El futuro de la historia

La historia como disciplina vive una dolorosa paradoja en nuestros días: al tiempo que la demanda de contenidos aumenta en los medios masivos, la edición de obras especializadas disminuye. Abrazar el carácter literario de la historia acaso sea una salida a la crisis.
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I. Nuestro futuro

Se trata, para empezar, del futuro del oficio del historiador, de su futuro inmediato nada más. Porque Leszek Kołakowski nos advirtió que “la historia de las ideas no es menos una infinita colección de accidentes imprevisibles, de lo que puede serlo una historia política. Aún así, siempre intentamos utilizar nuestra ingenuidad para revelar una especie de ‘lógica’ en la secuencia de los sucesos, y solo iluminados por esta ‘lógica’ podemos jactarnos de captar el significado de los sucesos (o imponerles un significado)”.

{{Leszek Kołakowski, God owes us nothing, Chicago, University of Chicago Press, 1996, p. 31. En español: Dios no nos debe nada, Barcelona, Herder, p. 45.}}

O en versos del poeta sueco Tomas Tranströmer:

Noviembre ofrece caramelos de granito.
¡Impredecible!
Al igual que la historia del mundo
riendo en el lugar equivocado.

Y es que si bien la historia es una ciencia social, es también la musa Clío, emparentada con todas las artes, en nuestros días, muy cercana a la literatura y al cine. Pierre Menard escribió que la historia es madre de la verdad, afirmación cervantina que Borges califica de “mero elogio retórico”; queremos conocer la verdad de los hechos pasados, porque arrieros somos y en el camino andamos y porque, según Spinoza, “más conocemos cosas singulares, más conocemos a Dios”. Algo que Goethe transforma en advertencia: “No vayan a buscar detrás de los fenómenos; ellos mismos son toda la teoría.” Fatídica advertencia para los del “marco teórico”. Escuchen a Jacob Burckhardt cuando nos dice que los historiadores deberían prestar atención “no solo a las causas materiales, sino más especialmente a las espirituales y su visible transformación en efectos materiales”.

((Jacob Burckhardt, Reflections on History, Indianapolis, Liberty Classics, 1979, p. 46.))

Grandes novelistas nos interpelan. Gustave Flaubert: “Escribir historia es como beber el océano y mear una taza.” Fiódor Dostoyevski: “¿Hay algo más insolente que un hecho?”

((Fiódor Dostoyevski, El príncipe idiota, Ciudad de México, Sepan Cuantos…, p. 187.))

Por eso Henri-Irénée Marrou señala que “en historia, es siempre fácil persuadir a los lectores; en cambio es mucho más difícil persuadirse a sí mismo, al contacto de la ambigüedad de las fuentes, y con las dificultades de la información y la comprensión, sobre todo cuando se mide el alcance de la puesta existencial”.

{{Henri-Irénée Marrou, De la connaissance historique, París, Seuil, 1966, novena edición, p. 58. En español El conocimiento histórico, Barcelona, Labor, 1968.}}

 Y, en sus Confesiones profesionales, José Gaos advierte de otro problema: “La realidad está integrada, al menos en parte, por sujetos individuales. La individualidad de estos sujetos implica que a cada uno de ellos le es dada la realidad, en su totalidad, en una perspectiva distinta, por poco que sea, de aquella que le es dada a cada uno de los demás.” ¿A qué nos puede mover semejante reflexión? ¿A qué, sino al escepticismo? Gaos piensa que “uno puede tomar las cosas humanas, no solo teóricamente como meros productos históricos, sino tomarlas como históricas gustosamente, complacerse con ellas en su historicidad, en lo que tienen de humanas”.

((José Gaos, Confesiones profesionales, México, FCE, 1958, pp. 11 y 34.))

“Los historiadores lo mezclan todo sin darse cuenta de que esta mezcla forma parte de la materia de la que hablan, y que esa materia se ríe de ellos.”

{{René Girard, Achever Clausewitz, París, Carnets Nord, 2007}}

 René Girard era más crítico literario que historiador, pero es precisamente de escritores como él o como Paul Valéry que vienen las críticas más pertinentes para nosotros. Y de ellos también la incitación a la confianza. Así el poeta Christian Bobin nos dice: “La historia está hecha de pliegues, de rodeos y de muchas dudas. La historia es como una tela doblada en ocho. Conforme se avanza en la lectura, la vas desplegando, cada vez más grande, cada vez más brillante ante tus ojos. Al leer, descubres poco a poco el motivo central y los dibujos secundarios.”

((Christian Bobin, Une petite robe de fête, París, Gallimard, 1993, p. 33.))

–¿Y cuál es su oficio del señor?

–Historiador.

–Ah… Es toreador y ¿torea toros?

