Foto: Alejandro Arras.

“Necesito escribir poesía como necesito escribir cuentos”. Entrevista a Fabio Morábito

El escritor y traductor italo-mexicano Fabio Morábito (Alejandría, 1955), autor de novelas, cuentos, poemas y ensayos, repasa en esta entrevista su trayectoria y aficiones literarias.
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El edificio del autor de Lotes baldíos corresponde a la diosa Higia, en la Villa Olímpica.  Deambulo entre banquetas que se interconectan, mirando ventanas que se asoman a otras. El espacio me recuerda a cuentos como “El velero” o “Albercas y elevadores”. Con una jovialidad y cordialidad poco común entre los escritores, Fabio Morábito me invita a pasar a su departamento. Nos sentamos frente a frente en su estudio. Hace mucho calor. Me sorprende que veo un solo librero –con títulos muy selectos–, un amplio escritorio con una computadora y libros boca abajo, con las páginas abiertas como separador. Tomamos un par de cervezas heladas mientras conversamos.

¿Cómo comenzaste a escribir cuentos?

Cuando llegué a México, a la edad de catorce, pasé un año de mucha soledad. No tenía amigos, no conocía la lengua y empecé a escribir cuentos en italiano. Esos cuentos se los mandaba al que había sido mi maestro de música en la secundaria donde estudié, en Milán. Le mandaba esos cuentos en italiano y él tenía la paciencia de comentarlos por carta. Cuentos escritos por un chavo de quince años. No tenían ningún valor. Recuerdo que tenían mucha influencia de Pirandello. Eso terminó cuando entré a la preparatoria. Aprendí español, salí de ese paréntesis de soledad y dejé de escribir esos cuentos. Años más tarde, cuando empecé a escribir en español, traduje poesía italiana. Era una época en que estudiaba en la universidad y no estaba muy satisfecho con lo que hacía. Me metí a sociología y dejé la carrera. Empecé a traducir a Ungaretti, a Pavese, un poco de Montale y de Saba. Comencé también a escribir poesía en español. Siempre tuve esas dos líneas: poesía y cuento. Así he seguido. Siempre necesito los dos géneros. Y con el tiempo me he dado cuenta que eso tiene una lógica, porque los escribo –un poco– de la misma manera.

¿Qué cuentistas leías en esa época? ¿A quiénes imitabas?

Leía solamente literatura italiana. No sabía español. Leía a Buzzati, a Calvino, a Moravia, a Morante. Iba a la biblioteca Dante Alighieri cada dos días. Devoraba un libro, lo devolvía, y pedía prestado otro. Esos libros fueron mi salvación. Yo estaba totalmente desubicado en este nuevo país, y por añadidura no iba al colegio, pasé un año de vacaciones forzosas.

Tus cuentos y poemas comparten e insisten en ciertos temas; la pista de carreras, por ejemplo. En tu último libro, La sombra del Mamut, apareció una especie de segunda versión de otro cuento. También están las puertas, las puertas interconectadas. La metáfora de la piedra, la pelota…

Ciertos temas regresan con frecuencia. Creo que un escritor tiene un radio limitado de motivos y su deber es sacarles el mayor jugo posible, sin distraerse con situaciones que no lo tocan íntimamente. Con esto quiero decir que hay situaciones vitales que uno no ha experimentado en carne propia, por ejemplo perderse en la selva, pero conoce de un modo misterioso y hacen vibrar en él algo profundo.

El cuento es ninguneado por la mayoría de las editoriales. Hay varios mitos en el mundo editorial y uno es que el cuento no vende. ¿No te parece una mentira?

