa asaeteaban una vez más a los hijos de Niobe. Y el ojo, habituándose a la oscuridad animada, no paraba de descubrir nuevas escenas, esculpidas en los travesaños del trono. Cuanto más se miraba hacia abajo, más se multiplicaban las figuras.
Cuentan que cuando Fidias terminó la obra, hasta el propio padre de los dioses se admiró. El artista pidió una señal de aprobación y Zeus lanzó un relámpago sobre el fuego negro. Paolo Emilio dijo que Fidias había dado figura al Zeus de Homero. Sin quererlo, había demostrado que el dios no puede vivir por sí solo. Sin quererlo, había mostrado la esencia del politeísmo.
Advierte Calasso que fue la felicidad de los griegos, expertos en infelicidad. “En el Peloponeso, la verde espesura está encendida por una cualidad alucinatoria. Cuanto más raro, más intenso, y con algo de final. Todas las especies del verde se congregan alrededor de Olimpia, como en un tiempo todos los atletas de todas las ciudades en las que se hablaba griego: de la ácida fosforescencia de los pinos de Alepo a la oscura limpieza de los cipreses, a las franjas esmaltadas de los limones, a las cañas primordiales, sobre un fondo de colinas de perfiles suaves, el don de un hombre que se convirtió en río, Alfeo”.
Cuenta el mito que Alfeo fue un cazador. Un día, vio a Artemisa y se enamoró de ella. La siguió. Otra noche, la diosa quiso celebrar una fiesta con sus amigas no lejos de Olimpia. Antes que el cazador llegara a ellas, se embadurnaron la cara con arcilla. Alfeo tuvo que adivinar cuál de esos rostros era el de Artemisa. No supo qué hacer. Renunció a sus amorosas intenciones. Extrañamente, la diosa fue amable con el pretendiente. Lo dejó ir. A otros, como Acteón, los hizo devorar por los perros. Luego, el cazador pretendió otro romance, con una vicaria de Artemisa, la ninfa Aretusa. La persiguió. Aretusa cruzó el mar y se transformó en una corriente cerca de Siracusa.
Esa vez –agrega Calasso– Alfeo no podía renunciar. El cazador, al convertirse en el río Alfeo, desembocó en el mar poco antes de Pirgos y vivió, durante centenares de kilómetros, a través de todo el mar Jónico, como corriente submarina. Cuando reapareció con su corona de espumas, estaba en Sicilia, cerca de Aretusa. Mezcló sus aguas con las de la Ninfa. Por eso Olimpia nació gracias a Alfeo. Pero el Maestro de Olimpia, en una esquina del frontón oriental del templo de Zeus, situó a un joven afilado y musculoso, con las costillas marcadas: era Alfeo, el primer río que apareció en un templo griego. Por eso en Olimpia se sacrifica a Artemisa y Alfeo en el mismo altar. Por eso, en el Medievo, las aguas del Alfeo cambiaron de lecho, para sumergir las piedras y las ofrendas de Olimpia y protegerlas con su limo”.
Pausanias sostuvo que el Alfeo era un río fabuloso para el amor. Con esa peculiar manera de confundir, de citar y de mezclar lo citado, Calasso rescata de las aguas de la historia otro pasaje de Pausanias: “suprema confirmación de la verdad del relato de Alfeo fue el oráculo del Delfos, que quiso apoyarla con algunos de sus más hermosos versos: en algún lado, en el campo nebuloso del mar, allí en donde está Ortigia, cerca de Trinacia, la boca espumosa de Alfeo se mezcla con la fuente borboteante de Aretusa…”.
En plenos Juegos Olímpicos –postergados por una memorable pandemia que ha cambiado el humor de los atletas–, ha muerto Roberto Calasso, un escritor abrumador, en cuya prosa juegan, sombra a sombra, la erudición y la profundidad.
es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.