Ser presentador de noticias en televisión es un trabajo peculiar. En teoría, el oficio requiere dos habilidades muy distintas y de difícil combinación: el rigor periodístico y la capacidad histriónica. El conductor de un noticiero debe ganarse el respeto de la audiencia, pero también su cariño. Después de todo, desde el principio de la ubicuidad de la televisión, quien presenta una emisión de noticias se ha vuelto un invitado cotidiano a la mesa. El que se toma en serio el trabajo sabe que está prácticamente prohibido enfermarse, aparecer descompuesto, atribulado o simplemente desarreglado. Es, además, una puesta en escena con un libreto diferente cada día; libreto que no admite interpretaciones: se transmiten noticias, no escenas de ficción.
Hace décadas, el conductor de noticias tenía que preocuparse básicamente por una cosa: su autoridad moral. Los grandes maestros del oficio en Estados Unidos, no tenían ni tiempo ni ganas de buscar otra cosa. Pienso en gente como Walter Cronkite o Edward Murrow. Ambos eran magnéticos pero no por desplantes histriónicos, sino más bien por su genuina gravedad en pantalla. Eran figuras casi de piedra, que registraban emociones muy de vez en cuando (el momento en que Cronkite dio a conocer el asesinato de Kennedy fue una merecida excepción). A nadie le interesaba realmente enterarse de su vida privada ni a ellos darla a conocer. No por nada, en Estados Unidos se les llamaba (y aún se les llama) "News anchors": ancla de noticias. De ese tamaño el peso y la responsabilidad.
En los últimos años, la profesión se ha complicado. Ahora, el conductor de noticias debe asumirse también como un entretenedor. Debe ser capaz de reírse, de abrir las entretelas, de seducir no solo a través de la excelencia periodística, sino también de una simpatía más digna de un programa de variedades que de un noticiero. Esa es la naturaleza de los tiempos. Aclaración: digo todo esto no a manera de queja. En los años que llevo conduciendo noticieros en televisión he aprendido a disfrutar ese otro lado del oficio. Es más: estoy convencido de que la única manera de mantener relevante la profesión de presentador de noticias es entender que los tiempos son lo que son: se ha terminado la época de la rigidez, del hombre (casi siempre un hombre, por desgracia) encorbatado, sentado derechito detrás de un escritorio y engolando la voz. Conducir un noticiero requiere ahora de otros talentos, más afines al espectáculo que al periodismo. La clave está en saber darle la prioridad debida a ambos lados de esa balanza.
No siempre es fácil. Prueba de ello lo que acaba de ocurrirle a Brian Williams, conductor, hasta hace poco, del noticiero más visto de todo Estados Unidos. Notable periodista, Williams se hizo de la silla grande de la NBC en el 2004. Fue un éxito casi de inmediato. Su cobertura del huracán Katrina le ganó amplio reconocimiento. El rating (tirano ese) le sonrió también. Durante diez años, Williams hizo lo que quiso. No solo conducía el noticiero, también era su responsable editorial: Williams no solo leía noticias, también elegía qué noticias se daban y cómo. Era, en suma, el editor y presentador del noticiero más importante de Estados Unidos. Además, era un maestro del entretenimiento. Sus apariciones en los distintos programas nocturnos de comedia le ganaron todavía más seguidores. Incluso se dio el lujo de ser el primer "news anchor" en ser anfitrión de un capítulo de Saturday Night Live, el legendario programa de comedia de la NBC que justo esta semana cumple 40 años. En pocas palabras, Williams podía hacerlo todo.
Parece ser, sin embargo, que ni siquiera esa combinación inédita y virtuosa le fue suficiente. Quizá subconscientemente presionado por la exigencia de "todología" de los tiempos, Williams comenzó a exagerar algunas cosas y mentir en otras. Como si la trayectoria periodística no fuera valiosa por sí sola, el hombre creyó necesario aderezar su propia leyenda. Hace algunas semanas contó la historia de cómo un helicóptero en el que viajaba durante una cobertura en Irak había sido golpeado por una granada propulsada por cohete. No era la primera vez que Williams recurría a la impresionante anécdota. El problema es que la historia es falsa. Varios testigos desenmascararon a Williams, quien se vio obligado a pedir disculpas. Pero fue demasiado tarde. La NBC lo suspendió por seis meses a reserva de concluir una investigación interna. En Estados Unidos nadie cree que regrese a la silla a mediados de este año.
Está claro que Brian Williams fue víctima de la famosa "civilización del espectáculo" de Vargas Llosa: nuestra necesidad inagotable de entretenimiento, barril sin fondo de frivolidad. Pero hay otras lecciones. ¿Dónde está la línea entre ceder al hambre de entretenimiento de la audiencia y la autoridad periodística? Como bien apuntaba el recién fallecido David Carr, eminencia del análisis de medios para The New York Times: "Queremos que nuestros conductores de noticias estén en todos lados, que sean imposiblemente famosos, conocedores del mundo, simpatiquísimos, humildes y dignos de nuestra confianza. Nadie puede con todo eso". Lección valiosa para quien la quiera aprender, en el periodismo y fuera de él.
(El Universal, 16 de febrero, 2015)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.