No, yo creo que no es mentira. Primero porque creo que hay una insistencia muy fuerte en que el verdadero libro es la novela. Desde el hecho tan elemental y trivial de que tiene muchas páginas. Por otro lado, es más difícil leer un libro de cuentos que una novela. Porque tienes que cambiar de chip con cada cuento. De una primera persona pasas a tercera, de un cuento en pasado pasas al presente, el estilo cambia, la situación cambia. Cada vez tienes que adaptarte. Y luego el cuento es mucho más exigente en cuanto a atención. No se te puede escapar nada de un cuento, porque corres el riesgo de no entender lo que ocurrió realmente. Yo siempre he pensado que en México el cuento es el género mejor representado en la narrativa. Por ejemplo, para mí El llano en llamas es superior a Pedro Páramo, pero cuando se habla de Rulfo, casi siempre se habla de Pedro Páramo.

Recuerdo que una vez platicamos sobre los cuentos de Juan García Ponce y Jorge López Páez y me dijiste que te gustaban porque son como si estuvieras viendo una película de la nouvelle vague. Me sorprendió porque tus cuentos son muy distintos…

No soy un asiduo lector de Juan García Ponce, pero de pronto me dan ganas de leer sus cuentos y me siento muy a gusto. Son historias donde aparentemente no ocurre nada, casi siempre son espacios cerrados, de situaciones bastantes previsibles, que van desarrollando una profundidad cada vez más inesperada. Creo que historias así se escriben cada vez menos. Hay cada vez menos confianza en el hecho trivial, en la situación normal para arrancar de ahí y contar una historia. Se ha perdido el instinto para contar historias desde cualquier cosa. También se ha perdido la fe en que la historia misma adquiera su densidad y, por ejemplo, muestre mejor la verdadera violencia en que vivimos. No de una manera explícita, sino de una manera indirecta, que a menudo es la mejor forma para manifestar un cierto estado de cosas.

Hay un tipo de violencia en tus cuentos y novelas. ¿Cómo observas la violencia en tu propia obra?

La hay donde tiene que haberla, pero no creo que sea la característica principal de lo que escribo. Más que la violencia me interesa el conflicto, que puede darse sobre cosas incluso superficiales, como un clavo en una pared, que es el cuento inicial de La sombra del mamut, en donde el desacuerdo sobre un inocente clavo desata una crisis matrimonial. Ahora gran parte de lo que se escribe en México está lleno de violencia, porque vivimos tiempos violentos, eso ni duda cabe, pero me parece que la violencia más explícita, la que genera la criminalidad o la injusticia, se ha vuelto un tema de moda y muchos escritores se sienten obligados a escribir sobre ella, so pena de ser acusados de no saber o no poder percibir el latido del propio tiempo, lo cual ha generado un empobrecimiento imaginativo en nuestra narrativa muy notable.

Con tus cuentos sucede que los puedo contar oralmente muy fácil. Puedo explicar su trama y estructura y que quien escuche se quede pensando: “Qué buen cuento”. Y esa estructura, si yo la cuento como tú, es un cuento de Fabio Morábito, pero si la cuento como un capítulo de Monty Python es pura risa. Tu cuento –que se encuentra en La lenta furia– “El turista”, por ejemplo, podría entenderse con estas dos posibilidades…

Porque tiene un lado cómico junto a un lado trágico. Este cuento fue muy importante para mí, porque me hizo ver que se puede escribir sobre situaciones siniestras sin renunciar al humor. Ahí está la lección de gente como Kafka y Beckett, que escriben desde la desolación y encuentran en ella la raíces más profundas de lo cómico.

Y cuando lo lees también da miedo, pero tienes las dos posibilidades: miedo y carcajada.

Una historia humorística que sea solamente humorística termina por aburrir, lo mismo una de miedo o de pura tragedia. Estoy releyendo La carretera de Cormac McCarthy, que ha sido muy celebrada. A mí también me gustó cuando la leí hace años, pero ahora, al releerla, me parece mustia y aburrida. Describe una situación de extrema desolación y sobrevivencia, pero ¿eso justifica esos diálogos tan acartonados y plúmbeos entre el padre y el hijo? Hay ahí un toque chantajista, ese toque que nunca tienes en Beckett, o en los diálogos memorables entre Lenny y George en De ratas y hombres de Steinbeck, que seguramente es el modelo en que se inspiró Cormac McCarthy.