–No, es doctor en historia.

–Ah… ¿doctor que cura?

Diálogo real, no imaginario, entre don Luis González y una mujer en el rancho del Mandil, en agosto de 1975, a propósito de quien escribe hoy. Los toros que toreamos son muy especiales. Y si hemos de creerle a Paul Valéry, lejos de curar males, los doctores en historia los podemos exacerbar, volviendo a las naciones amargas y soberbias, quitándoles el sueño, reabriendo viejas heridas: la historia como el producto más peligroso elaborado por la química del intelecto.

Según Carl Becker, nos encontramos en “la antigua y honorable compañía de los sabios de la tribu, bardos y cuenteros, trovadores y ministriles, adivinos y sacerdotes a los cuales ha sido confiado, a lo largo de las épocas, la conservación de los mitos útiles. Tal es nuestra función, como fue la de ellos, no crear sino preservar y perpetuar la tradición social, armonizar, en la medida que lo permitan la ignorancia y el prejuicio, el presente con las series recordadas de acontecimientos”.

((Carl Becker, “Everyman his own historian”, The American Historical Review, vol. 37, núm. 2, enero de 1932, p. 231.))

En nuestra historia inmediata, el oficio pasó por tres etapas: en el siglo XVIII, la historia fue considerada como una forma de literatura; el siglo XIX la pasó al rango de ciencia y el siglo XX precisó que es una ciencia social. Sin embargo, los mismos alemanes que inventaron la universidad moderna y la profesionalización de la historia señalaron algo que no entendieron los positivistas franceses, a saber, en palabras del gran Droysen, que “la historia es el conocimiento que tiene la humanidad de sí misma, certidumbre sobre sí misma”. No es “luz y verdad”, sino búsqueda, discurso, consagración. Como Juan el Bautista, no es “la luz pero es enviado para dar testimonio de la luz”. Dilthey y Max Weber siguieron en la misma senda, como bien lo señaló el joven Raymond Aron

{{Raymond Aron, Introduction à la philosophie de l’histoire. Essai sur les limites de l’objectivité historique, París, Gallimard, 1938.}}

 y bien lo supo don Edmundo O’Gorman.

Nosotros presenciamos el desfile acelerado de unas modas más o menos efímeras, desfile que bien podría señalar una crisis existencial: después de los Annales. Economies, sociétés, civilisations, con la consecuente descalificación de la historia política, militar y biográfica, vino la “historia de las mentalidades”, luego la “multiculturalidad”, de género, de la mujer, los “Subaltern Studies”, la historia de la sexualidad y de las minorías sexuales, el abandono de la historia económica y agraria, después la exaltación de la “memoria” y de las conmemoraciones, el resurgimiento de la política, militar, biográfica. ¿Regreso al punto de partida?

¿A qué corresponde esa desesperada búsqueda temática? Ciertamente a una pérdida de audiencia social. Rafael Argullol habla de “cultura enclaustrada” a propósito de la universidad en general, pero su diagnóstico vale para los historiadores cuando escribe que “la universidad se ha replegado sobre sí misma como consecuencia de un nuevo antiintelectualismo favorecido por una sacralización del paper, cuya confección obliga a renunciar a toda creatividad y riesgo. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha tendido a encerrarse entre sus muros. El universitario ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado, aun a costa de dar la espalda a la creación cultural”.

((Rafael Argullol, “La cultura enclaustrada”, El País, 25 de marzo de 2014.))

En el caso mexicano, el Sistema Nacional de Investigadores ha tenido efectos positivos, como el apoyo indirecto a las universidades de provincia y, en consecuencia, el alza indiscutible del nivel de los investigadores; y también efectos perversos, como la desvalorización de los libros (a favor del paper) y de la enseñanza. Un sistema de becas que puede mantener a alguien, desde la licenciatura hasta el postdoctorado, desde los veinte hasta los casi cuarenta años, fuera de la realidad social y laboral, alejado por completo del contacto con las aulas y los estudiantes. Por cierto, muchos colegas se niegan a dar clases o cuando las dan consideran que es tiempo perdido para la investigación, freno a la publicación sin la cual uno está amenazado con perecer. Lástima porque publicar y enseñar, escribir y hablar son las dos dimensiones inseparables de nuestra vocación.

Breve paréntesis: la enseñanza de la historia en primaria, secundaria y preparatoria, en todos los países del mundo, no tiene nada que ver con nosotros. Cuando mucho, participamos en la elaboración de los manuales, pero nunca en el diseño de los programas, porque este está reservado al poder político, a la burocracia educativa. Francia lo acaba de demostrar con la reforma de los programas de historia que impuso el Ministerio de Educación contra las protestas masivas de los profesores de historia.

