Mucho se ha escrito sobre las capillas abiertas novohispanas desde que Manuel Toussaint propuso el término en la década de 1940. Los principales ejemplos de este tipo de edificaciones, características del proceso de evangelización en la Nueva España, han sido analizados con detalle, identificando tanto sus periodos de construcción como sus afinidades estilísticas. Se han propuesto tipologías que consideran su ubicación original –aisladas o integradas a un conjunto conventual– y su disposición arquitectónica –en balcón, exentas, adosadas, de tipo portería, centralizadas, de tipo mezquita o basilicales.1 Sin embargo, no todas las capillas abiertas que sobreviven han sido identificadas: algunas permanecen ignoradas debido a su localización apartada de los principales corredores artísticos o históricos de México, otras porque forman parte de construcciones posteriores y sólo pueden reconocerse mediante una observación cuidadosa. Tal es el caso de la capilla abierta de Mayanalán, Guerrero, que hasta ahora ha estado al margen de la literatura especializada en el tema.
Mayanalán es un pequeño poblado de 2,755 habitantes, ubicado en un valle de la región norte del estado de Guerrero, a unos 28 kilómetros al sur de Iguala y a 12 de Tepecoacuilco, su cabecera municipal. Su nombre se interpreta en náhuatl como “lugar de hambre”, y lo cierto es que no resulta fácil arrancarle el sustento a esa tierra “muy cálida y seca y de pocas aguas”, a pesar de ciertas obras de irrigación, como la Presa del Zopilote (fig. 1). Con todo, en los corrales de las casas de Mayanalán no faltan los tamarindos, las llamadas “ciruelas” (jocotes) o los mangos. Tristemente, a últimas fechas su nombre suele figurar en la nota roja de la prensa local e incluso nacional, debido a la violencia del crimen organizado, que mantiene en vilo a toda la zona.

El poblado es de origen prehispánico. La Relación geográfica de Iguala y su distrito, de 1579, señala que, durante la Conquista, “diose este pueblo como los demás de la provincia de paz”, aunque sus habitantes –cohuixcas de la familia nahua– “tenían muchos arcos y flechas y macanas y hondas”. A finales del siglo XVI, Mayanalán era una de las siete cabeceras de la provincia, si bien ya entonces se advertía una terrible despoblación a causa de los “cocolistes” y los servicios personales en las minas de Taxco, que habían mermado su población a una décima parte de sus 2,000 tributarios originales. El asentamiento se había refundado a la manera española: “están trazadas las calles y casas”, se lee en la Relación, lo que sugiere el damero –bastante irregular, por cierto– que aún puede percibirse. La zona contaba con una rica fauna hoy desaparecida (“muchos géneros de animales, como son tigres y leones pardos y coyotes”) y otras alimañas que persisten (“muchos animales ponzoñosos, escorpiones, víboras y otras muchas sabandijas”).
La misma fuente menciona también el templo del lugar: “tiene una iglesia de la advocación de Nuestra Señora de la Asunción”, pero no se refiere a él como una “capilla abierta”, como sí lo hace explícitamente al referirse al de Iguala.2 El templo actual –con la categoría de parroquia– no conserva ya esa antigua advocación, pues se venera en él al Señor de Chalma (fig. 2). La tradición oral explica el cambio señalando que la imagen titular se halló enterrada bajo la iglesia de Santa María de Xelican el 21 de mayo de 1700 y se le llevó a Mayanalán para rendirle culto. Se trata de un Cristo crucificado similar, pero no idéntico al de Chalma, en el Estado de México, con cabello natural rizado y piel oscura, ya sea por su material original o por el paso del tiempo. Su rostro apenas se distingue por la inclinación de la cabeza y la abundante cabellera, y algunos afirman que cada vez se ve menos, que “cada vez está más agachado”, debido “a la maldad que hay”. El Señor de Chalma de Mayanalán goza de una profunda devoción, y cada cuarto viernes de Cuaresma congrega a numerosos fieles en una concurrida fiesta religiosa y popular.