Pienso en otros de tus cuentos más conocidos “Más allá del alambrado” que se encuentra en Madres y perros. ¿Cómo se desarrolló este cuento?

Es un cuento que se fue formando por derivaciones. Son los cuentos que a mí más me gusta escribir. En donde tú mismo te sorprendes, en donde la historia te puede conducir hacia ese rumbo que no sospechabas. Te podría decir que durante un tiempo estuve en el club italiano. Un club de medio pelo, y ahí jugaba tenis, muy mal por cierto. Ocurría a veces que las pelotas se brincaban el alambrado y había que ir por ellas. El cuento se basa en eso: una pelota que se brinca el alambrado y termina en una casa de la acera de enfrente. El protagonista va por ella. Y ahí sucede algo entre grotesco, cómico y fantástico. Incluso hay una pelea entre él y un chamaco de su edad que es inválido y está en una silla de ruedas. Una lucha feroz, que termina de golpe, y ambos la niegan un momento después, ante la abuela que los interroga y que sospecha algo. Esa negación de los dos es un buen momento del cuento. Pese a odiarse, establecen una alianza, como jóvenes que son, en contra de la anciana. Luego hay un personaje cómico, la sirvienta de la casa, una niña que tal vez está mal de la cabeza o de plano es tarada, no se sabe bien. Disfruté mucho ese personaje, aunque sale sólo unas cuantas líneas. En un cuento hay que saber encontrar esos remansos de aire fresco, son los regalos que te da la historia si has hecho las cosas correctamente.

Pasemos ahora a Los cuentos populares mexicanos. Pienso que es uno de los trabajos más ambiciosos que has realizado. Transformar historias orales en piezas literarias concretas. ¿Cómo fue el proceso y cómo te sentiste frente a esa experiencia?

La Editorial Siruela tiene varios libros de cuentos populares de distintas partes del mundo y cuando decidieron hacer uno sobre México, pensaron en mí. No sé por qué, la verdad, porque no soy ningún experto en cultura popular. Acepté porque me atrajo el hecho de darle estatuto de escritura a historias que nacieron fuera de ella. De hecho, el término “cuentos reescritos”, que aparece como subtítulo del libro, es incorrecto, porque esas historias nacieron como narraciones orales y llevarlas al universo de la escritura es ya una primera y fundamental traición. Pero como tengo cierta experiencia en la traducción, estoy acostumbrado a la traición, sin la cual, me parece, ninguna traducción es realmente posible. Y el grado de traición que prometía un trabajo como ese era mayor aún que el que promete cualquier traducción de un poema o de una narración, así que acepté el encargo y me sumergí en la tarea de reescribir esos cuentos, a partir de su versión etnológica o antropológica, teniendo como referente el gran trabajo que hizo Italo Calvino con los cuentos populares italianos.

Lo que aprendí es que la oralidad es bastante reducida en cuanto a trama de historias. Tienes un repertorio bastante limitado de argumentos, y eso es así porque lo que cuenta en ese tipo de literatura no es la invención sino la ejecución, el performance en vivo. Por eso son cuentos orales. Lo que importa es ver al narrador contar esa historia. Como el niño que todas las noches escucha la misma historia que le cuentan su papá o su mamá. Se la sabe de cabo a rabo, pero la emoción no cambia porque cada vez revive de una manera ligeramente distinta el mismo cuento. Hay un detalle que se pierde, otro que se agrega, y eso es suficiente para que se siga amando esa historia. Ese fue mi mayor reto, y supongo que ha sido el de todos aquellos que me han precedido en este tipo de trabajo: dar el suficiente colorido a la escritura para suplir con él la rica teatralidad que acompaña las ejecuciones orales de esos cuentos.

