Fotos: Presidencia de la República / (Desconocido), dominio público, via Wikimedia Commons

Presidente maderista

Madero fundó un partido de corte caudillista, provocó la radicalización política e incumplió sus promesas. Las coincidencias con López Obrador, quien no esconde su admiración por él, son numerosas.
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“Hablando de Madero, hablaba de sí mismo”, advirtió Enrique Krauze en “El presidente historiador” (Letras Libres, enero 2019), y no se trata de un paralelo aventurado. Me referiré a algunas de las numerosas coincidencias. En 2014, emulando al empresario metido a político, practicante del espiritismo y autor de La sucesión presidencial de 1910, López Obrador publicó Neoporfirismo. Hoy como ayer, probablemente con el mismo propósito propagandístico, pero sin el mismo impacto que tuvo el libro de Madero. Ese mismo año, su franquicia política, Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), alcanzó el registro oficial.

Al igual que Madero, López Obrador desconoció al partido que lo había postulado a la presidencia de la República. En 1910, el “apóstol de la democracia” había sido designado candidato del Partido Antirreeleccionista. Sin embargo, a la caída del régimen porfirista, decidió fundar su propio partido, el Constitucional Progresista, bajo la dirección abierta de su hermano Gustavo, con la intención de desplazar al elemento revolucionario y eliminar la candidatura de su compañero de fórmula, el doctor Francisco Vázquez Gómez, a la vicepresidencia. En su lugar apareció José María Pino Suárez, el mediocre poeta yucateco impuesto por el líder de la Revolución o, mejor dicho, por su hermano Gustavo.

El nuevo partido era una simple agencia electoral que obedecía las intenciones políticas del candidato y futuro presidente: “partido de filiación netamente personalista, que no perseguía otros fines que el encumbramiento al poder del señor Madero y de los suyos; partido que se hizo odioso en poco tiempo, formado por unos cuantos ambiciosos maderistas de ocasión, pseudo políticos acomodaticios que no buscaban más que su provecho personal […]”, escribió el periodista José Fernández Rojas (La Revolución mexicana. De Porfirio Díaz a Victoriano Huerta, 1910-1913, 1913).

López Obrador fue postulado en 2006 y 2012 por el Partido de la Revolución Democrática, del cual había sido fundador. Después de sus fracasos electorales, siguiendo los pasos de su héroe, decidió formar su propio partido, de corte caudillista, lo que le permitió tener un control absoluto sobre los recursos económicos del partido y la imposición de las candidaturas.

Madero llegó al poder como “un mal necesario, porque el país clamaba por él”, pues cuando “un pueblo se enloquece por un hombre, se le entrega en un paroxismo de pasión”, escribió en sus memorias el exdiplomático maderista Manuel Calero. El destacado tribuno Francisco Bulnes afirmó en 1911 que solo la Virgen de Guadalupe le había competido a Madero a nivel nacional; no fue una coincidencia que el 12 de diciembre de 2014, López Obrador se registrara como precandidato a la presidencia de la República por Morena.

En el ejercicio del gobierno, Madero y López comparten algunas similitudes. Ambos llegaron al poder “con la cabeza henchida de fórmulas vanas”, y a pesar de sus escasas aptitudes, habían adquirido un enorme prestigio. Ninguno de los dos líderes se destacó por sus capacidades administrativas, políticas o literarias, y mucho menos por su interés en lo científico. Manuel Calero sentenció: “Nuestro pueblo, veleidoso como todos los pueblos que solo aman a los hombres, porque no entienden ni aman las instituciones, no pudo dejar de percibir bien pronto el contraste entre un presidente serio, discreto, de ademanes dignos […] y otro presidente en el cual no se descubría nada de serio, discreto, ni de digno” (Un decenio de política mexicana, 1920).

Madero encabezó el peor de los gobiernos posibles. No cumplió las promesas de llevar a cabo profundas reformas sociales y tampoco brindó seguridad a los inversionistas. Además, durante su mandato, la violencia se extendió por todo el país. Reinaba la polarización política y sus antiguos partidarios lo abandonaron o combatieron. El llamado “apóstol de la democracia” demostró ser ineficiente y poco confiable. Durante su breve mandato, se rodeó de personajes del antiguo régimen y no hizo el mínimo esfuerzo por combatir la creciente corrupción. Además, hubo malversación de fondos públicos y el nepotismo era más que evidente, pues sus familiares más cercanos ocuparon cargos claves en el gobierno. Su tío Ernesto Madero fue nombrado secretario de Hacienda, su primo Rafael L. Hernández ocupó la Secretaría de Fomento y luego la de Gobernación, y su tío político Jaime Gurza asumió la Secretaría de Comunicaciones. Estos nombramientos de primer nivel se sumaron a los del gobernador de Nuevo León, Bibiano Villarreal, quien era suegro de Gustavo; su primo, Jesús L. González, designado gobernador de Yucatán y más tarde magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; su tío Rafael Aguirre, quien encabezaba la Administración del Timbre en Puebla, y su tío político, Leandro Aguilar, quien tuvo el mismo cargo en México. Además, sus hermanos Gustavo y Alfonso Madero, sus primos Jesús L. Aguilar y Adrián Aguirre Benavides eran diputados federales y su hermano Emilio Madero era jefe de las Armas en Torreón (Adrián Aguirre Benavides, Errores de Madero, 1980).

