Ilustración: Jimena Duval

(In)felices fiestas

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Confesémoslo como quien asume un pecado esperando ser redimido nada más y nada menos que por la potencia inmemorial y radiactiva de una fecha marcada en rojo en los calendarios: ya desde el principio todo el asunto pinta mal y conduce al temblor.

Y no es por la descendente temperatura boreal sino por ese siempre en ascenso y sobrenatural espía que surge del frío año tras año. Un hombre corpulento con barba y traje raro, que no deja de lanzar carcajadas mientras invita a la incorrección de que los niños se sienten en sus rodillas mientras no deja de toquetearlos y de hacerles preguntas incómodas acerca de la bondad y del mal comportamiento y prometiéndoles no solo hacer justicia sino, mientras todos duermen, colarse por las chimeneas de las casas y ponerse a olisquear con fetichismo calcetines ajenos. Y mejor no hablemos de su despreocupación en cuanto a esclavizar a cientos de elfos en su taller, de la ferocidad con la que les exige a esos pobres renos que soporten una carga bestial y de su facilidad para volar saltándose todo control aéreo a una velocidad pasmosa.

Digámoslo entonces: ese tipo no es de fiar.

Y si tiene algo para dar es miedo. Sí: Santa Claus o Papá Noel o Viejito Pascuero o cualquier otro de sus múltiples alias da miedo. El mismo tipo de miedo que producen los payasos. Solo que el amo y señor de la Navidad es, desde siempre y para siempre, el dueño y domador del circo.

Y mejor no hablemos del modo en que se llegó a ese ser y a esta fecha que empezó a fecharse hace unos cinco mil años, en las tinieblas del Neolítico. Días más cortos (o más largos, si se celebraba la cuestión bajo la línea del Ecuador) y festivales eternos y comilonas bestiales junto a pilares de piedra iluminados por hogueras e intercambio de objetos de bronce y, después, todos a aparearse con todos bajo ese pino sagrado y a esperar los nacimientos con la llegada de la primavera. Y las Saturnalias de los antiguos romanos en las que, por un rato, los esclavos eran servidos por sus amos y se intercambiaba sigillaria (figuras de cera o arcilla). Y las doce jornadas medievales yendo del 24 de diciembre a la twelfth night del 6 de enero con danzas y canciones y torneos. Y la versión victoriana –con los niños como grandes protagonistas– que es aquella de la que proviene la nuestra. Solo que entonces los niños soñaban con juguetes y no con teléfonos móviles.

Y, claro, hablando de niños: también está todo eso del cronológicamente imposible nacimiento del Mesías producto del acoso sobrenatural de una deidad mayor (dios que años más tarde sacrificará a su hijo en su nombre) a una virgen sin #MeToo que la defienda.

Pero más allá de la variedad de deseos y del cambio de las modas y del sabor de la fe que se profese, hay algo muy inquietante en esa suerte de zona fantasma que son las fiestas findeañeras. Así, la Navidad & Co. como ciclotímica, inquieta, hormonal y por siempre adolescente. Si la Navidad fuera una de las edades del hombre, sería –a no dudarlo, coherentemente– la Edad del Pavo. Y lo más terrible de la Navidad & Co. no es la obligación de reunirnos con gente a la que optamos por no ver el resto del año; tampoco la demencial crecida de nuestro presupuesto mensual en nombre de unas pocas noches. No, lo terrible de la Navidad es que no solo nos obliga a repasar una y otra vez nuestra idea de la felicidad (en la que pensamos de reojo durante once meses y dos semanas), sino que, además, la pluraliza. Eso de, ya saben, “Felicidades”. De pronto es como si no bastara, no fuera suficiente, con la inalcanzable y singular y esquiva felicidad. Ahora, además, se impone la idea de varias felicidades, de muchas formas de alegría, del gozo automático y reflejo. La sonrisa como mueca y risas y campanitas y estrellita y a rebuscar bajo el arbolito lo que nos dejaron y descubrir todo aquello que no nos trajeron ni nos traerán. Jornadas, también, en las que se sacan conclusiones de lo sucedido en los doce meses anteriores (y en toda una vida) y se prometen imposibilidades para los doce meses que vendrán porque, de pronto, queremos tanto y creemos tanto y sentimos la imperiosa necesidad de querer creer en lo que sea. Una dimensión espaciotemporal en la que, se supone, todos flotan en un limbo de paz en el mundo y ho-ho-ho y jingle-jingle y twinkle-twinkle. Una suerte de paréntesis donde se ordena e impone la obligación de ser feliz aunque uno no lo sea y se autoconvence de que no hay nada mejor que estar todos juntos aunque el resto del año la proximidad de más de un miembro de nuestra tribu se nos haga tortura intolerable.

