Háblame de México

Muchas personas extranjeras han llegado a México a encontrarse con su destino. A los ojos de una de ellas, el país aparece caleidoscópico, pesimista pero desafiante, imposible de fijar.
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Parte 4 de la serie Divagaciones feministas de una salvaje ilustrada.

Cuántas personas extranjeras habrán llegado a México a encontrarse con la medida de su destino. Imposible saberlo, pero por fortuna las sendas se bifurcan. ¿A quién podría gustarle el desenlace de León Trotsky, acaso un adelanto de los modos del crimen organizado contemporáneo? Preferibles los caminos de Tina Modotti, Luis Buñuel, Roberto Bolaño, Remedios Varo, Gabriel García Márquez, Chavela Vargas, Tania Libertad, Odette Alonso, Rafael Rojas y Plácido Domingo. Son México, son aquellos y aquellas mexicanos que nacieron en otros lugares porque les dio la gana, como decía Chavela, afirmación que comprendo perfectamente, aunque no haya llegado joven a estas tierras.

No me extraña su cómoda aclimatación porque la extranjería puede ser aquí pábulo de admiración, no de desconcierto. México ostenta un lugar en el imaginario latinoamericano y de otras latitudes porque la belleza y el dolor revientan hasta debajo de las piedras. México, como dice la artista venezolana Déborah Castillo, es infinito. Caleidoscópico, desafiante e imposible de fijar en un rostro: es una escena de telenovela; la desvaída imagen de las culturas precoloniales del viejo libro de historia universal; comida fabulosa; los poemas de Sor Juana, Amado Nervo, Octavio Paz, Jaime Sabines o Juan Gabriel; un posgrado en la UNAM o en el Colegio de México; un despecho muy bien regado con la música de los abuelos y de los padres; Natalia Lafourcade y Lila Downs; murales, murales, murales; arquitectura barroca; Sebastián; películas en blanco y negro en una tarde de domingo; el acento de los héroes y heroínas de las comiquitas; la Virgen de Guadalupe; el Oscar para directores mexicanos; el repertorio racista de las imágenes turísticas de otro de otro tiempo; los libros del Fondo de Cultura Económica; los museos; el crimen organizado; López Obrador; Felipe Calderón; Pancho Villa; la corrupción; la desigualdad; el trabajo infantil; la profusa y colosal huella del pasado milenario; tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.

Habría que incluir a El Chapulín Colorado y a El Chavo, por no hablar del programa televisivo la Rosa de Guadalupe, la música de banda, el pulque, el mezcal y el sin igual tequila; el mariachi, cimera variación de la música de cámara vertida en la calle con olor a noche; Javier Camarena y José José; el Tecnológico de Monterrey, la Universidad Iberoamericana, el Instituto Mora; revolución, involución; Monsiváis y Margo Glantz; Lucha Villa y Alejandro Fernández; Elba Ester Gordillo y su marido cuarenta años menor; Marta Lamas y Marcela Lagarde; la capilla del Rosario; Palenque; Arcelia Ramírez e Ignacio López Tarso; Carlos Miguel Prieto y el jovencísimo pianista Sergio Vargas; Frida y la Doña; la televisión a color y la píldora anticonceptiva; Premio Nobel. Por supuesto, el variopinto e inabarcable mundo de las comunidades indígenas, por no hablar de una curiosa pareja de emperadores de otras latitudes y extraño recuerdo. México siempre es una noticia del imperio, en muchos sentidos y con múltiples resonancias.

Imposible no amar un mundo que me resulta tan cercano, aunque, sin duda, es el amor de una extranjera.

¿Evito hacer juicios sobre el presente de mi país de acogida al comenzar el artículo con un recuento? Lo cortés no quita lo valiente, si bien en mi caso de caraqueña achilangada he cultivado una calculada indiferencia hacia la política local por la sencilla razón de que con la venezolana basta y sobra para una vida; además, la intromisión en política no es una buena carta de presentación para una inmigrante. Desde luego, me interesa que el destino colectivo de México sea el más propicio, aunque entre las personas conocidas y las amistades encontradas aquí no abunda el optimismo. México exhibe el peso del crimen organizado y el drama de la violencia estructural, la desigualdad y la pobreza.

