El 23 de mayo de 1980, alrededor de mil personas, que representaban a unas 200 organizaciones de todos los estados fronterizos, Colorado, Chicago y la colindante Tijuana, se reunieron en el auditorio de una iglesia en San Diego para la Conferencia Nacional de Inmigración Chicana del Comité de Derechos Chicanos (CCR, por sus siglas en inglés), un grupo activista local que abogaba por la autodeterminación de su comunidad.
La histórica reunión fue la cúspide de años de furia colectiva contra la creciente violencia de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos, de la policía y de las milicias contra los migrantes mexicanos. Los asistentes determinaron que aquel sistema de inmigración, construido por republicanos y demócratas, no podía ser reformado, señalando que la categoría misma de “ilegal alien” fue inventada para explotar la mano de obra de los inmigrantes mexicanos. Y así, desde San Diego, hicieron un llamado a la “abolición del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS, por sus siglas en inglés) y la Patrulla Fronteriza”, rechazando la militarización como un medio para solucionar el asunto de la inmigración de Estados Unidos.
La “abolición” no fue simplemente un llamado cínico a comenzar de nuevo. Fue un medio para imaginar una política fronteriza más democrática desde la perspectiva de los más afectados por ella y poner fin a un sistema que se aprovechaba de trabajadores prácticamente sin derechos. El marco presentado en la conferencia aún sirve de guía a los movimientos sociales que buscan la abolición del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) en la actualidad.
Si bien la gente siempre se había movido a través de la frontera entre Estados Unidos y México, la migración aumentó exponencialmente después de que el gobierno de Estados Unidos, que enfrentaba una escasez de mano de obra en la Segunda Guerra Mundial, estableciera el Programa Bracero. Durante sus 22 años de funcionamiento, trajo a millones de trabajadores mexicanos contratados a los Estados Unidos. Tras su finalización, los empleadores estadounidenses, que para entonces dependían de la mano de obra barata importada, siguieron reclutando trabajadores migrantes mexicanos al mismo ritmo, a pesar del límite de 40,000 personas impuesto en 1965 por la emblemática Ley de Inmigración y Nacionalidad.
Esto creó una población cada vez mayor de trabajadores indocumentados vulnerables en las décadas de los años 60 y 70, que enfrentaron cada vez más aprehensiones brutales. La agresión fue especialmente evidente en la región de San Diego-Tijuana, donde los migrantes reportaron haber experimentado brutalidad policiaca, separación familiar por deportación, robo de salarios y otros tipos de abuso. Las historias eran numerosas. Cuando en 1971 un periodista mexicoamericano, él mismo abofeteado y herido por agentes fronterizos, hizo un llamado para obtener testimonios sobre las brutalidades que experimentaron los residentes, obtuvo más de 60 respuestas.
Los activistas chicanos movilizaron la resistencia. Documentaron informes de tratos inhumanos por parte de agentes fronterizos a cientos de mujeres de origen mexicano, junto con otros relatos de violencia de la Patrulla Fronteriza, y enojados escribieron a funcionarios del gobierno. En 1972, lograron obtener una audiencia en el Congreso que atrajo una atención generalizada sobre el tema de la violencia de la Patrulla Fronteriza. La urgencia de aquella sesión se vio resaltada por una manifestación de protesta frente al juzgado. Pero trajo pocos cambios estructurales.
Los activistas chicanos continuaron presionando fuertemente por la rendición de cuentas y la reforma migratoria hasta las elecciones presidenciales de 1976. Después de que ganó el demócrata liberal Jimmy Carter, los activistas lo presionaron para que cumpliera sus promesas de campaña de adoptar un enfoque más humano sobre la inmigración. Mientras tanto, siguieron pidiendo una investigación al Congreso sobre la violencia de estado en la frontera. Para apaciguarlos, Carter nombró al primer comisionado mexicoamericano del INS, Leonel Castillo. Pero en última instancia, las políticas de Carter eran solo un gesto hacia las preocupaciones de los activistas. Si bien su propuesta de inmigración de 1977 incluía un programa de amnistía prometido (pero limitado), también implementó una mayor militarización de la Patrulla Fronteriza, la construcción de un muro fronterizo, que los chicanos llamaron la “Cortina Carter”, y un programa de trabajadores invitados que los activistas consideraron explotador.
Para colmo de males, el Ku Klux Klan instituyó su propio “programa de vigilancia fronteriza”, que consistía en ayudar a la Patrulla Fronteriza a detener a los inmigrantes indocumentados, solo tres meses después de que Carter anunciara su propuesta de inmigración. Funcionarios estadounidenses incluso le dieron al Klan un recorrido por la frontera.