Y, ah, las postales innecesarias obturando la boca del buzón. Y la puntual resurrección de esa insoportable canción de Wham! y su terrible videoclip de suéteres y chimenea y nieve y ski resort y subtexto swinger (y todo pecado se paga y no olvidar que George Michael falleció un 25 de diciembre). Y las recopilaciones de greatest hits y los nuevos álbumes de villancicos y Christmas songs a cargo de artistas sin nada nuevo que ofrecer; este año ha sido el turno de Los Lobos y Robbie Williams, pero por ahí han pasado hasta Bob Dylan sin olvidar que John Lennon se compuso un standard pacifista a la medida y que el single más vendido de la historia sigue siendo el “White Christmas” compuesto por Irving Berlin con la voz de Bing Crosby. (Y no hace mucho leí que los villancicos hacen mal. Los villancicos te vuelven loco. Al menos así lo decidió el sindicato alemán de vendedores de tiendas que desde hace ya un tiempo exigió a los dueños de los grandes almacenes de Berlín que les dieran quince minutos extra de descanso a los vendedores para así compensar y reponerse de la “crueldad mental” que significa trabajar ocho horas al día escuchando ininterrumpidamente esas vocecitas de ardillas anfetamínicas y esas campanitas que resuenan sin cesar.) Y el mensaje del Rey de España y, hasta hace poco, el cada vez más psicotrónico especial de Raphael. Y la inesperada llamada telefónica de esa persona informándote de que tiene algo-para-decirte-que-nunca-te-dije-y-es-mejor-que-te-sientes. Y los comerciales televisivos alegóricos que no hacen más que subrayar, apenas subliminalmente, ese espasmo similar al de la orquesta en la cubierta cada vez más vertical del Titanic. Así, la emoción de ganar la lotería o esa cantinela del “vuelve a casa, vuelve… te esperamos” en nombre del turrón, pero que a mí siempre me pareció más propia del constante retorno de uno de esos slasher-gore killers como Michael Myers o Jason Voorhees listos para trinchar al pavo y a todos los que se le pongan por delante.

Y, de pronto, uno ya no aguanta tanto espanto (“será por eso que la quiero tanto”, rimaría Jorge Luis Borges) y cae de rodillas y le reza al Grinch de Dr. Seuss, al Jack Skellington de Tim Burton, al Bad Santa de Billy Bob Thornton, al Festivus de ese episodio de Seinfeld a celebrar el 23 de diciembre, a la pequeña asesina en serie de Santa Claus en ese relato perfecto de Spencer Holst (y a muchos de los personajes en los cuentos que siguen a estas líneas en esta revista). A todos esos grandes y festivos saboteadores de lo festivo que no son otra cosa que la versión épica y epifánica de ese tío nuestro que ha bebido de más y, de pronto, en el centro de esa cena que se desea última, se pone de pie y anuncia –con voz de tenebroso descorazonado– el principio de ¡El Horror! ¡El Horror! y la continuación de haber vuelto a recibir el más equivocado de los regalos y el seguimiento de, siete días más tarde, con todo un año por delante, empezar a romper todas esas tan poco prometedoras promesas para las que no hay vacuna ni cura.

Y tal vez la Navidad no sea un virus. Tal vez sea una droga. Alto poder adictivo. No se puede parar. Un compuesto químico que obliga a sonreír a todo el mundo, a abrazarse y a convencerse de que la felicidad es un invento posible. Así, la invención de la Navidad equivale a la invención de la felicidad. O viceversa. Así, los que se odian se abrazan resignados durante este limbo de siete días, porque –a no olvidarlo– nos vemos de nuevo para festejar otra improbable abstracción espaciotemporal.

Aún así, la Navidad es un engaño que debe ser preservado a toda costa. Desde hace siglos, funciona como Mentira Original siseante y enroscada alrededor del tronco que une a padres e hijos. Así, se premia la buena conducta y la honestidad mediante la construcción de una dulce falacia cuyo esclarecimiento tarde o temprano deja siempre un sabor amargo. Porque se deja de creer en Papá Noel y enseguida se deja de creer en el supuesto amor que sienten los padres entre sí y, por extensión, en el amor que profesan hacia uno. Y la onda expansiva de esta decepción iniciática acaba por cubrir toda una vida incrédula e inverosímil.

Y la pregunta es, claro, ¿se cree en la Navidad o es la Navidad la que cree en nosotros?

