Amanecí en la parte alta de Arcos de la Frontera. La buena gente del festival Algarabía estaba durmiendo la mona y tenía la mañana libre. Me puse a caminar, desde luego era bonito esto, con sus calles-pasillo y filigranas sobre azul y blanco. En cuanto me despistaba llegaba al final y se desplegaba ante mí el manto verde y ocre de España. Así topé con la catedral, cuyos contrafuertes dejaban el espacio justo para que cruzase un automóvil moderno, pero de forma divertida y grotescamente desproporcionada. Hice una foto y me pegué a la pared cual mozo en las vaquillas. Continué y un poco más adelante la ciudad se desplegó ante mí. Era un lecho blanco, suavemente inclinado, sobre el que se erigía un bosque de antenas y algún campanario que esperaba la hora punta. Fue entonces cuando los vi: una colonia de Toldo Verde señoreaba el entorno desde una colina desnuda. La posición noble, la reincidencia de sus construcciones y la distinción que daba su tono marrón sobre el blanco formaban un conjunto majestuoso.
Sacudí la cabeza y miré el móvil: eran las 12:54 y mi tren salía a las 16:15 desde Jerez de la Frontera. Ya tenía en qué emplear las horas. (Aclararé que el Toldo Verde es la sinécdoque ultrarracional del desarrollismo español, y representa, en general, el entorno cultural, social, político, tecnológico, vivencial y humano de la época.)
Dejé que el canto de los edificios me guiara. Primero, calle abajo, encontré gatos curiosos, pájaros enormes y chicas guapas, pero a ninguno hice caso. Llegué a lo profundo del valle; había, como en todas partes, una rotonda. Soy conocedor de que las rotondas invitan a tomar la salida equivocada, de modo que elegí el camino que habría tomado en segundo lugar. Era una escalera; al subirla me encontré en un amplio conjunto residencial. Unos locales parloteaban; seguramente tejían una concatenación infinita de guasas, por lo que había podido observar en mi breve estancia en la ciudad. Mi presencia logró que pararan la concatenación para mirarme desde la distancia. El conjunto residencial era grande, y a lo lejos unas puertas bloqueaban el paso. Sin darme cuenta estaba siguiendo la filosofía de los garbeos ultrarracionales: nunca volver atrás a no ser que fuera imposible continuar. Recorrí con sensación de estupidez la distancia hasta ellas y… efectivamente, estaban cerradas. Consideré saltar, pero recordé aquella ocasión en que la policía me identificó en Zaragoza por grafitear vallas publicitarias de coches. Me preguntaron cuántas más había pintado y les dije sin honestidad que ninguna otra y con honestidad que no había podido pintar la de enfrente, aunque habría querido, porque estaba “demasiado fondón” para saltar sobre el pequeño murete que la custodiaba. No ir al gym me salvó de la policía.
Volví al fondo del valle y elegí la salida de la rotonda que antes había descartado. Esta vez era una calle en ascenso, que me condujo a las puertas de antes pero por el lado bueno. Una de las propuestas ultrarracionales más apreciadas es añadir la inscripción “Elige sabiamente” a la señal de rotonda; esta vez había elegido sabiamente. De ahí ascendí por un camino sobre el monte pelado, y tras una curva me encontré con una gran explanada inclinada, la última etapa antes de llegar a mi destino. Su vegetación era raquítica y tenía un poste de electricidad por todo árbol. El plano desafiaba la lógica euclidiana y sus ángulos eran desconcertantes, el cielo intenso, el sol inquisitivo, los ojos heridos de sudor, el fuego roto en pedazos, la luz desplomada, el señor Meursault, los pies arrastrados entre las piedras incandescentes, entre el viento espeso, entre los látigos de hierbas secas,
entre las cacas derretidas de los perros,
no hay ningún árabe
solo huele a pis.
Pis. La dura inclinación de la explanada extrajo de mi niñez un recuerdo salvador: el característico aroma de La Casa Magnética, una sala muy torcida con luz ultravioleta, y recalentada en verano, que hay en el Parque de Atracciones de Zaragoza. La invocación era incompatible con Meursault y lo evaporó con el fuego que lo había traído. Conseguí dar los últimos pasos para llegar a mi destino.
En las películas de aventuras cada vez que un forastero llega a un poblado salen los niños corriendo a recibirle. Los niños eran, de alguna manera, el primer símbolo con el que el visitante adivinaba prosperidad o decadencia en el lugar, según estaban rollizos o raquíticos, según celebraban su llegada o imploraban una limosna. Creo que eso pasaba también en España no hace mucho. Aquí los primeros en recibirme fueron, en concordancia con los tiempos, unos automóviles aparcados, también símbolo primero de prosperidad o decadencia. O tempora, o mores! (Aprovecho para usar esta expresión que aprendí en el libro de Buñuel).
Dejé atrás el comité de bienvenida e inmediatamente las calles me abrazaron. Fue muy agradable después de mi paso por la explanada alucinógena. Me obsequiaron con generosos soportales con los que protegerme del sol, y me hablaron en el viejo lenguaje conocido de dientes de antenas, silbidos de aires acondicionados y bocas abiertas por adoquines extraviados. Les hice pequeñas cosquillas con mis pies al caminar, y metieron por mis ojos ventanas pequeñas, ropa al viento y chimeneas sin número. Pero, a falta de bares y tiendas, la verdad es que todo esto era como charlar con un bebé o, cuando la tecnología lo permita, un delfín: mola pero no da mucho de sí. Me sentí un poco como Alfredo Landa al llegar a Torremolinos en El puente. Por suerte, algo más allá encontré la torre del agua, una joven construcción brutalista que me invitó a fotografiarla desde todo tipo de ángulos. Buena modelo, bonitas rectas, pero sin mucha ocasión para posar. Pobre. Tras la sesión de fotos me senté un momento sobre sus pies para resguardarme del sol y me fundí.
Cuando desperté la torre todavía estaba ahí. Eran las 13:34 y tenía que hacer las gestiones necesarias para trasladar mi cuerpo hasta Jerez. En mi despedida encontré una pequeña plaza; estaba adornada con un quiosco en el que unos locales concatenaban infinitas guasas, y me invitó a quedarme. Demasiado tarde, me excusé. El tren se retrasa a menudo, pero nunca para contemplar lo maravilloso.