Llamar extraño a lo que ocurre desde el inicio de marzo es eufemismo. Hasta entonces la plaga sucedía en algún lugar remoto a los otros. Pronto supimos que no era así. Lo que percibíamos lejano se hizo súbitamente presente. Con la creciente alarma por la velocidad y la capacidad de transmisión del coronavirus, el mundo como lo conocíamos dejó de existir.
La necesidad de aislar a la población manteniéndola en arresto domiciliario es su signo más espectacular. Actualmente hay multas y castigos por salir sin tener una razón de peso para justificar nuestra presencia en la calle. La pandemia causa estupor. Nadie duda de la realidad tal y como la notifican los medios y lo confirman las estadísticas, que señalan una ola mundial de contagio. La plaga tiene los ingredientes de una historia de ciencia ficción, un alien en forma de virus ataca y diezma la población, un evento que sacude las estructuras sociales, la salud pública, el gobierno y la democracia, la producción y el espacio, la vivienda, una transformación radical a la que jamás se habría llegado de otra forma. Un mundo que se había detenido en la plétora de sus contradicciones parece preferible a una fuerza invasora que constantemente cobra nuevas víctimas.
Los gobiernos de los distintos países han reaccionado de formas diversas y cada una de sus medidas es contrastada diariamente con el estado de la pandemia. Al contrario de los países orientales, que han procedido inmediatamente a controlar la expansión del virus, las democracias occidentales han mostrado lentitud e indecisión ante la peste. La prueba para detectar la infección del coronavirus es el talón de Aquiles de los esfuerzos para enfrentarlo. A diferencia de Italia y de España, incluso del Reino Unido, Irlanda ha logrado organizarse socialmente para luchar contra el contagio, pero una alucinación habría sido preferible.
Lo que ocurre es cierto y al mismo tiempo increíble. En Bérgamo las campanas suenan constantemente, en Ecuador sacan los cadáveres a la calle, en otros lados se improvisan funerarias, se abren fosas comunes. Cada día los muertos aumentan y requieren instalaciones especiales. Así son habilitados espacios antes concebidos para los deportes, por ejemplo, o para almacenar, grandes instalaciones con enorme capacidad como los requeriría la guerra. Es posible que la caracterización del coronavirus deba algo de su identidad a esta metáfora: un virus ataca, invade, destruye. En Italia el ejército presta sus servicios para acarrear ataúdes. En menos de un mes Nueva York se convierte en un epicentro infeccioso.
Como en el cine, el acontecimiento toma por sorpresa a los gobiernos, cuyos mandatarios revolotean para disfrazar su ignorancia e interponerla contra las medidas de seguridad que las circunstancias exigen. Los dictadores la atacan llamándola invención de los medios. Pero la auténtica sorpresa es la vida en cuarentena, la ciudad convertida en lazareto. Una inmovilidad ominosa aniquila la vida exterior, los lugares públicos, excepto farmacias y supermercados, cierran.
La experiencia de las ciudades desiertas es sobrecogedora porque su calma es similar a la del sepulcro. La existencia frena hasta detenerse al inicio del siglo pasado, la vida suspendida ante el fin de una era. Esta experiencia perturbadora del espacio abandonado es una señal del fin, porque durante la gran inmovilidad muchos laboran en sus hogares y podría ser que en el futuro prefirieran ahorrase el viaje diario. El espacio comercial puede transformarse en doméstico, una de las maneras de renovar la vida en los centros urbanos.
Es posible que esta revolución del espacio productivo afecte el transporte, que ya no se verá presionado más allá de sus límites por la necesidad de acarrear diariamente miles de pasajeros. En el mundo de las juntas profesionales virtuales, todo es posible. Parece gobernar otra lógica para la que llevamos preparándonos varios años, reemplazando la conversación por la contemplación exclusiva de la pantalla. Estamos en la era del Homo Samsung, de la creciente influencia del “oriente” y concretamente de China, que aspira a que el XXI sea su siglo a pesar de que hay signos de que el sistema que impulsa su economía enfrenta límites. En un escenario donde Estados Unidos ha renunciado a su responsabilidad internacional, desestabilizando tratados y organizaciones que mantenían unido a occidente, tal aspiración es plausible. El espacio también es político y la reconfiguración del escenario internacional lo confirma.
A diferencia de otras catástrofes, esta puede ser una oportunidad. El auténtico lujo que nos ofrece es tiempo. Frenada la rutina, no queda más recurso que ser. Hace falta tener vida interior para soportar estas condiciones, que nadie sabe cuándo formarán parte del pasado. Pero a diferencia de hace un mes, hoy tenemos tiempo. Podemos detenernos. De existir, el ajetreo es interno. La enfermedad, si no es terminal, puede ser un lujo, porque es una excepción.
La plaga no significa reivindicaciones ideológicas, ni un voto contra la salud resultado de un complot, sino una alteración profunda y radical que permanecerá. El tiempo de la calma para unos es el de la ansiedad para otros. Por primera vez, independientemente de la generación a la que pertenezcamos, el pensamiento de la muerte no es abstracto ni lejano.
La peste ha tenido otras consecuencias. En Irlanda, por ejemplo, el equilibrio surgido de la guerra de independencia fue destrozado en las últimas elecciones del 8 de febrero por el auge del Sinn Féin (significa “nosotros solos”). Sinn Féin tiene una historia de violencia, aunque las nuevas generaciones parecen ignorarla. El partido es la rama política del republicanismo cuya vertiente terrorista es el Ejército Republicano Irlandés, ERI. Aunque el Acuerdo de Belfast de 1998 fue una transición fundamental en el proceso de desarme y convivencia pacífica, el norte de Irlanda sigue siendo un territorio volátil y siempre sujeto a un equilibrio precario.
Durante la elección reciente, la salud pública fue un tema central. Las listas de espera, los pacientes postrados en camillas en los pasillos de los hospitales, el insuficiente personal y el muy escaso presupuesto impuesto por la austeridad de la década perdida adquirieron un peso sustancial. Esa preocupación se sostiene y se ha vuelto imperante, acelerando un proceso que en condiciones normales habría sido impensable. La crisis ha obligado al gobierno a actuar y ha pospuesto momentáneamente la posibilidad de que el duopolio de los partidos tradicionales –Fine Gael (“la familia irlandesa”) y Fianna Fáil (“soldados del destino”)– concierte con el Sinn Féin un futuro gobierno. Para los partidos tradicionales, la plaga ha sido similar a la campana del recreo.
Desde la epidemia de la Gripe Española, hace un siglo, no había sucedido algo semejante a lo que vivimos actualmente. Nada puede comparársele, nada es similar a atravesar el umbral que nos separa de una nueva era. En Francia la gente aprovecha el tiempo para leer. La peste, de Camus, se ha vuelto popular, como Ensayo sobre la ceguera, de Saramago. Otros prefieren los relatos de Bocaccio o el Diario de la peste, de Defoe. Esto por lo que toca a las novelas cuyo tema es la plaga. Pero hay muchas otras cuya extensión las hacía impracticables: La guerra y la paz es una forma creativa de aprovechar el tiempo, pero también puede ejercitarse en la sala o salirse a cantar en el balcón. Todas son manifestaciones de miedo, pero también de esperanza. El miedo nos despoja, mientras la esperanza puede ayudarnos a imaginar.