En defensa del gimnasio

Cada uno lee la realidad a través de sus pequeñas obsesiones.
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Durante mucho tiempo desprecié el gimnasio. Lo despreciaba porque, me ufanaba, yo sí hacía deporte. Deporte de verdad. Me había pasado la adolescencia en remojo. Con 14 años entrenaba seis días a la semana, dos horas de piscina y una, precisamente, de gimnasio. A los 15 o 16 llegaron las sesiones dobles: antes de ir al colegio y después de salir del colegio. Yo era una deportista y todos esos que habían comenzado a invadir los gimnasios con fines estéticos (¡espurios!) no habían hecho deporte en su vida.

Pero hace unos meses decidí probar. Hace años que no nado y solo juego al fútbol un día a la semana: mi estado de forma era lamentable. También tengo unos horarios complicados, así que nunca puedo ir antes de las nueve de la noche. No importa, no me da pereza. He descubierto que me lo paso francamente bien en el gimnasio. Y que allí se hace deporte.

Quería escribir un elogio del gimnasio porque hace unos días leí el retrato, a medio camino entre la comedia y el drama, que Noemí López Trujillo hacía del suyo. Para quienes no lo conozcan, es un texto estupendo y muy divertido que narra sus aventuras y desventuras entre máquinas y mancuernas, una suerte de secuela de Bridget Jones en el gimnasio.

Noemí daba cuenta de una experiencia accidentada y marcada por el machismo. No me atreveré a afirmar que en los gimnasios no hay machismo, pero sí debo decir que, honestamente, nunca me han pasado las cosas que ella relata. Ningún monitor me ha dicho que tengo las tetas caídas (sospecho que es por falta de masa crítica) y nadie me ha tocado el culo. Sí he visto, en cambio, cómo algunas chicas persiguen a Sergio, el entrenador guapo. Y no las culpo.

Cada día me alterno sin problema en las máquinas con hombres. Ninguno me ha dicho: “Te esperas a que acabe”. Eso no significa, como digo, que no haya machismo. La forma de machismo más irritante que he padecido es la del tío que te hace, llamémoslo así, gymsplaining. Es el tipo que se siente impelido a inmiscuirse en tu rutina de pesas. Te corrige cuando considera que lo estás haciendo mal, aunque no necesariamente sabe de lo que habla. Es incómodo porque te sientes escrutada. Recuerdo a uno que me dijo que estaba haciendo mal los fondos. Era cierto, sobre todo porque no estaba haciendo fondos, estaba haciendo burpees.

Ahora estoy más fuerte que muchos de ellos, así que ya no me pasan estas cosas. En algunos casos, esta torpes aproximaciones son un intento de ligar. Creo que señalizo bastante bien que no voy al gimnasio a ligar. No me entretengo, no hablo con nadie y llevo la ropa más tirada que tengo. El día que quiero lucir elegante me pongo la camiseta del Madrid. Con todo, siempre hay algún despistado dispuesto a explicarte el ángulo correcto del ejercicio de tríceps con poleas.

Creo que cada uno de nosotros leemos la realidad a través de nuestras pequeñas obsesiones. Por ejemplo, cuando me dio con Marx y Hegel veía materialismo histórico y tríadas dialécticas hasta en las discusiones domésticas. ¡Y en las canciones! Le insistí a Jorge durante semanas en que ‘Al final de este viaje’, de Silvio Rodríguez, era una canción marxista-hegeliana. (Lo es). Pero ese es otro tema.

Últimamente pienso mucho en los barrios de Madrid como modelo de convivencia y de espacios multiculturales. Así que veo convivencia y multiculturalidad por todas partes. También en el gimnasio. Es muy interesante la sociología del gimnasio, y nos permite un elogio de su composición pluralista. Aunque ha sido tradicionalmente un espacio masculino, en la actualidad puedes encontrar tantas mujeres como hombres allí. El gimnasio (al menos el mío) es también un espacio interracial, con nutrida representación de negros y asiáticos. Aunque la minoría extracomunitaria más numerosa es la de latinoamericanos.

También la composición de estos grupos es heterogénea. Hay hombres obsesivos, con una hipertrofia muscular exagerada. Hay otros enclenques, que van al gimnasio a ver si consiguen algo de tono. Hay chicas fortachonas, que rara vez abandonan la sala de peso libre, y otras que caminan rápido sobre la cinta inclinada. Hay gente que va sola y gente que va con amigos o con su pareja.

Hay quien se pone guapo para ir al gimnasio. En mi gimnasio hay un chico que se atusa constantemente frente al espejo el flequillo largo y lacio, teñido de rubio, que le cae sobre la frente. Los hay que llevan camisetas y mallas de moda y los hay que lucen camisetas de propaganda y pantalón de chándal. Y hay chicas haciendo elíptica con maquillaje. Chicas que se compran modelitos de mallas y top a juego. He comprobado que la última moda son las mallas con transparencias, a pesar de que dudo mucho que puedan favorecer a alguien. Hay, incluso, dos chicas que van juntas y que se ponen de acuerdo cada día para vestir exactamente igual.

Para mí, el gimnasio es en general un espacio de buen rollo. La gente es educada y tiende a ceder su turno. La comunicación es escasa pero amable, a menudo reducida a un código de agradecimientos y sonrisas. Nunca he presenciado una discusión. Está el problemilla ese de la música infernal que suena, pero no es nada que no pueda solventarse con un smartphone y unos auriculares.

No sé, quizá solo estoy leyendo la realidad con mis anteojos de optimismo pluralista. Quizá Noemí también encontrara machismo en mi gimnasio. Solo hay una manera de salir de dudas: Noemí, cámbiate a mi gimnasio.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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