El recinto religioso, incluidos sus anexos y el atrio, ocupa una manzana completa de aproximadamente 75 por 50 metros, con los lados mayores al norte y sur. Sorprende, apenas se pisan las lajas del patio, descubrir que muchas de ellas son lápidas arqueológicas (fig. 3). Al igual que otros restos dispuestos sin orden aquí y allá (entre ellos, una curiosa escalera monolítica, fig. 4) se trata de piezas traídas en la década de 1980 desde el cercano ejido de Totolapa, un sitio mesoamericano de importancia en el periodo Clásico, aunque ya muy saqueado.3 Sin embargo, hay otras piezas antiguas, incrustadas en los muros, que no parecen compartir el mismo origen. Al menos, no fueron incluidas en los estudios que documentan la procedencia del resto, y podrían haberse colocado en su sitio desde la construcción del edificio colonial. Sobresalen especialmente unas cabezas de serpiente emplumada, de rasgos casi abstractos, que asoman en lo alto del templo católico como si fueran gárgolas (fig. 5).



La iglesia tiene su fachada dirigida hacia el poniente y aparece ligeramente descentrada con respecto al atrio, lo que sugiere que originalmente contó con algunos anexos al norte, donde hoy se levantan construcciones aparentemente modernas. A primera vista se advierte su origen colonial, similar a otras iglesias de la región, aunque con claras modificaciones posteriores. Tiene una sola nave cubierta con bóveda de cañón y una fachada transformada con pretendido clasicismo, quizá resultado de una intervención reciente (fig. 6). Destaca, sobre todo, su gran torre con campanario de tres cuerpos, cuyas columnas adosadas, rematadas en pináculos, le dan profundidad y personalidad a pesar de su natural sencillez (fig. 7). Todo el conjunto se encuentra estucado y pintado, desafortunadamente con pinturas vinílicas y de aceite, que incluso marcan los detalles en falso dorado. Sólo algunas piedras rudamente labradas asoman en la portada principal y en la lateral, situada al norte. El pretil de los muros de la nave presenta en lo alto un perfil mixtilíneo, seguramente de época barroca (fig. 8).



Es precisamente al seguir la línea que marca ese pretil cuando se advierte que la cabecera del templo corresponde a una construcción distinta, aunque curiosamente coherente con el resto de la nave. En lugar de los arcos invertidos que allí se observan, los muros están coronados por almenas escalonadas que con un ritmo y dimensiones parecidas (fig. 9). No resulta difícil, en este punto, reconocer que esta cabecera es la parte más antigua del conjunto: sin lugar a dudas, una capilla abierta del siglo XVI que originalmente se abría hacia el atrio mediante un gran arco, y a la cual se adosó posteriormente una nave para transformarla en un recinto cerrado (fig. 10).

Las dimensiones del edificio primitivo se pueden calcular en algo más de 22 metros de frente, 11 de fondo y quizá unos 7 a 8 metros de altura. Para apreciar de un solo vistazo su singularidad, es necesario acercarse por la parte posterior, que permanece libre de añadidos. Ahí se distinguen claramente los tres volúmenes prismáticos que lo conforman: el central, más profundo y elevado, que alberga el presbiterio, y los laterales, al norte y al sur, que funcionan respectivamente como sacristía y bautisterio (fig. 10). Una pintoresca escalinata de peldaños desiguales, ubicada en el escote del bautisterio, permite acceder desde el exterior a la azotea (fig. 11). Allí se observan las mencionadas almenas escalonadas, un tipo muy poco común en la arquitectura novohispana (recuerdo ahora sólo las de Tepeaca), aunque frecuente en el arte hispanomusulmán.4 Los paramentos se encuentran completamente blanqueados, con algunas notas de color que han variado en cada repinte: en las fotografías que aquí muestro aparecen en azul; en otros momentos han sido terracota e incluso verdes. Desde este ángulo, y entre las palmeras que adornan el atrio, el conjunto parece arrancado del Magreb: un morabito norafricano misteriosamente trasplantado a las sierras guerrerenses.