En tus cuentos regularmente no aparecen espacios concretos, sino que pueden ser espacios de cualquier parte del mundo. No tienes el interés de decir: Fulanito camina sobre avenida Madero y da la vuelta en Isabel la Católica. Sin embargo, esto sí sucede un poco más en tus novelas. ¿Está pensando deliberadamente así?

Necesito una cierta indeterminación para que la historia me atrape a mí mismo. De algún modo necesito esta universalidad para poder pensar más libremente el desarrollo de la historia. Ahora que lo pienso, tal vez fue justamente eso lo que llevó a los editores de Siruela a pensar en mí como un posible reescritor de los cuentos populares mexicanos, ya que ellos también transcurren siempre en espacios y tiempos indeterminados.

Platiquemos de Emilio, los chistes y la muerte. ¿Cómo nació esa novela?

Iba a ser un cuento para niños, de 5 a 10 páginas, que se iba a llamar “El detector de chistes”. Fue una ocurrencia: un palo que detecta chistes. Empecé a escribirlo, pero desde la segunda página intervino una mujer madura que visita el cementerio porque murió su niño que tiene la misma edad que el protagonista. Ahí se fue al diablo el cuento para niños. Me atrajo la situación: una mujer viuda de su hijo. No hay una palabra para designar eso. La relación que se establece entre el niño y la mujer: una relación difícil porque cómo haces relacionar, de una manera sexual, una mujer de 40 años con un niño que tenía que ser de una edad muy precisa para que esa historia tuviera sentido. Pensé mucho en eso. Llegué a la conclusión de que la edad ideal era 12 años. En mi superstición personal representa un parteaguas. Ahí se acaba la niñez, pero todavía no empieza realmente bien la adolescencia. Es un momento de transición que permite que el niño tenga vislumbres adultas, a veces muy fuertes, y al mismo tiempo actitudes muy infantiles. Esa apertura de su espíritu era lo que necesitaba para que pudiera relacionarse con la mujer. Que la mujer estuviera, de algún modo, seducida por eso.

Tu obra ha causado gran interés en Argentina. Muchos de tus libros están editados allá y tienes una gran cantidad de lectores. ¿Qué te suscita esto?

Supongo que ahí entra la parte italiana de mi escritura, que se relaciona de manera natural con la sensibilidad argentina, por la gran dosis de italianidad que ha contribuido al carácter de esa nación. Por dar un ejemplo: el sentido del humor. El de los argentinos es muy parecido al de los italianos, siempre cargado de teatralidad. El sentido del humor mexicano es más centrado en el lenguaje, de ahí el albur,  que apenas existe entre italianos y argentinos. Luego está el sentido de lo fantástico, entendido sobre todo como un giro casi imperceptible de lo real a lo fabuloso. Ahí están Buzzati y Calvino en Italia, y Cortázar en Argentina. Está también el sentido del desasimiento, de no sentirse claramente de ninguna parte, que en mí es una cuestión personal y que es una parte importante de la sensibilidad de un pueblo, como el argentino, hecho abrumadoramente de gente venida de lejos.

¿Existirá alguna sociedad sin sentido del humor?

Estoy seguro que no. No puedo imaginar un pueblo sin sentido del humor.

Esto me lleva a pensar en tu libro de ensayos El idioma materno. Fue un libro que publicaste por entregas en el periódico argentino Clarín. ¿Cómo fue ese proceso?

