El paraíso de Enrique Olvera

Desde hace ya un buen tiempo, varios cocineros mexicanos se han ganado el respeto de sus pares gracias a una mezcla de imaginación y osadía. El líder de esta gran generación de chefs es Enrique Olvera.
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Tuve una conversación interesante con algunos lectores después del artículo sobre poder suave mexicano que publiqué aquí hace un par de semanas. Todo comenzó con la enumeración de mexicanos que destacan en el exterior. La plática regresó una y otra vez a la gente de cine y a los deportistas. Es natural: los cineastas mexicanos atraviesan por una notable etapa de exposición y calidad. Lo mismo ocurre con los deportistas, de logros evidentes y diversos. Hay, sin embargo, otro oficio más silencioso en el que los mexicanos destacan de manera admirable: la gastronomía. Desde hace ya un buen tiempo, varios cocineros mexicanos se han ganado el respeto de sus pares gracias a una venturosa mezcla de imaginación y osadía en la cocina (¡y en los negocios!). El líder de esta gran generación de chefs es Enrique Olvera.

Cuando tenía solo 24 años, Olvera decidió dejar Nueva York —donde había estudiado— para volver a México a intentar abrir un restaurante. Era el año 2000. Al principio, el camino fue complicado. Experimentó con distintos rumbos gastronómicos. "Dimos muchos bandazos", recuerda en su libro Uno: "de cocina contemporánea nos íbamos a lo oriental". En el fondo, como buen artista joven, trataba de definir un estilo. Hoy recuerda aquellos años como un rito de paso, un doctorado en el arte de la invención culinaria y, al mismo tiempo, la supervivencia financiera (en su primera encarnación, su restaurante de Polanco vivió año y medio "prácticamente de la venta de refrescos"). Con el tiempo, el joven cocinero dio en el clavo: revolucionar la tradición gastronómica mexicana desde su origen. La consagración de Pujol se debió, en parte, a una de las colaboraciones artísticas menos conocidas pero más emocionantes de la historia de la cocina mexicana. Enrique Olvera encontró en Ricardo Muñoz Zurita, el célebre chef cuyo conocimiento de la historia de la gastronomía nacional es literalmente enciclopédico, a su alma gemela. Muñoz Zurita, que es capaz de hablar durante cuatro horas de la diferencia de los distintos moles que uno puede encontrar en Oaxaca, convenció a Olvera de olvidarse de cualquier otra tradición que no fuera la mexicana. Le hizo ver con mayor claridad que su vocación (su misión, casi) era recoger los ingredientes mexicanos para luego reinventarlos, con auténtico virtuosismo, para los tiempos que se viven. El resultado fue (y es) un restaurante único. Olvera tiende a resumir la historia de Pujol a través de un platillo legendario, tan importante para la cocina mexicana moderna como Amores Perros para su cine: el mole de olla. "Reinterpretar un platillo tradicional de la cocina popular mexicana al intentar potenciar sus cualidades por medio del análisis, la técnica y la imaginación fue un gesto simple, de resultados inesperados, que ha marcado la pauta de nuestro trabajo hasta la fecha", escribe Olvera, sonando como lo que es: una mezcla de científico y artista, ambos obsesivos. Aquella pauta lo llevó a consolidar Pujol no solo como el restaurante número 20 del mundo sino como un semillero de talento: varios de los grandes establecimientos mexicanos de hoy tienen la huella creativa de Olvera y sus muchos discípulos y compañeros.

Pero la historia no termina ahí: todo lo contrario. Resulta que quince años después de haber dejado la ciudad donde estudió, Olvera decidió regresar a Nueva York para conquistarla. El proceso para abrir su primer restaurante internacional fue largo y cansado. La historia de cómo Olvera y su grupo de inversionistas estudiaron la escena gastronómica neoyorquina es digna no solo de un caso de estudio de negocios sino también de un curso sobre el poder de la humildad y el trabajo. Olvera transformó cada predicamento que vivió en Pujol en una lección. Antes que preguntar qué había funcionado en Nueva York, Olvera quiso averiguar todo lo que no había funcionado. Se entrevistó con cocineros legendarios que, sin importar fama o prestigio, fracasaron en la vorágine neoyorquina. A fuerza de oír historias de horror, se vacunó contra el tropiezo. Luego formó un equipo, experimentó hasta el hartazgo con el menú, diseñó un espacio arquitectónico atractivo, seleccionó los mezcales y el vino de la casa, eligió vajillas, cubierto y plantas, pensó en la música, se aseguró de contar con maíz auténtico, cuidó el chicharrón y la Coca Cola para marinar el pato, pensó y repensó el nombre, barrió el espacio cada día. Y al final abrió Cosme, al este de la calle 21, en pleno Flatiron, apenas comenzando el sur de Manhattan.

El resultado es una obra maestra. El restaurante tiene las mismas virtudes de Olvera: es valiente, refinado y no cede un ápice a las expectativas convencionales. Para empezar, la comida pica, pica en serio y desde el primer bocado que llega gracias a una baraja de tostadas azules con una salsa de nombre indescifrable que Olvera —¿por qué no?— pone en la mesa como su carta de presentación. De ahí en adelante, todo es juego y sorpresa. Hay algo glorioso en ver a un neoyorquino derramar salsa Valentina sobre un chicharrón tapizado de verduritas y coronado con rodajas de aguacate. Lo mismo se puede decir de las carnitas de pato o la tostada de erizo o la langosta pibil o el aguachile o el chileatole o el pastor o la barbacoa o el chilpachole o tantas otras palabras y sabores, nuestros desde hace milenios. En Cosme, el milagro de la cocina mexicana se reinventa desde una originalidad briosa y hasta descarada. Es lo mejor de México. El paraíso de Enrique Olvera. Nada más y nada menos.

(El Universal, 9 de febrero, 2015)

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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