Al rodear el edificio, otros detalles refuerzan esta impresión. En el bautisterio, una puerta orientada al sur y una ventana al poniente, ambas pequeñas y estrechas, presentan un cerramiento mixtilíneo que remite a los arcos de ladrillo o de yesería andalusíes. En la sacristía, un gran óculo circular abierto al poniente enmarca una ventana cuadrada con cerramiento triangular sobre impostas, cuyo perfil general recuerda también ciertos modelos populares marroquíes (fig. 12).

La que fuera la fachada del cuerpo central de la capilla abierta está, como expliqué antes, parcialmente oculta por la nave, adición que no la desvirtuó por completo. El gran arco de medio punto que originalmente se abría al atrio limita ahora el presbiterio, elevado cinco gradas sobre el piso de la nave. Aunque el frente e intradós del arco están cubiertos por decoraciones neoclásicas de argamasa, relativamente modernas, es posible que las molduras de las pilastras –con basas y capiteles áticos– e incluso los tableros del fuste, pertenezcan aún a la obra original del siglo XVI (fig. 13). Desde el interior del templo, el arco se percibe en un plano ligeramente remetido, encuadrado, cuyo sentido sólo se comprende al observar el exterior que asoma sobre la bóveda: allí, ese rehundido continúa en sentido horizontal y conforma un alfiz moruno que enmarcaba sutilmente el antiguo acceso.

En la albanega o enjuta de este alfiz se encuentran cuatro escudos tallados en piedra, hoy lamentablemente cubiertos con pintura dorada de esmalte (fig. 14). El primero, de norte a sur, podría ser un emblema agustino: un corazón flechado rodeado por una guirnalda (fig. 15). Sin embargo, el desgaste impide una lectura cabal. El segundo, mejor conservado, corresponde claramente al emblema franciscano de las cinco llagas de Cristo (fig. 16).5 El tercero es ya ilegible por el deterioro, y el cuarto muestra una simple cruz, de ejecución más tosca. Por simetría, cabría esperar un quinto escudo, que no existe. Esta ausencia llama la atención sobre un detalle revelador: todo ese ángulo de la fachada de la antigua capilla abierta parece haber sufrido algún daño, y posiblemente se reconstruyó sin demasiado cuidado. No sólo falta el escudo correspondiente, sino que el alfiz se interrumpe abruptamente y sobre el pretil faltan tres almenas.



Regresemos al interior del templo. El presbiterio, cubierto por una bóveda de cañón dirigida de oriente a poniente, se adorna al fondo con un retablo neoclásico popular que alberga la imagen del Señor de Chalma. Las otras dos paredes del presbiterio están decoradas con pinturas murales modernas, de nula calidad artística. A la mitad del muro norte se abre la puerta de acceso a la sacristía, con su dintel en forma de arco conopial. Al lado opuesto, un poderoso arco –que deja ver el considerable grosor de los muros originales– comunica con el bautisterio (fig. 17). Allí se conserva la única joya del mobiliario litúrgico que vale la pena reseñar por su pertenencia al edificio primitivo: una hermosa pila bautismal monolítica del siglo XVI. La basa del pedestal está adornada con el cordón franciscano, mientras que en la circunferencia de la pila se lee, en grandes letras, la inscripción: “TV ES BAPTIZATUS EGO NO TE REBAPSI [sic por REBAPTIZO]”, es decir, “si estás bautizado, yo no te vuelvo a bautizar”, fórmula particular del ritual latino para los casos en que se duda de un bautismo anterior (fig. 18). Tanto la sacristía como el bautisterio están cubiertos también por sendas bóvedas de cañón, dispuestas perpendicularmente a la del presbiterio.


