El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ha iniciado una nueva etapa de negociaciones con el independentismo catalán. Una de las principales características de su estrategia es su anacronismo: propone soluciones ya gastadas y fracasadas y hace como si el otoño de 2017, cuando los independentistas dieron un golpe parlamentario, votaron en un referéndum ilegal y declararon la independencia de Cataluña unilateralmente, no hubiera ocurrido. Sin embargo, los independentistas tienen claro que el 1 de octubre marcó un antes y un después y muchos de ellos no están dispuestos a volver atrás.
El gobierno ha vuelto a una estrategia previa a 2012, cuando Artur Mas fue a la Moncloa a proponerle un pacto fiscal a Rajoy tras una Diada masiva. El presidente rechazó su plan y Mas se vio legitimado a pisar el acelerador del proceso independentista. La postura del gobierno hoy es volver a ofrecer a los independentistas lo que ya rechazaron ayer y no quieren hoy ni querrán mañana. Esta estrategia está basada en cinco pilares muy inestables:
Diálogo: Es el principal mantra de cualquier negociación con los independentistas. No es preciso describir qué contenido tendrá el diálogo. Lo importante es hablar, no ponerse de acuerdo. El medio es el fin. A menudo, el diálogo entre el gobierno central y los independentistas solo es diálogo en su formato: las cámaras de televisión muestran a dos hombres trajeados dialogando. En la práctica, diálogo significa simplemente que los independentistas han accedido a sentarse con su interlocutor.
Es importante que el diálogo sea bilateral. El independentismo no puede admitir ningún formato multilateral, que implicaría aceptar que está en igualdad de condiciones con las demás comunidades autónomas. El diálogo tampoco es aceptable entre catalanes, o entre representantes políticos nacionalistas y antinacionalistas en Cataluña. El diálogo siempre es entre Cataluña y España de tú a tú.
Federalismo: Tiene un poco más contenido que diálogo, pero es un concepto lleno de sobreentendidos y manipulaciones. En muchos aspectos, desde impuestos hasta educación, sanidad e incluso policía, España es una federación (en otras cuestiones, hay errores básicos de coordinación y claridad de las competencias). Un ejemplo de que Cataluña funciona como si España fuera una federación está en su libertad educativa y su capacidad, incluso, de construir instituciones paralelas al Estado. En este caso, es un federalismo desbocado y sin una cláusula necesaria en estos sistemas: la lealtad. Quien propone el federalismo en 2021 para solucionar el conflicto catalán cree en soluciones cosméticas (abrir una sede del Museo del Prado en Barcelona o trasladar el Senado) o simplemente aspira a un federalismo asimétrico: algo así como federalizar a Cataluña pero no a España. Es decir, darle más a Cataluña a costa de las demás regiones. O, en otras palabras, darle al que más tiene a costa de los que menos tienen.
Como dice Juan Claudio de Ramón en Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña, “Interesa el autogobierno de lo propio, no el autogobierno de lo común. La manera en la que el gobierno federal deba intervenir en la vida de los ciudadanos –asunto crucial– no suscita la reflexión de nuestros federalistas”.
Referéndum: ¿Quién puede estar en contra de votar? ¡Dejad que voten! No es tan sencillo. En primer lugar, hay que saber qué se vota. Votar no es algo bueno per se: lo saben desde los contrarios al Brexit a los gitanos y refugiados en Hungría, cuyos derechos han estado sujetos a votaciones populares. En un referéndum que preguntara sobre la independencia de Cataluña quedarían fuera la mayoría de catalanes, que cree que la solución no es ni la independencia ni el statu quo. En una encuesta publicada en La Vanguardia en julio, solo un 23% de los catalanes pensaba que el referéndum era “la mejor vía para solucionar el conflicto”. El resto se dividía entre quienes pensaban que hay que “mejorar el sistema de financiación” (un 36%), quienes querían un nuevo Estatut (6%) y quienes creían que lo mejor era reformar la Constitución (24%).
Tanto gobierno como Generalitat hablan del referéndum como un silbato de perro: para que cada cual escuche lo que desea. El gobierno juega con la idea de un referéndum pero matiza que no será sobre la independencia. Así juguetea con el atractivo que tiene entre los catalanistas la idea de votar. También da una imagen de apertura y sentido común. La Generalitat, por su parte, afirma que habrá un referéndum pactado cuando sabe que no es constitucional una consulta vinculante sobre la independencia.
Estatut: En 2006, con una participación del 50% y con un apoyo del 36%, Cataluña votó a favor de un nuevo Estatut que incluía varios aspectos inconstitucionales. En 2010, el Tribunal Constitucional eliminó esos artículos contrarios al ordenamiento jurídico. Como explica Juan Claudio de Ramón, “De los doscientos veintisiete artículos del Estatut el Tribunal Constitucional anuló total o parcialmente catorce –en algunos casos se trató solo de una palabra– y dictó la manera de interpretar otros veintiséis”. Esta corrección comprensible en cualquier democracia liberal (había artículos que directamente proponían que la justicia española no era vinculante en Cataluña) se magnificó y el catalanismo lo convirtió en el mito fundacional del discurso del agravio que desembocó en el procés. Los que quieren volver a abrir el debate del Estatut quieren rescatar los artículos eliminados, algo que difícilmente será posible. Lo que garantizaba el Estatut, en palabras de su propulsor, el entonces president Pasqual Maragall, era hacer “residual la presencia del Estado en Cataluña”. No es una postura muy diferente a la de los independentistas que saben que la independencia no está cerca; hasta que lo consigan, lo esencial es dañar al Estado.
Política: Para los independentistas y sus compañeros de viaje, la política es lo contrario a la ley. Por eso hablan de que hay que acabar con la judicialización de la política, es decir, con el castigo penal de prácticas políticas ilegales. Malversar dinero público para organizar un referéndum ilegal puede tener una respuesta política, pero en un Estado de derecho claramente ha de tener una respuesta judicial. Defender que hay que volver a la política implica olvidar que fueron los independentistas, al saltarse la ley, los que se alejaron de las soluciones políticas. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).