21 de mayo de 2020
El miedo se puede respirar. Cada día que pasa los casos aumentan y las noticias de conocidos, amigos o colegas infectados o muertos, llegan pronto. Pero alguien me dijo que el miedo debilita y tiene toda la razón. No podemos tener miedo porque nos aplastará y terminará por consumirnos.
No sé por qué nunca he dejado de vincular el cotidiano de un hospital con la guerra. Quizá sea porque en ambas situaciones la vida y la muerte se encuentran cara a cara. Desde que era estudiante imaginaba que en caso de una posible guerra, nosotros, el personal médico, seríamos valiosos y útiles. Lo pensaba como si siempre me estuviera mentalizando y preparado para la batalla, para recibir a los heridos y curarlos con mis propias manos.
¡Pues esto es una batalla! No hay bombas ni misiles, aquí el enemigo es invisible, inteligente, cada vez gana más terreno, cobra muchas vidas, pero como en todo buen batallón, nos preparamos cada día, ensayamos, practicamos, alistamos el campo para recibir a los caídos, realizamos prácticas hospitalarias para atender a los pacientes y anticiparnos al caos. Estudiamos al enemigo, analizamos cómo se transmite, cómo se manifiesta, cómo se diagnostica, cómo se trata. Tenemos que anticiparnos para que no nos tome desprevenidos, la misión ahora es convertirnos en un batallón listo para recibirlo, para entrar en batalla. Algunos soldados han caído pero sus muertes no serán en vano, daremos todo para defender nuestra razón de ser, la vida.
El día de hoy nos avisaron de un ingreso que venía de traslado de otro hospital, un paciente post operado de cirugía cardiaca, 24 años, con falla multiorgánica cardíaca, renal, hepática y pulmonar, con diagnóstico de probable covid-19. Por protocolo, todo paciente que ingrese a la UCI es considerado sospechoso hasta comprobarse lo contrario, por lo que lo pusimos en aislamiento, dándole un cubículo aislado para él solo.
Este ingreso le tocaba a una compañera, y la jefe preguntó quién entraría con ella. En el teatro aprendí que el miedo se vence enfrentándolo y que uno aprende haciéndolo, así que decidí apoyar a mi compañera. Preparamos la unidad, programamos el monitor, alistamos la cama y todo el equipo necesario. Al final nos colocamos el equipo de protección personal (EPP). Había visto muchos videos de compañeros de otras unidades que al traer el EPP puesto por varias horas quedan con marcas en el rostro por la presión del mismo. Me había llegado el momento de experimentarlo en carne propia por unas horas.
Una vez colocado, comenzó una sensación de sofocamiento. Mi respiración se aceleraba y mi jefa me aconsejó controlarla, ya que traemos la mascarilla N-95 y con esta es difícil respirar. Respiré hondo. En breve llegó el paciente con los paramédicos. Comenzamos a instalarlo en su unidad, cuidando con obsesión la vía aérea, el circuito del ventilador para que no hubiese exposición a los aerosoles que son el foco de infección más potente en la atención a estos pacientes.
Una vez conectado al ventilador comenzamos a monitorizarlo. El calor dentro de la unidad aumentaba, mis gogles comenzaron a empañarse, la visibilidad se hacía cada vez más difícil, el sudor comenzaba a caer por mi frente y espalda. Pero la memoria de mi cuerpo y mi experiencia me guiaban en cada movimiento. Dejé de pensar en mi respiración. Ya estaba sucediendo, eso era lo que se sentía estar en un área covid: ese sofoco. Trataba de registrar la sensación para no olvidarla, ya que era la que me guiaría la próxima vez.
Cuando terminó mi turno y entregué al paciente al siguiente, comenzó un paso muy importante, el retiro del EEP, que debe ser un proceso minucioso para evitar la contaminación. Se ha descubierto que en este proceso han sucedido la mayor parte de los contagios del personal médico.
Luego me retiré al vestidor. Al verme en el espejo, ahí estaban esas marcas en mi rostro, en la frente, en las mejillas y en mi nariz. Solo estuve tres horas adentro.
es enfermero y actor. Su identidad se mantendrá en secreto para evitar represalias.