No me atrevo a decir cuáles son los factores que provocan la caída abrupta del tiraje de nuestras revistas de historia y de los libros publicados por nuestras instituciones, pero es preocupante saber que no pasan de quinientos ejemplares que apenas se venden y que ni siquiera todas las bibliotecas universitarias compran. Ciertamente las universidades y los Centros Públicos de Investigación no han resuelto el problema de la distribución. ¿Unirse al seno de una gran distribuidora? El hecho de que nuestros libros no interesen a las grandes editoriales comerciales ¿corresponde a nuestra “cultura enclaustrada”? Queda que la crisis de la edición histórica es grave.

Autocrítica: Sí, es cierto, escribimos para un círculo estrecho de colegas; ni siquiera alcanzamos a leernos entre nosotros; somos demasiado especializados. En México, sobran los contemporaneístas y son escasos los historiadores que salen del campo de la historia nacional, tanto para la investigación como para la lectura. Lástima, en un tiempo en que la historia se quiere más “global”, más sensible a los contactos, relaciones, intercambios, conexiones entre las diferentes partes del mundo, ese provincialismo no nos es propio. Pasa lo mismo en todos los países, pero nuestro ombliguismo es grande.

II. Perspectivas

Existen nuevos retos que surgen de la multiplicación de los usos sociales de la historia, de la historia como ocio colectivo en el cine y la televisión, las exigencias de la memoria (el tristemente famoso “deber de la memoria”) y las conmemoraciones que se han multiplicado de manera exponencial al grado de ser una industria cultural. Incluso los tribunales citan a los historiadores como testigos o expertos.

Lo más importante es que existe una demanda por parte del “gran público” que se apasiona por una historia que no le proporciona la academia, demanda que enriquece a las casas editoriales y a los autores, amateurs en el mejor de los casos, peligrosos falsarios en muchos otros. History Channel, Clío, PBS, BBC, y el canal francoalemán Arte ofrecen productos televisivos de calidad que responden al gran apetito por la historia.

{{“The appetite for History” es el título del tercer capítulo del estimulante libro de John Lukacs The future of History [New Haven, Yale University Press, 2011], título que le robé para el presente ensayo.}}

 Es lo que Margaret MacMillan llama “The History craze” en el primer capítulo de su famoso libro Dangerous games. The uses and abuses of History. Por ejemplo, revistas mensuales de divulgación histórica, novelas históricas, “docuficciones”, pasión por la genealogía, las raíces, multiplicación de sociedades históricas locales, movilización para la conservación del patrimonio. La lista de las manifestaciones diversas de esa “locura por la historia” sería muy larga. ¿La sabremos aprovechar para nuestro bien y para corregir los “abusos de la historia”? El regreso de la biografía en los países anglosajones primero, en el resto de Europa después y su ilustración en México por el pionero Enrique Krauze, fundador de la empresa cultural historiográfica Clío, es uno de los aspectos de la demanda de historia, fuera de la academia.

En 1932, el ya citado Carl Becker invitaba a los historiadores a responder a la demanda de Mr. Everyman:

De otra manera él nos va a dejar cultivar una especie de seca arrogancia profesional crecida en el magro suelo de la investigación anticuaria… esa investigación será de poca monta si no se trasmuta en conocimiento común. La historia que se queda inmóvil en libros no leídos no trabaja en el mundo. La historia que trabaja en el mundo, la historia que tiene influencia sobre el curso de la historia, es una historia viva que agranda y enriquece el especioso presente colectivo, el especioso presente del Señor Cualquier Hombre.

Becker, op. cit., p. 234.

En ese sentido va la fascinación que muchos sentimos por la literatura, al recordar, con Luis González,

{{Luis González, “De la múltiple utilización de la historia”, en ¿Historia para qué?, Carlos Pereyra et al., Ciudad de México, Siglo XXI, 1980.}}

 que Clío es una musa y que el estilo es esencial. Empecé citando a muchos escritores, pocos historiadores. Es que el poder de conocimiento de los textos literarios es inmenso y nos incita al experimento narrativo tan audazmente logrado por don Luis, hace muchos años, en su célebre Pueblo en vilo. El poeta polaco Adam Zagajewski invita: “¡Literatura, escritores! Entren en la historia, abracen la historia” y John Lukacs le contesta: “Mi exhortación va a la inversa: historiadores, ¡entren en la literatura, abracen la literatura!”

((John Lukacs, The future of History, op. cit., pp. 89-90.))

“La historia puede escribirse plenamente –dicen Paul Veyne e Ivan Jablonka–. Nuestra disciplina es, forzosamente, literaria y puede asumirse como tal sin perder valor científico.”