Por sus características, la capilla abierta de Mayanalán puede vincularse, sin mayor dificultad, al mudéjar: ese amplio y a menudo impreciso “cajón de sastre” estilístico en el que los historiadores del arte agrupan la arquitectura con rasgos o influencias del arte hispanomusulmán, ya reinterpretadas dentro de las monarquías cristianas de la península ibérica, y que, en algunos casos llegaron incluso a América, abarcando un arco cronológico que va del siglo XII al XVI. Sin embargo, esta clasificación no alcanza a expresar del todo lo que vuelve único al edificio: ese carácter que parece más africano que andaluz, más marroquí que español.
Líneas arriba me referí a un tipo de construcción característica del Magreb: el morabito. Se trata de una especie de capilla islámica, frecuentemente ubicada en parajes apartados, donde habitaba un ermitaño y que, tras su muerte, se convertía en lugar de recuerdo y veneración. En muchos casos se formaban cementerios a su alrededor, pues los fieles deseaban reposar cerca de un sitio considerado sagrado. Aunque en la arquitectura de muchos morabitos destaca la cúpula, ésta no es un elemento indispensable. Lo esencial suele ser su planta centralizada (a veces un simple cuadrado) y la jerarquización espacial mediante el uso de diferentes alturas en el santuario. Muros encalados en blanco y almenas escalonadas son también rasgos comunes (fig. 19).
A simple vista, estos morabitos guardan una notable semejanza con el aspecto que debió de tener en su origen la capilla abierta de Mayanalán (fig. 20). ¿Pudo uno de ellos –o alguna construcción similar– haber servido de inspiración a su arquitecto? No me parece una hipótesis descabellada. Los morabitos existieron también en España, aunque hoy subsisten apenas unos pocos y en estado muy alterado. Es plausible que, en el siglo XVI, cuando aún no se había producido la expulsión definitiva de los moriscos, existieran muchos más ejemplos bien conservados, cuya imagen pudo haber perdurado en la memoria de algún constructor trasplantado a América. No sería la primera vez: por ejemplo, otro edificio novohispano de filiación mudéjar, el Rollo de Tepeaca, se inspira claramente en la Torre del Oro de Sevilla. De ser así, la capilla abierta de Mayanalán no sólo reflejaría un cruce de tradiciones arquitectónicas, sino que representaría también el eco de un tipo de edificio prácticamente desaparecido en la arquitectura peninsular.

La capilla abierta de Mayanalán es un testimonio excepcional del primer siglo virreinal, con influencias lejanas y singulares. Más allá de su filiación al arte mudéjar, su apariencia sugiere la persistencia en América de una sensibilidad estética ya desaparecida o en vías de desaparecer en su lugar de origen. Este modesto edificio de la tierra caliente de Guerrero encierra una historia compleja y mestiza, cuya singularidad merece ser reconocida, estudiada y preservada. ~
- No es lugar aquí de explicar el funcionamiento de las capillas abiertas ni de hacer un análisis pormenorizado de sus características. Recomiendo para ello consultar las obras de Rafael García Granados. “Capillas de indios en Nueva España (1530-1605)”, Archivo español de arte y arqueología, tomo 11, No. 31, 1935, págs. 3-30; John Mc Andrew. The Open·Air Churches of Sixteenth-Century Mexico. Atrios, Posas, Open Chapels, and others studies, Cambridge, Massachusetts. Harvard University Press, 1965; Juan B. Artigas. Capillas abiertas aisladas de México, México, Facultad de Arquitectura de la UNAM, 1982. ↩︎
- “Relación geográfica de Iguala y su distrito”, Benson Latin American Collection, The University of Texas at Austin, f. 23-25. ↩︎
- Rosa María Reyna Robles. “La cultura arqueológica mezcala”, tesis del grado de doctorado en Antropología, México, UNAM, 1997, p. 183-184. ↩︎
- Las almenas escalonadas existieron también en la antigua Mesoamérica y se conservan numerosos ejemplos arqueológicos, así como representaciones en códices. Por ello no puede descartarse que las de Mayanalán tengan influencia prehispánica, aunque considero que la presencia de otros elementos de origen hispanomusulmán disminuye esa posibilidad. ↩︎
- Ciertamente sería poco común la convivencia en el mismo templo de los escudos de agustinos y franciscanos, órdenes que rivalizaron en el proceso de evangelización. Sin embargo, hay que señalar que en esta región ambas tuvieron presencia temprana y cercana: los agustinos en Tepecoacuilco y los franciscanos en Iguala. ↩︎