Las democracias viven de insatisfacción, a diferencia del autoritarismo alimentado de certezas. Entiendo los temores y reticencias de una ciudadanía insegura de sus logros; lo entiendo porque soy latinoamericana. No obstante, rehúyo la tentación de simplificar las diferencias nacionales. México forma parte del grupo de las veinte economías más grandes del mundo, cuenta con una formidable vida cultural para todos los gustos y bolsillos, una ganada fama como destino turístico y posee una sólida influencia sobre otros países, especialmente en los terrenos académicos, literarios y de la cultura popular. El feminismo venezolano ni por asomo puede compararse con el mexicano en influencia en la agenda pública, no ha alcanzado sus logros ni cuenta con su producción intelectual y su activismo. Vivo en un país machista con conciencia del problema, una diferencia sustantiva con mi patria. Algo semejante puede decirse del movimiento LGBTIQ: más allá de la capital, su presencia se nota en muy diversas áreas de la vida, no solamente en el mundo académico sino también en el empresarial, el activismo de base y los medios de comunicación.

En cuanto a las universidades, Venezuela no cuenta con ninguna entre las doscientas mejores del mundo, México sí. Por supuesto, el mundo intelectual y cultural es convencidamente de izquierda, con variantes tanto autoritarias como liberales y democráticas; sus generaciones más jóvenes están imbuidas de un ánimo de diversidad que me consuela de mis malas experiencias en Venezuela, aunque no deja de ser excluyente en un sentido preciso: su impronta ideológica no es siempre sensible a las diferencias políticas y religiosas propias de la democracia. En otros ámbitos, el espectro es lo suficientemente amplio como para abarcar incluso a la derecha rancia, desprovista de luces.

México no depende exclusivamente de empresas del Estado que explotan materias primas, lo cual evita la concentración del poder político y económico en las mismas manos. Cuenta con una amplia gama de pequeñas y medianas empresas y los poderes públicos todavía funcionan con relativa autonomía. Los militares no son, al menos hasta el momento, los grandes árbitros de la vida nacional, y la reelección presidencial es tan mal vista como la necedad latinoamericana de cambiar de constitución para que, finalmente, nada cambie aparte de la confiscación del poder por un sector. El antirreeleccionismo atempera el hecho incontestable de que México no ha sido históricamente inmune al populismo, cuyo alcance dependerá siempre de las alas concedidas al gobernante carismático, con relativa autonomía del signo ideológico que se ostente. Estas alas son especialmente poderosas cuando el respaldo masivo está de por medio, pero no hay que olvidar la naturaleza volátil de tal respaldo. En definitiva, el voto más consistente de izquierda suele responder a profesionales, estudiantes y trabajadores organizados; amplios sectores de la población votan por partidos de tal signo político si les ofrece las certezas de lo ya conocido.

La migración pobre no es bienvenida, pese a la experiencia mexicana respecto a las políticas de Estados Unidos en este sentido; lo saben muy bien unos cuantos y cuantas venezolanos en su paso por esta tierra que me es tan entrañable. La xenofobia no hiere la vida cotidiana ni la laboral dentro de los contextos en que me he movido, pero alguna vez me ha rozado levemente, sobre todo por cierta terquedad burocrática, incompatible con un país receptor de ingentes cantidades de personas del extranjero que se afincan en México o que viajan a lo largo y ancho de la república.

Háblame de México, me dicen amistades mexicanas y venezolanas. Al contestarles con lo que he escrito en líneas anteriores, he visto incredulidad en sus rostros, en ocasiones sonrisas, otras, cierto leve entusiasmo, a veces un gesto reflexivo. En la medida en que el escepticismo es mayor, arremeto con un argumento a mi juicio incontestable: sin que me tiemble la voz proclamo que Ciudad de México es la Roma de América Latina. Soy intolerante con mis paisanos y paisanas inmunes a la maravilla mexicana, un defecto del que no pienso deshacerme; me aburre que todavía haya gente inteligente en México que le concede a Cuba algún beneficio de la duda con respecto a políticas públicas; lamento sinceramente el horror en medio de la maravilla.

No debería hablar tanto. Tal vez lo único que debería contestar cuando me preguntan sobre México es que nunca he lamentado el estar aquí, ni siquiera cuando la contaminación de la capital me hace arder los ojos como si hubiera llorado durante horas. ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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