Madero tampoco demostró ser un demócrata convencido. No respetó la voluntad popular al imponer como gobernadores de los estados de Yucatán, Sinaloa, Colima, Oaxaca, Puebla, Aguacalientes y Morelos a incondicionales que le garantizarían el triunfo en las elecciones presidenciales de 1911.

En las elecciones intermedias de 1912 para renovar el Congreso, la calificación de quien era ganador la emitió la propia Cámara, y esta era dominada con trampas y marrullerías por los del Partido Constitucional Progresista. Lo más evidente fue que los miembros del partido de Gustavo Madero se negaron a reconocer la mayoría de las victorias de los partidos de oposición, admitiendo que se actuaba bajo un esquema de “fraude patriótico”. Desde la Presidencia de la República, y como en los tiempos del Porfiriato, se negaba otra vez la vida a los partidos políticos, primero al deshacer al Partido Antirreeleccionista y sustituirlo por el Constitucional Progresista, y segundo, al asfixiar a los partidos de oposición, llámase Católico, Liberal o independiente, arrebatándoles sus victorias.

El fracaso para conformar una XXVI Legislatura representativa de las aspiraciones del México de 1912 (incluyendo a católicos, clases medias, reyistas, además de orozquistas y zapatistas) provocó un proceso creciente de radicalización. Los católicos, dijo Luis Cabrera, diputado del Constitucional Progresista, “son los mismos que trajeron a Maximiliano”. Desde esa perspectiva, cualquier triunfo de lo que ellos llamaban la “reacción” era moralmente inaceptable (Pedro Siller, La Decena Trágica: un retrato político, inédito). Es algo similar a los enjuagues políticos que el partido del presidente López Obrador llevó a cabo para obtener la mayoría que no ganó en las urnas y usurpar espacios en el Congreso, transfiriendo diputados de Morena a sus partidos satélites (PT, PVEM) para salvar sus registros.

En julio de 1911, con el patrocinio de Gustavo Madero, Juan Sánchez Azcona fundó el periódico Nueva Era, con el objetivo de contrarrestar las críticas de la prensa capitalina. El periódico fungió como un instrumento oficial del poder presidencial para generar una corriente de opinión pública favorable, aunque nunca lo logró. El periódico La Jornada recibió en los primeros tres años de gobierno de López Obrador 771 millones de pesos por publicidad oficial, convirtiéndose en uno de los tres medios que más dinero obtuvo del gobierno federal, y su línea editorial es claramente progobiernista. López Obrador ha insistido en que es el presidente más criticado por la prensa desde los tiempos de Madero, lo que ha sido desmentido categóricamente por analistas (“AMLO no es el presidente más atacado: análisis de la supuesta percepción negativa de la prensa”, Infobae, 29 de septiembre de 2020).

El mesianismo es otro de los rasgos compartidos por ambos personajes. Los dictados de los espíritus, el de su hermano Raúl (fallecido a corta edad) y el de “José” (Benito Juárez) encauzaron al excéntrico Madero a la predestinación: “lee historia de México […] el libro que vas a escribir va a ser el que dé la medida en que deben apreciarte tus conciudadanos […] Estás llamado a prestar importantísimos servicios a la Patria […] Estas predestinado para cumplir con una misión de gran importancia […]” (Enrique Krauze, Madero, místico de la libertad, 1987); era un iluminado, un místico. Sentía que tenía una misión redentora y creía fervientemente en la veracidad y eficacia de las fórmulas que enunciaba.

Si bien López Obrador no es espiritista, asume, imita a Madero, ha construido un culto a su personalidad, en el que su figura se eleva por encima de las instituciones y se presenta como el único capaz de resolver los problemas nacionales, como ostentaba en el lema de su segunda campaña presidencial de 2012: “La esperanza de México”. Se ha atribuido una imagen de salvador que encarna todas las virtudes y soluciones necesarias para el país, al ser el líder de una autodenominada “cuarta transformación”, ha generado una fuerte conexión emocional con sus seguidores, fomentando una adoración y lealtad ciega; lo ven como indispensable e impoluto.

Cada época o situación histórica es única en sí misma, aunque muchas veces hay elementos o circunstancias similares en distintos momentos: “La historia no se repite, pero a veces rima”, la popular frase frecuentemente atribuida a Mark Twain, nos invita a reflexionar qué podemos aprender del pasado y a comprender cómo ciertos patrones pueden influir en el presente. Al identificar estas similitudes, podemos obtener una comprensión más profunda de los acontecimientos actuales. ~

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es historiador. Ha publicado los libros Crímenes de Francisco Villa. Testimonios (2017) y La emboscada. Asesinato de Francisco Villa (2022).


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