Idiotas en el ágora

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Discípula de Hannah Arendt, la filósofa francesa Chantal Delsol escribió un ensayo filosófico sobre el populismo, Populismos. Una defensa de lo indefendible, que no ha merecido suficiente atención, sobre todo en América Latina. Su objetivo era contribuir a un entendimiento razonado del ascenso de los populismos de derecha en Europa a principios del siglo XXI. Los casos que tenía en mente eran los de Jörg Haider en Austria, Christoph Blocher en Suiza, Volen Siderov en Bulgaria, los gemelos Kaczyński en Polonia, Vadim Tudor en Rumania, Viktor Orbán en Hungría, pero también partidos o movimientos como el Frente Nacional en Francia, de Jean-Marie y Marine Le Pen, o Forza Italia de Silvio Berlusconi.

El pasaje de La condición humana (1958) de Arendt, en que se distingue entre idion (lo particular) y koinon (lo común) no es el punto de partida sino el de llegada de una disquisición que se remonta a Platón y a Aristóteles, a Heródoto y Jenofonte, para esbozar las figuras del idiota, el sujeto volcado hacia su interés personal o local, y el tirano, el líder que a través de la demagogia logra imponer al mundo universal de los ciudadanos la lógica singular de los idiotas. Delsol repasa las tiranías más antiguas (Giges de Lidia, Ortágoras de Sición, Cípselo de Corinto, Denis de Siracusa) y en todas encuentra elementos distintivos del populismo contemporáneo.

Hay, sin embargo, algo que diferencia a los populismos antiguos de los modernos y es el papel de la ideología. Delsol localiza el origen de los populismos modernos a fines del siglo XIX, cuando el término comienza a utilizarse afirmativamente para aludir a movimientos sociales y políticos como los naródniki rusos y los grangers americanos. A diferencia de otros autores que prefieren no considerar estos antecedentes y enmarcar el surgimiento del populismo moderno entre los años veinte y treinta, la filósofa francesa piensa que sí deben tomarse en cuenta aquellos movimientos porque produjeron una demanda de “ir al pueblo”, en busca de particularismos o singularidades, que se universalizaban a través de la ideología. El logos o el saber popular era, para Jules Michelet y otros pensadores del siglo XIX, una aspiración y no un lastre.

La gran innovación de Lenin fue que, contra el populismo ruso decimonónico, argumentó que no se trataba únicamente de “ir al pueblo” sino de conducir o reconstruir doctrinalmente la ideología popular por medio de una vanguardia marxista. Ese no fue únicamente el punto de separación entre el bolchevismo y el populismo sino el de los totalitarismos comunista y fascista. Dice Delsol: mientras el comunismo fue una “perversión del universalismo”, el nazismo fue la “perversión del particularismo”. Dicho de otra manera: mientras los comunistas radicalizaban el ideal emancipatorio, heredado de la Ilustración, los fascistas llamaban a contraponer a la emancipación el arraigo en lo singular.

De la interpretación de Delsol se desprende que si bien los fascismos integran los referentes del populismo de la derecha europea, el comunismo se colocó en una perspectiva de difícil asimilación para los populismos de izquierda. Una observación, tal vez, válida, hasta la primera década del siglo XXI, cuando tanto en América Latina como en Europa hemos visto rearticularse populismos de izquierda, como los “bolivarianos” o Podemos, que reclaman algunos valores o íconos de la tradición comunista. Delsol no estudia el fenómeno americano pero mucho de esa “perversión del particularismo y el arraigo” (nacionalismo, xenofobia, antiglobalización, racismo, estigmatización del inmigrante o el exiliado) aparece tanto en Donald Trump como en Nicolás Maduro.

La filósofa francesa introduce otro ángulo de análisis ineludible para pensar el populismo en América. Dice que las políticas populistas contemporáneas generan tres efectos igualmente peligrosos: la identidad entre pueblo y líder, la mitificación de las masas y un desprecio por lo popular, como parte de la reacción de las élites contra el populismo. En una conferencia reciente en Cambridge, Noam Chomsky ilustraba claramente esos síntomas cuando sostenía que tanto Bernie Sanders como Donald Trump eran líderes que conectaban con el pueblo americano profundo. La alternativa, según Chomsky, no era uno u otro líder sino un “movimiento trabajador activo y luchador, del estilo del que hubo en Estados Unidos en los años treinta, que uniría a los seguidores de Trump con los de Sanders”.

Lo que dijo Chomsky en Cambridge es un intento de corrección, desde la izquierda, de la caracterización que hiciera Hillary Clinton de los seguidores de Trump como una “canasta de deplorables”. El juicio de Clinton, que la derecha republicana, amante de la incorrección política, explotó como rasgo de elitismo tiene también un equivalente en la filosofía política, como el que ha propuesto Aaron James, graduado de Harvard y profesor en la Universidad de California, Irvine, en Trump. Ensayo sobre la imbecilidad. A diferencia de Delsol, James no se basa en el concepto griego de la idiocia, sino que identifica al imbécil según reglas de conducta de la moral cotidiana. Pero su conclusión es muy similar a la de la filósofa francesa: un imbécil sería quien “sistemáticamente saca ventajas particulares de las relaciones sociales”, está “motivado por el convencimiento de que tiene derecho” a todo y “es inmune a las quejas del prójimo”.

Las vulgaridades y las fanfarronadas de Trump, así como su insistencia en que Estados Unidos está en decadencia y necesita de un triunfador como él para recuperar su esplendor no son conservadoras o liberales, republicanas o demócratas. Esa condición apartidaria y desideologizada moviliza a un electorado popular que, como observa Chomsky, desconfía de la clase política de Estados Unidos. Sin embargo, James sostiene que es equivocado tomar al pie de la letra la ausencia de ideología en la imbecilidad de Trump, ya que otros acentos de su programa, como el racismo, el jingoísmo, la xenofobia, el proteccionismo o las políticas antiinmigrantes, tienen recepción en bases y élites del conservadurismo norteamericano.

Aaron James no duda en relacionar el ascenso de Donald Trump con problemas de la democracia en Estados Unidos, que van desde un sistema electoral anticuado hasta una falta de fiscalización del financiamiento de campañas y lobbies políticos. Pero piensa que el daño que haría Trump a la democracia en Estados Unidos sería mucho mayor que el que hacen los defectos o las limitaciones del sistema. De hecho, concluye que un político como Trump en la presidencia de Estados Unidos no amenaza la democracia sino algo anterior a ella: el contrato social o la forma republicana de gobierno. Trump, dice, representa un peligro para todos los republicanismos posibles: el de los obreros y el de los empresarios, el de la izquierda y el de la derecha.

Casi al final de su libro, James se pregunta en qué otros países del mundo la democracia ha producido recientemente liderazgos tan dañinos como sería el de Donald Trump en Estados Unidos. He aquí su respuesta: “Berlusconi hizo estragos en Italia durante muchos años y el país aún se resiente de ello; el populista Hugo Chávez dejó Venezuela en la ruina, y nuestra unión, una de las repúblicas más grandes desde tiempos del Imperio romano, puede sumirse en un autoritarismo semejante al de Putin, quien, como Trump en Estados Unidos, está resuelto a emplear la fuerza y la dominación en nombre de la restauración de la grandeza de Rusia.” ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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