A medida que las detenciones superaron el millón y continuaron aumentando durante la administración de Carter, el CCR fue uno de los grupos activistas del movimiento chicano en todo el país que se enfrentaban a la violencia policial, los chivos expiatorios de los medios y las deportaciones dirigidas a sus comunidades. Los funcionarios electos siguieron haciendo concesiones a los empleadores que contrataban a migrantes indocumentados, y aumentaron la vigilancia fronteriza.
Los activistas comenzaron a preguntarse si era posible reformar un sistema inherentemente violento. En un poderoso discurso de 1977, el dinámico líder de CCR, Herman Baca, propietario de una imprenta cuya casa había sido pintada con aerosol con insultos racistas durante el fiasco del KKK, capturó este sentimiento:
Nos hemos pronunciado a favor de la creación de una política de inmigración justa, humana y responsable. Hemos denunciado, repetidamente, la degradación humana, las brutalidades, los acosos, las violaciones y los asesinatos que han ocurrido en estas fronteras… Estas acciones solo han servido para solidificar la naturaleza violenta de las soluciones propuestas.
Cuando el CCR convocó la conferencia de San Diego tres años después, la continua escalada de violencia los había convencido: la abolición, no la reforma, era el único camino por seguir.
La conferencia atrajo a una amplia variedad de asistentes: grupos del Movimiento Chicano, organizadores legendarios, defensores más moderados, como la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos, organizaciones de servicios sociales, grupos de defensa religiosa, coaliciones por los derechos de los inmigrantes, sindicatos, colectivos artísticos y sociedades de asistencia legal, así como aliados no latinos, incluida la Unión de Filipinos Democráticos, el grupo local de Black Power Nia Cultural Organization, y el famoso cofundador del Movimiento Indígena Americano, Dennis Banks.
Allí, en la Iglesia Católica de Santa Rita, bajo las imágenes del Che Guevara y Emiliano Zapata y las banderas de México, Estados Unidos y la Unión de Trabajadores Agrícolas, los asistentes se dividieron en talleres para encontrar soluciones a los problemas de la política de inmigración.
El Taller de Perspectiva Chicano/Mexicano, en particular, consideró un argumento que el Partido La Raza Unida ya había presentado en 1972: que el Tratado de Guadalupe Hidalgo, que puso fin a la guerra entre Estados Unidos y México en 1848 y otorgó la ciudadanía estadounidense a los mexicanos que vivían en tierras capturadas por Estados Unidos, también debería aplicar para “la fácil entrada de mexicanos a Estados Unidos en cualquier momento”. Esta perspectiva desafió la noción de que las personas de origen mexicano eran extranjeras, postulando que de hecho tenían derechos legales sobre el territorio. Los activistas también ampliaron este análisis antiimperialista para pedir “abolir todas las cuotas de inmigración de países donde Estados Unidos tiene dominación política, económica y militar”.
La conferencia de 1980 condujo a una serie de resoluciones, y al año siguiente, sus asistentes se volvieron a reunir en el Tribunal Nacional de Inmigración Chicana en 1981, donde los migrantes y los defensores testificaron sobre más incidentes de violencia, incluida la muerte de dos niños a los que se les negó el acceso para cruzar la frontera. CCR envió estos relatos, así como las resoluciones de la conferencia de 1980, a los presidentes de Estados Unidos y México, Ronald Reagan y José López Portillo. Esto sentó las bases para la Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986 (IRCA, por sus siglas en inglés), la cual creó un camino hacia la protección de la ciudadanía para 3 millones. Pero la IRCA ignoró el llamado fundamental al cambio por parte de los abolicionistas chicanos. Por el contrario, la legislación militarizó aún más la frontera al asignar recursos para más policía, equipo militar e infraestructura.
En 2025, la política de inmigración estadounidense sigue comprometida por intereses bipartidistas que dependen de la mano de obra inmigrante, pero perciben a los propios inmigrantes como una amenaza. No obstante, la conferencia y el tribunal de CCR en San Diego muestran que hay otro camino a seguir. Y su proclamación de hace 45 años, para rechazar la explotación y la violencia racial del sistema de inmigración de los Estados Unidos y crear algo mejor, dirigido por los más afectados por esa política, continúa siendo promovida por defensores, organizadores y miembros de la comunidad que presionan por un cambio fundamental en la actualidad.
No es coincidencia que el documento del tribunal de 1,000 páginas que los activistas enviaron a Reagan y López Portillo comenzara con las palabras del líder anteriormente esclavizado, Frederick Douglass. “El poder no concede nada sin una demanda”, señaló. “Los límites de los tiranos están prescritos por la resistencia de aquellos a quienes oprimen”. ~

Este artículo se publicó originalmente en Zócalo Public Square, una plataforma de ASU Media Enterprise que conecta a las personas con las ideas y entre sí.
Forma parte de Cruce de ideas: Encuentros a través de la traducción, una colaboración entre Letras Libres y ASU Media Enterprise.