Pero, más allá de variaciones públicas y apreciaciones personales, todos regresamos a las universales y plurales fuentes y al Big Bang y al Alfa del asunto: A Christmas carol de Charles Dickens (1843) y donde fantasma es la palabra clave (no olvidemos que el inmenso librito apareció originalmente con el subtítulo “Historia de fantasmas navideña”, haciendo más hincapié en lo espectral que en lo festivo). Y allí el escritor inglés gana y nos hace ganar, cuando deja asentado que ese día doble que es el 24/25 de diciembre es terreno fértil para que pasten las apariciones. Dickens lo escribió para huir de la tiranía de los folletines, para empezar y terminar algo rápido y muy comercial, porque estaba resfriado y no podía ir a las fiestas que tanto le gustaban (aunque “Mi padre no era un buen tipo”, se arriesgó a susurrar una de sus hijas una vez que hubieron concluido los fastos del entierro del escritor en Poets’ Corner, abadía de Westminster).

En su monumental biografía, Peter Ackroyd arranca con algo que ya había asentado en su momento G. K. Chesterton: “No resulta arriesgado afirmar que Dickens reinventó por sí solo la idea de la Navidad tal como la conocemos hoy: ese grupo familiar reunido para disfrutar de los placeres, el afecto y la esperanza, idealizado a partir de las tenebrosas visiones de su infancia donde, siempre, la tristeza, la miseria y la muerte crecían fértiles como fantasmas ciertos.”

Y es la elección de lo fantasmal como vehículo para su historia lo que convierte la estrategia de Dickens en algo particularmente eficaz y perdurable: se sabe que la fiesta dura poco pero las apariciones son para siempre. La fantasía de Dickens funciona igual de bien que el primer día, porque se las arregla para hacer comulgar la idea del festivo “pavo más grande que haya” y las lucecitas en el árbol con la oscura culpa y el hambre insaciable de lo que pudo haber sido y no fue pero tal vez será.

La variación más exitosa y lograda sobre el tema es otra atemorizante fantasmagoría: It’s a wonderful life, película de Frank Capra de 1946 y cuyo casi obligado revisionado el día en cuestión ya es otra de las tantas tradiciones aceptadas.

Una y otra dan miedo porque tratan de los misteriosos vaivenes de la memoria y de la posibilidad de cambiar cuando lo que en verdad se desea es desaparecer por completo.

Y ya se sabe: la nouvelle de Dickens narra la historia de un hombre malo, Ebenezer Scrooge, que se vuelve bueno; mientras que la película de Capra (el diciembre pasado Saturday Night Live la parodió con Trump, causando indignación en el presidente) se ocupa de la trama de un hombre bueno, George Bailey, que se vuelve un desesperado.

En una y en otra hay visitas sobrenaturales –ángeles y fantasmas– y las dos acaban bien (y no está de más recordar que el “malo” de It’s a wonderful life no recibe castigo alguno mientras que todo hace pensar en que Bailey ya jamás podrá dejar esa casi vampírica Bedford Falls que lo reclama y lo retiene).

Aunque, bueno, ya lo dije y lo apunté en otras ocasiones: yo siempre me quedé con las ganas de ver cómo seguían, qué ocurriría una vez disipada la encantadora onda expansiva de la explosión benéfica de las fiestas y resonando otra vez el ominoso silencio de la normalidad. Porque esa es la clave de la Nochebuena y de ese eco que es la Nochevieja, siete días después: no duran nada, son más un breve espejismo que un permanente oasis, una ínfima tregua en la guerra de todos los otros días.

Y, lo siento mucho, la verdad sea dicha por más que la verdad sea dolorosa y Charles Dickens haya decidido no contarla por piedad hacia nosotros, para no arruinar las fiestas. Los escritores y los guionistas tienen el poder de terminar una historia en el momento en que lo consideran más oportuno; pero eso no significa necesariamente que las historias terminen ahí.

Y aquí voy.

Una semana más tarde, para el 31 de diciembre de ese mismo año, Scrooge ya había vuelto a ser tan detestable como siempre lo había sido hasta esa inolvidable y fantasmagórica Navidad. En realidad, ahora que lo pienso, a partir de entonces, Scrooge fue todavía un poco más detestable. Y existe otra posibilidad aún más terrible: en realidad los fantasmas de las navidades fueron el producto de una conspiración comandada por Bob Cratchit –empleado/esclavo de Scrooge– para quedarse con su fortuna. Tiny Tim fue operado con éxito, su paso por los quirófanos le descubrió su verdadera vocación, y acabó siendo un médico de renombre que, en sus ratos libres, se hizo famoso bajo el alias de Jack el Destripador.

En cuanto al George Bailey de It’s a wonderful life, seguro que se escapó a la mañana siguiente, mientras todos dormían, con todo ese dinero donado por sus adorables vecinos. Y por fin y a solas dejó las nieves de Bedford Falls para siempre poniendo rumbo hacia climas más cálidos, a una lejana ciudad de Brasil llamada –no podría ser de otro modo– Natal.

Felices cuentos. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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