Un mundo incompletamente inventado

Se suele decir como un piropo que si tal cosa o tal persona no existiera “habría que inventarla”. Pero ¿qué cosas, de verdad, se inventarían si no existieran? En un sentido, es eso lo que hacemos todo el tiempo: tratar de crear los libros, las canciones, el arte que un mundo ideal debería incluir.
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“No estás completamente inventada –dice una canción de Charly García–, te falta algo, te falta amor”. Siempre me gustaron mucho esos versos, y no tengo del todo claro por qué. Supongo que me parece atractiva, por simpática, la idea de que alguien pueda estar incompletamente inventado. De que si te falta algo es porque no te terminaron de inventar. ¿Estaré yo inventado por completo? ¿Lo estarán ustedes, que leen estas líneas? Se suele decir como un piropo la frase: “Si no existieras, te inventaría”. Pero ¿qué cosas, si no existieran, de verdad se inventarían? Me parece un ejercicio de imaginación fascinante.

Acuden a mi mente dos recuerdos, ejemplos de lo contrario: de cosas que, si no existieran, hoy por hoy no se inventarían. El primero se relaciona con el pamplonés Pedro Charro Ayestarán, quien publicó en 2014 el libro Fin de fiesta. Crónica de una muerte en el encierro. Esta obra fue recibida con frialdad por la mayoría de sus vecinos, que miran con desconfianza cualquier comentario crítico sobre la fiesta de San Fermín. En la presentación del libro, el autor planteó:

¿Por qué existe el encierro? Por la tradición. Imaginemos que no existiera y tratáramos de organizarlo ahora. Pensemos si nos darían permiso: ‘Queremos organizar una celebración medieval, una carrera de toros por el centro de la ciudad con cientos o miles de personas corriendo delante de ellos’. Son acontecimientos y conductas totalmente ‘rechazables’. Hoy en día, con un Estado que se esfuerza cada vez más y más por lo que considera la seguridad de sus habitantes, una conducta de riesgo así jamás se autorizaría. Es solo el expediente de la tradición lo que lo permite.

El segundo recuerdo no se refiere a algo tan particular ni que genera tantos rechazos como los encierros de San Fermín. Todo lo contrario: se refiere a la literatura. Ricardo Piglia dice (“en broma”, aclara, en una “Conversación en Princeton” recogida en su libro La forma inicial, de 2015) que “esta sociedad no inventaría la literatura si no la hubiera encontrado hecha. No se le hubiera ocurrido a la sociedad capitalista inventar una práctica tan privada, tan improductiva desde el punto de vista social, tan difícil de valorar desde el punto de vista económico”.

Y agrega que, “por lo tanto, la muerte de la literatura sería algo a lo cual esta sociedad aspira. También aspira a que la literatura salga del centro de la discusión, y creo que ha conseguido en parte lograrlo […] Se ha sacado la literatura del medio y la ha sustituido por la televisión. Ha desplazado los lugares de enunciación de la tradición intelectual y de sus problemas hacia la cultura de masas. Quizás ahora, que la literatura en este sentido ha muerto, se pueda por fin escribir”.

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Lo que me llevó a pensar en todo esto fueron los Beatles. Se cumple en estos días medio siglo desde la salida de Abbey Road, el último disco que grabaron juntos (Let it be salió después, pero lo habían grabado antes). Por entonces, su separación ya casi era un hecho, aunque se oficializaría unos meses más tarde. Llegaba así a su fin la carrera de una banda que, en un puñado de años maratónicos, había cambiado para siempre la historia de la música. El mundo no sería el mismo si los Beatles no hubiesen existido. Así lo asegura –ya desde el título– el muy interesante documental How the Beatles changed the world, de Tom O’Dell, estrenado en 2017.

No solo la música, nos dicen los expertos que aparecen en el film: toda nuestra cultura sería diferente si los cuatro de Liverpool no hubiesen vertebrado la tan agitada década del sesenta con un corpus que parte de canciones sencillas como “Love me do” y “Please please me” hasta alcanzar creaciones tan complejas como “Tomorrow never knows”, “A day in the life” y “Because”. Lo que es imposible saber, desde luego, es qué tan diferente sería el mundo si ellos no hubiesen existido. Sin embargo, Yesterday, la reciente película de Danny Boyle, se atreve a jugar a esa ucronía.

En la película, tras un apagón global, todo el mundo parece haberse olvidado de los Beatles. Todo el mundo menos Jack Malik, un músico frustrado que, a partir de sus recuerdos, reescribe las canciones, las interpreta y se convierte en un éxito extraordinario: nadie puede creer que, de la nada, haya surgido un genio con semejante capacidad compositiva. Aunque no todo es perfecto: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band es demasiado largo y confuso, no sirve como título de un disco. “Hey Jude” suena anticuado: mejor llamémosla “Hey dude”. The white album suena racista. Etcétera.

Jack Malik es un Pierre Menard al revés: es plenamente conciente de que lo que está haciendo ya se hizo; quienes lo desconocen son todos los demás. Para recordar las letras de los Beatles, Malik recurre al método que Menard –según Borges– descarta “por fácil”: visita Liverpool, Penny Lane, Strawberry Field, la tumba de Eleanor Rigby, quiere ser Lennon y McCartney. Por supuesto, no lo consigue.

Después de ver la película, me fui a dormir y soñé que me despertaba en un mundo en el que todos menos yo habían olvidado a Borges y sus libros habían desaparecido y yo desesperadamente trataba de recordar cómo era aquello de que nadie rebajara algo a lágrima o reproche, por qué los espejos y la cópula son abominables, qué era lo que había pasado la candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió. (Después de todo, fue el mismo Borges quien escribió que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.)

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A los ejercicios de imaginación siempre conviene invertirlos, pensarlos de otra forma, situarse uno en el punto de vista opuesto. De modo que después me planteé: ¿y si Borges y los Beatles y tantos otros genios llegaron de otra dimensión? ¿Y si todo lo que hicieron fue recordar y reescribir obras ajenas, obras que, en el mundo paralelo del que ellos provienen, habían sido el fruto de trabajos vastísimos, que involucraron a pueblos enteros a lo largo de décadas o siglos? No podemos saberlo.

Tal vez, se me ocurrió después, hasta ayer mismo todos sabíamos o recordábamos algo que hoy ignoramos o hemos olvidado, y no quedó ni siquiera un Jack Malik para recuperarlo. O quedó alguno, pero con tan poco talento que no lo puede usufructuar, o con tanta modestia que le basta con disfrutarlo él y compartirlo con sus amigos.

Tal vez existe un mundo alternativo idéntico al nuestro salvo por un detalle: en ese mundo hay algo (una banda musical, un libro, una fiesta popular) que para sus habitantes es fundamental, y ellos juegan a imaginarse cómo sería la vida sin ese algo, y están convencidos de que, si ese algo no existiera, deberían inventarlo. Tal vez ese mundo imaginado es el nuestro y nosotros, evidentemente, no sabemos, no podemos darnos cuenta de qué es lo que falta, qué es lo que tendríamos que inventar.

Lo formulo y de inmediato me digo: ¿acaso no es eso lo que hacemos: inventar, crear, escribir libros y componer canciones y pintar cuadros y un montón de otras cosas, sin saber muy bien por qué lo hacemos pero sin poder dejar de hacerlo? Tal vez –se me ocurre y casi me convenzo– radique ahí el instintivo sentido de nuestras vidas: completar un mundo que no está completamente inventado. Como diría Charly García, le falta algo, le falta amor. Y tal vez todo lo que necesitamos sea eso.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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