Fue una columna que me pidieron de 2000 mil caracteres con espacio incluido. Cuando lo traduje a la página me di cuenta de que era poquísimo. Lo primero que decidí fue no hablar de nada actual. No iba a ser una nota periodística. La primera historia que me vino a la mente fue una que se llama “El libro en llamas”, que es una anécdota de cuando yo era joven, en una playa del Pacífico, con unos amigos, alrededor de una fogata. Empiezo a quitar hojas de una novela que acababa de leer para alimentar el fuego y de repente aparece de la oscuridad una señora de especto nórdico, que me arranca el libro de las manos. Esto no se hace, me dijo. Para ella , quemar un libro era un sacrilegio. Ni siquiera vio qué libro era. Recuperó del fuego las hojas medio chamuscadas que yo había tirado en la hoguera y se apartó de nosotros, se sentó en la arena y reordenó el libro, y hecho esto me lo devolvió. La detesté y al mismo tiempo la admiré, no por salvar el libro del fuego, sino por el valor de irrumpir entre unos desconocidos y hacer valer sus principios. Unos principios claramente protestantes, ya dije que era una mujer de aspecto nórdico. La sacralidad de la letra escrita. Ella no podía concebir con su mentalidad que el fuego en ese momento era más importante que la letra escrita. Como sea, ese episodio me dio la pauta para el libro. Iba a hablar de eso, de la escritura, del libro, de la vocación de escribir, y eso fue lo que hice. Le debo a esa mujer la concepción de El idioma materno.

Tu cuento “Micias” está narrado desde los tiempos de Troya. ¿Cómo ves el asunto de narrar desde pasados históricos?

Te voy a ser sincero, la novela histórica no me interesa, más bien me aburre. Es un género que no me atrae en lo absoluto. El par de cuentos que he escrito en esa tesitura realmente no son históricos, son fantásticos, y utilizan la lejanía histórica únicamente para eso.

Macrocefalia es el libro que escribiste a tres manos con Adolfo Castañón y Jaime Moreno Villareal, al abrirlo no se sabe quién escribió cuál texto. ¿Es un libro que surgió de la amistad?

Es un libro de amistad y sobremesa. Nos divertimos escribiéndolo. Nos juntábamos una vez al mes, uno de los tres proponía un tema y de ahí cada quien escribía algo. Decidimos no firmar esos textos para enfatizar el hecho de que habían nacido de una charla, en donde cada uno se hacía eco de lo dicho por los otros.

Es admirable tu traducción de la obra de Eugenio Montale. ¿Por qué Montale?

Me propuso la traducción de su poesía completa la editorial española Galaxia Gutenberg. Mi primera reacción fue negativa, porque para mí Montale era muy difícil como poeta. Lo había leído y siempre me había gustado mucho, pero estaba consciente de la dificultad de traducir a un poeta con esa densidad lingüística y, sobre todo, musical. Me insistieron y dije: bueno, vamos a ver. Luego tardamos año y medio en ponernos de acuerdo sobre el tiempo de entrega. Yo quería más tiempo, ellos menos. Por fin los convencí de que me dieran el tiempo que yo necesitaba. Nicanor Vélez era en ese momento el editor de la estupenda colección de poesía que tiene la editorial. Un hombre cabal, un editor estupendo. Siempre me sentí apoyado por él. Me llamaba una vez por semana desde Barcelona, eran largas llamadas en donde discutíamos a veces detalles nimios de mi traducción. Y, bueno, me casé con Montale durante tres años y medio, y digo casarme porque cuando traduces la obra completa de un escritor, es como un matrimonio. Debes traducir todo, sin poder elegir. De los libros que he escrito, ese es el único que, cuando lo miro en mi biblioteca, me hace preguntarme cómo me atreví a hacerlo.

Hablemos de tu poesía. ¿Cómo te sientes frente a tu labor como poeta?

Necesito escribir poesía como necesito escribir cuentos, es todo lo que puedo decirte. En realidad los dos géneros son mucho más cercanos de lo que se piensa. La diferencia es que el cuento es más denso, más elíptico y misterioso, mientras que el poema es más expansivo. El primero llena mi necesidad de vidas no vividas, de experiencias que nunca he tenido y nunca tendré, mientras que el poema me permite descubrir asociaciones que no había sospechado de la existencia en general y de la mía en particular. Tiendo a ser muy escueto en ambos géneros, muy concreto y depurado, rehúyo como la peste la llamada prosa poética, esa prosa que busca el subrayado, el brillo, y que no tiene nada que ver con el poema en prosa. Creo que una frase debe trabajar en colaboración con las otras dentro de un cuento, hasta desaparecer virtualmente, y lo mismo pasa con el verso. Ignoro adónde irá a parar un poema cuando comienzo a escribirlo, lo mismo me pasa con un cuento. En ambos casos me basta muy poco para comenzar a escribir, pero ese muy poco en realidad es mucho, no se deja encontrar fácilmente o se confunde con nimiedades, así que tengo muchos comienzos fallidos, poemas y cuentos que nunca debieron haber empezado y sólo me hicieron perder el tiempo. Pero ni modo, así es esto.

