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Antes que nada, había escrito que este Mundial lo vería con el gesto cascarrabias, mentando madres y casi sin mirarlo. Corrupción, fallecimiento de trabajadores, derechos laborales y civiles limitados o inexistentes, persecución de disidencias, etc. Como las dietas que restringen ciertos productos por cuestiones éticas, el gesto político es en esencia una dinámica individual. No hice militancia contra el Mundial, como no hago militancia vegana (soy vegetariano), pero aun así debo enfatizar que defraudé mis expectativas: no pude apagar la televisión.
Ahora bien, ya por radio (hace poco me dieron un radio de pilas que he sintonizado para escuchar los partidos que no transmiten por la tele abierta) o por pantalla, estuve atento a varios partidos y disfruté algunos más que otros. No hice demasiado aspaviento hasta que México estuvo a punto de perder contra Polonia, de humillarse contra Argentina, de anotar el gol necesario contra Arabia. Y luego, los cuartos de final.
Los cuartos de final son la mediana edad de un torneo. Hay crisis –como en todo periodo equidistante del origen y la muerte–, y también hay esperanza. Hay sorpresas e indignidades. Cuando concluyan los cuartos de final –como ya ha sucedido–, el Mundial Qatar 2022 estará terminado.
Habrá terminado en un sentido. Porque hay que ser honestos y no solo efectistas: todavía faltan etapas harto emocionantes. El final oficial tiene lugar con el silbatazo del árbitro el domingo 18 de diciembre. Faltan tres partidos, cuatro. Faltan tres partidos que prometen ser cardiacos, y uno más bien tramitológico –¿qué es el partido por el tercero y cuarto lugar sino la espera de noventa minutos para recibir una medalla?–. Aun así, el torneo ya está decidido. Está decidido porque quien sea que gane, lo hará por mérito, y también intensamente por azar. Porque las cosas podrían haber sido distintas. Porque la mano invisible de la fortuna se impuso y torció el destino hacia otro lado.
El Mundial, y más generalmente el futbol, y más generalmente aún, la vida entera, puede dividirse entre dos grandes grupos. Siempre puede dividirse entre dos grupos de personas. Entre las que consideran que el azar tiene importancia y no todo es calculable. Y entre quienes impera una visión más determinista, mecanicista incluso. Entre quienes ven un penal errado y juzgan que fue falla de quien tira y quienes consideran que hay fuerzas, detalles y asuntos fuera de la voluntad que resultan determinantes. Sin temor a equivocarme, me cuento en el segundo campo, el de quienes encaran la vida con un ojo puesto en la ingobernable turbulencia de la casualidad. Lo digo rebuscado, pero esto ya lo había mencionado un periodista argentino iracundo y de opiniones tajantísimas: “dinámica de lo impensado”, le llamaba Dante Panzeri a su idea del futbol. Y, con algunas reservas, suscribo.
Suscribo esa postura frente al juego, pero también celebro otra manera de hacer futbol. Una que tiene mucho de política. Una que parece contradecir la casualidad, pero en realidad no tanto. Es, en este caso, la que personifica Marruecos.
Se dice que juegan feo. Apachurrados todos contra su marco, esperan a que no les hagan gol y, oportunistas, hacen festín de la carroña del otro. Según la estadística de FIFA, Marruecos no es el equipo que se cuelga del travesaño como se dice. Nueve remates contra once de los portugueses. Igual número fueron a la portería. Según lo que se ve en la pantalla, sin embargo, quizá sí estén todos agazapados: once uniformados con el pentagrama verde en el pecho defienden, como se dice, sin el balón. El 22% del tiempo del partido nada más estuvo bajo su control. El 65% fue de sus rivales. Entre ustedes habrá quien dirá con toda razón: ya lo vi antes. El cerrojazo italiano, el catenaccio. O aquella selección griega que, en 2004, con solo cuatro tiros y uno a la portería, le ganó la final de la Eurocopa.
Según un estudioso de los clásicos, para los héroes egoístas que retrató Homero, el sentido de la vida era la competencia, y más específicamente, el combate uno a uno. Ahí, en esa arena manchada de fluidos vitales se dirimía el sentido de su existencia por triplicado: contra quién peleaban, cómo lo hacían y cómo terminaban.
En el juego de Marruecos está la nueva y efectiva actualización de la respuesta de unos pretendidos débiles contra otros pretendidos poderosos. Jugadores que se tasan más bajo que sus rivales en los imaginarios tabuladores del talento, encuentran una manera no solo de destruir sino de crear a partir de esa inferioridad en principio. Es una manera de jugar que se replica en las ligas millonarias: los equipos con activos opulentos pueden jugar con el balón; los que tienen hojas de cálculo más comprometidas se ven en la necesidad de inventar maneras de atentar contra la virtud y el virtuosismo. Pero aquí es donde el rizo gira hacia el lado más interesante, me parece: hacerlo implica su propio virtuosismo, su propia magia y su propio talento descollante. No es simplemente montar la barricada, cavar un agujero, sentar a once corpulentos en la línea de gol. Es una orquesta disruptiva que eventualmente tendrá que saber preocupar, tendrá que hacer un gol más que el rival, o dos. Vuelvan a ver, si no me creen, los goles de Arabia en el partido contra Argentina. O el partido del propio Marruecos contra Bélgica. Hay casualidad, hay azar, y hay virtud. La virtud de la improbabilidad.
Quedan cuatro equipos. Cuatro caras del dado. Una cara extra debe ser para Lionel Messi. Si no es que las dos. O digamos, para ser justos y no solo efectistas, una para Messi y otra para Kylian Mbappé: a estas alturas, el Mundial es un tiro de dados. Como la vida que rebasa su punto medio, la vida está decidida: hay emociones, hay posibilidades, hay ceremonias y trámites, pero el azar es cada vez más importante.
Qué fortuna que el Mundial sucede cada cuatro años. Cuatro años es un plazo perfecto para plantear resoluciones, empeñarse en conseguirlas, arrepentirse, corregir el rumbo. Yo también he medido en Mundiales el paso del tiempo, el progreso o la involución del carácter. Gozoso tiempo entre Estados Unidos 94 y Francia 98. Aciaga vida, cruel y grave, la etapa desde la eliminación de Alemania 2006, hasta poco antes de Sudáfrica 2010. Por suerte para Brasil 2014 ya estaba algo menos torcida. Hubo un momento en el que estaba convencido que algo tremendo sucedería –un cataclismo del nivel que los que profetizaba Nostradamus– cuando un equipo distinto a los usuales ganara el Mundial. Sucedió en Sudáfrica y, hasta donde entiendo, no hubo peores inundaciones, crueldades e injusticias que otros años. Es posible que el primer equipo del continente africano juegue una final, incluso que la gane. Un tiro de dados.
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.