Recetas de marxismo–leninismo sin ortografía

Un libro dirigido a maestros de la SEP recomienda leer obras de Marx y Lenin. Esas lecturas muestran el antojo totalitario de los funcionarios que lo redactaron.
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No es la primera vez que me ocupo de Marx (Arriaga). Hace un año y medio salió con la puntada de que no debía leerse como “un acto individualista de gozo” y escribí sobre su célebre homónimo renano (“Lo que Karl Marx leía”) y sus muchas jornadas dedicadas al “vicio impune” de la lectura, como diría Valery Larbaud. Ahora, el alarmante director de Materiales Educativos de la SEP y su empleado Sady Arturo Loaiza, publican Un libro sin recetas para la maestra y el maestro, 87 páginas donde menudean las faltas de ortografía y se adoctrina a los maestros de educación básica con los más básicos –perdonarán las redundancias– rudimentos del marxismo-leninismo, empezando, desde luego con El capital (cuyo primer tomo publicó Marx en 1867, y el resto lo hizo póstumamente su fiel amigo Engels) y el ¿Qué hacer? (1901­–1902), de Lenin.

En cuanto a El capital, la obra clásica de la economía ricardiana, el socialdemócrata francés Thomas Piketty, autor de un betseller contra la desigualdad económica muy convenientemente titulado El capital en el siglo XXI (2014), dijo en su momento no haberlo leído o acaso no haberlo terminado de hacerlo, como sí lo hicimos algunos catecúmenos, ya bastante pasados de moda aunque muy jóvenes, en los años ochenta del siglo pasado.

Yo saqué provecho, gozoso y egoísta, de mi lectura de El capital, por haber sido una excursión en uno de los pensamientos más complejos y autotélicos en la historia. Anton Bruckner como economista, se ha dicho. No en balde, por ello y algunas otras razones, la obra de Marx (y la de Nietzsche o Freud) fue tenida por Paul Ricoeur como la que en la centuria pasada nos hizo sospechar de cómo estaban constituidos el mundo real, la voluntad de poder o las tinieblas del inconsciente.

Marx fue un pensador crítico y dejó un legado variopinto, cuyas consecuencias fueron liberadoras y esclavizantes al mismo tiempo, lo cual es harina de otro costal. Pero definitivamente no es recomendable para nuestros maestros de educación básica, por ser obra larga, farragosa y anticuada (si a sus defectos nos vamos), y empíricamente falsa si se lee como sentencia de muerte contra el imperturbable capitalismo pues, como ya dijo algún postmarxista, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Algo de ello saben en Palacio Nacional, dada la ortodoxia financiera, muy del gusto neoliberal, de la autoproclamada 4T.

El capital perdurará –sin duda– en los gabinetes o en los discos duros de eruditos y académicos, por los siglos de los siglos, pero su lectura, sea íntegra o parcial, imposibilitaría que a nuestros docentes les quede tiempo para instruir a los niños en aritmética, gramática o historia nacional. ¿Acaso las pifias ortográficas del Libro sin recetas para la maestra y el maestro se deberán a que Arriaga o su subordinado chavista tuvieron en la escuela primaria un profesor excéntrico que desatendía sus deberes para darles cátedra sobre El capital? Sería bonito imaginarlo, pero no lo creo.

Cualquier atisbo de sofisticación intelectual es del todo ajena al funcionario de la SEP, a quien en mala hora llamaron como al coautor de La ideología alemana (1845–1846). En cuanto al señor Loiaza, estaba en la Venezuela de Chávez y Maduro, dedicado a otros menesteres, como poner su granito de arena en la destrucción institucional, económica y política de su país. Quizá, ya no encontrando nada que destruir por allá, comisarios como él vinieron al México de la 4T a contribuir, con modesto entusiasmo, a la nueva obra de demolición.

Hay un Marx liberal y un Marx socialista entre los muchos Marx (como numerosas son las versiones de Descartes o de Leibniz, etc.), pero hubo un Marx militante, a quien sus adversarios anarquistas, como Proudhon, Kropotkin y Bakunin (un hombre muy destructivo, ese sí panfletario infame, cuya lectura también recomiendan desde la SEP a nuestros docentes), acusaron de sembrar ideas autoritarias que prenderían la pradera en vastas regiones no democráticas, como acabó por ocurrir en Rusia y en China. Pero asuntos tan doctos se les escapan –me imagino– a los camaradas Arriaga y Loaiza.

En descargo de Karl Marx puede decirse que fue un caballero victoriano que nunca ejerció personalmente el poder político más que sobre dos docenas de sectarios en el continente. No así Lenin. Y por eso, mayor miga envenenada tiene la recomendación del ¿Qué hacer?, panfleto incomprensible para quien no esté versado en la tradición literaria rusa, su populismo y su nihilismo, así como en historia de la Segunda Internacional y del bolchevismo. Con ese texto, Lenin, maestro en el arte de la difamación del contrario y en su liquidación, primero intelectual y luego física, se apoderó de su partido, al cual llevó al poder, muy tesonero Vladímir Ilich, mediante el golpe de Estado de fines de 1917, conocido como la Revolución de Octubre, inaugurando el régimen de terror más devastador del siglo XX, el soviético.

En la intención de recomendar la lectura de Lenin a los maestros de primaria –cuando es materia de historia mundial y de la ingeniería social aplicada en su día– se muestra el antojo totalitario de ese par de funcionarios. En el peor de los casos, semejantes instrucciones nutrieron las carnicerías de Sendero Luminoso en el Perú y en el mejor, puestas en boca de Castro o de Chávez, le dieron un barniz clásico al estalinismo dinástico en Cuba y al populismo depredador en Venezuela.

Ojalá los jefes de Arriaga y Loaiza se hubieran entretenido leyendo El capital. Los tiranos comunistas y populistas, o quienes sueñan con esa inmortalidad, hicieron algo peor: recomendarlo sin haberlo leído. Lo hojearon como quien aspira incienso y alucinaron el porvenir. Los populistas de nuestro siglo –Trump, Bolsonaro, Orban, López Obrador, Kirchner– son ígnaros a quienes los intelectuales y los científicos les dan tirria, lo cual los hace distintos de sus ancestros fascistas o comunistas, bien munidos no sólo de armas, sino de bibliografía. De letales vidas de santos.

Los buenos maestros de México, que los hay y son legión, leen otras cosas para beneficio de niñas y niños, como lo quiso José Vasconcelos, quien entre 1921 y 1924 publicó dieciocho de los clásicos verdes para que los mexicanos pudiesen leer una muestra representativa y ecúmenica del pensamiento de Oriente y Occidente, incluido, desde luego, el socialismo. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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