¿Tienes mañas a la hora de escribir?

No, yo me siento acá, en esta mesa, muy temprano todos los días, cuando todavía es de noche afuera. Esa es mi rutina. Eso sí, siempre me quito el reloj, no puedo escribir con el reloj puesto. Pero desde la pandemia ya no uso reloj, así que hasta esa maña modesta he perdido

La polémica en la revista Paréntesis con Antonio Alatorre, por la traducción del fragmento de Aminta de Torquato Tasso, provocó un debate muy interesante sobre traducción. ¿Cómo ves ese episodio con el paso de los años?

Me gustó tener esa polémica con Antonio Alatorre, uno de nuestros mayores filólogos. Me sentí muy honrado con la crítica que hizo a mi traducción del Aminta de Torquato Tasso. Contesté a su crítica con una respuesta de varias páginas, a la que él volvió a contestar, declarando al final un empate técnico entre sus razones y las mías. Al contrario de muchos académicos, Alatorre tenía sensibilidad literaria. Era más amigo de escritores que de filólogos, y colaboraba en muchas revistas hechas por jóvenes. Él mismo era escritor, como debe serlo todo académico serio, pero ahora la mayoría de los académicos no lo son, han perdido de vista al público no especializado cuando escriben, y sus interlocutores, si es que los hay, son solo otros académicos.

Platícame de la tertulia literaria que compartes desde hace muchos años con algunos otros escritores.

Esa tertulia la fundamos –sin quererla fundar– Antonio Deltoro y yo. Hubo una fuerte conexión poética, mucha afinidad, desde que nos leímos.  Primero nos leímos y luego nos conocimos. Nos conocimos por habernos leído. Estábamos predestinados a conocernos porque desde su primer libro y mi primer libro era evidente que estábamos buscando algo muy parecido. Empezamos a reunirnos periódicamente, él y yo, y poco a poco esa reunión de dos se fue convirtiendo en la unión de muchos. Se fueron juntando amigos y así se fundó esa tertulia que sigue hasta ahora. Lo que une a esa tertulia es la amistad, sobre todo, y cierto gusto. No hablaría de una estética en común, aunque por supuesto hay afinidades de gusto, de autores, de manera de ver el hecho literario. A la hora de criticarnos no somos muy complacientes. Eso está bien. Es probablemente una de las razones por las que ha durado tanto. Porque si fuera una sociedad de mutuo elogio, ya nos habríamos aburrido hace mucho. Y me parece que en todos estos años nunca ha habido mala fe en las críticas que nos hacemos. Hay simpatías y antipatías, como en todo grupo humano, pero prevalece la voluntad de contribuir a mejorar el texto del otro.

Quisiera cerrar pidiéndote una reflexión sobre Antonio Deltoro y su amistad. 

Fuimos amigos muy cercanos. Incluso durante los cinco años en que sus facultades mentales estuvieron seriamente dañadas, nos hablábamos por teléfono cada semana y a veces más. Llamadas largas, llenas de lagunas y baches, porque era difícil entenderlo y yo no sabía si él me entendía. Apenas estoy digiriendo su ausencia, así que prefiero no hablar más. ~

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(Ciudad de México, 1992) es escritor y editor. Autor de Perfil del viento (Ediciones Sin Nombre, 2021) y editor en Ediciones Moledro.


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