{{“Entretien croisé”, Le Monde, 3 de octubre de 2014, pp. 4-5.}}

 Proféticamente en 1971, en la introducción de su libro Comment on écrit l’histoire, Paul Veyne afirmó: “La historia es una novela real.” Algo que mantiene hasta la fecha y empujó a su interlocutor, Ivan Jablonka, a escribir L’histoire est une littérature contemporaine. Manifeste pour les sciences sociales.

A un mundo global, historia global. Este es el reto más reciente que ofrece una oportunidad para llegar al gran público. Después del relato nacional del siglo XIX(México a través de los siglos) y la historia social del siglo XX, nos interesamos hoy en lo que Sanjay Subrahmanyam, autor de un fabuloso Vasco de Gama, llama con tino “historias conectadas”. Denys Lombard en su Le carrefour javanais ya lo hacía en 1990, pero tardó en encontrar imitadores. Serge Gruzinski se encuentra entre los valientes con su Quelle heure est-il là-bas? y en compañía de Romain Bertrand (autor de L’Histoire à parts égales), de Timothy Brook (Le chapeau de Vermeer), de David Cannadine (The undivided past. Humanity beyond our differences), de Jürgen Osterhammel (The transformation of the world. A global history of the nineteenth century) y de Kenneth Ch’en (Buddhism in China. A historical survey). La revista mexicana Istor, fundada en el 2000, intenta seguir esa pista, de la misma manera que predica a favor de una extensión temporal máxima de la historia, desde 2,800,000 años antes de Cristo hasta nuestros días, con su número “Historia de la prehistoria” (núm. 60, primavera de 2015), para una historia total, puesto que la noción de “prehistoria” no tiene sentido.

III. El futuro de la Historia como futuro de la humanidad

Historia con H para distinguirla de nuestra labor historiográfica, sin eliminar aquella. Los hombres de mi generación, nacidos durante la Segunda Guerra Mundial (nací dos meses después de Pearl Harbor, cuando los japoneses tomaban Singapur), no pueden eludir la pregunta sobre el sentido de la Historia, de la historia total. La guerra, los nazis, los genocidios, la guerra otra vez (para un joven francés), Indochina, Argelia, Vietnam, Afganistán una y otra vez, y los desastres actuales posteriores al 11 de septiembre de 2001, la guerra lanzada por Rusia contra Ucrania, la tragedia presente de los millones de personas desplazadas en el mundo, la Historia nos plantea esa pregunta a la cual la historia no puede contestar. ¿O podrá? Ciertamente la historia nos enseñó que las civilizaciones son mortales (Paul Valéry), muchas veces mortales si uno piensa en la destrucción de las ruinas de Palmira por el Califato. De manera menos trágica, la paleontología, que da a la historia de la humanidad una profundidad de millones de años, plantea la misma pregunta eterna: ¿De dónde venimos, adónde vamos?

El carácter desaparecido para siempre, irrecuperable, de lo que fue el hombre griego, el hombre maya, lleva forzosamente al historiador a cierta tristeza y a la metafísica, por ejemplo, a lo que Marrou llama “un optimismo trágico (cristiano) que se afirma por la fe y mantiene la esperanza a pesar de la realidad del mal, demasiado dura y demasiado sensible. Esta visión realista le permite al pensamiento cristiano asumir la seriedad profunda del pesimismo helénico o judío, el del libro de Job y el del Sileno cuando hablaba con el rey Midas”.

((Henri-Irénée Marrou, Teología de la Historia, Madrid, Ediciones Rialp, 1978, p. 76.))

El futuro es un misterio, la Historia es imprevisible, la verdad absoluta revela a Dios, de modo que lo único que podemos hacer nosotros es luchar contra las mentiras, falsedades, errores. Según Owen Chadwick, “todos los acontecimientos históricos son en parte misteriosos” y según Søren Kierkegaard, “la Verdad absoluta pertenece a Dios, no a nosotros: lo que nos es dado es la búsqueda de la verdad”.

Terminaré citando a don Edmundo O’Gorman:

Ya dijimos que la verdad histórica es apocalíptica; ahora sabemos que su mensaje es evangelio de libertad. En estos días cuando la idiosincrasia personal y la búsqueda de la felicidad individual están en tanto riesgo, cuando los hábitos e instituciones democráticas se hallan tan amenazados, el conocimiento histórico auténtico les brinda refugio y es su fortaleza. No abandonemos las murallas pasándonos a las filas del enemigo. Un libro de historia, cualquiera que sea su finalidad inmediata, debe dar testimonio de la natural y riquísima variedad de lo individual humano y, de ese modo, romper una lanza por la causa de la libertad. ~

Edmundo O’Gorman, “La historia: apocalipsis y evangelio”, Diálogos, vol. 12, núm. 4 (70), julio-agosto de 1976, p. 10.
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