Cuentos reunidos (1 y 2), de Roberto Fontanarrosa

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Ya estas mismas líneas, que intentarán definir lo que ha hecho Roberto Fontanarrosa (Rosario, Argentina, 1944) en su literatura, parecen a quien las escribe destinadas al fracaso, impregnadas de un tono libresco que el escritor se ha encargado de parodiar en sus cuentos. Para el creador del entrañable mercenario Boogie el Aceitoso, la literatura es el medio con que el humor y la ironía desmontan el mundo y lo colocan en su justa perspectiva, una en la que todo es susceptible de fallar, de alcanzar la cúspide del ridículo, y la tarea de los críticos no le parece una excepción. Pero al contrario, los críticos pueden prevalecer sobre el ironista unos instantes, o unos cuantos folios, ya que éste es incapaz de definirse. Explico el doble sentido de tal afirmación. Primero, el ironista lo disecciona todo, y para ello no puede ser parte de lo que le ocupa, por lo que al realizar su tarea es él mismo quien se coloca en los márgenes del mundo. Y segundo, Fontanarrosa no es muy certero al hablar de su propia obra, lo que abre el campo de acción a esos críticos literarios que tanto critica. En la contraportada de uno de los dos tomos que ocupan sus Cuentos reunidos, dice, con perfecta imprecisión: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto.”
     La verdad es que Fontanarrosa es más que un escritor cómico, su voluntad crítica eleva la calidad de su trabajo a otros muchos campos del quehacer literario. Es cierto que sus cuentos son, como los chistes, un soplo de humor, una ocurrencia soltada a la vera del camino o una conversación robada en el autobús, pero eso no quita la ironía desenfadada y precisa, la crudeza ilimitada y la ligereza de sangre con que siempre ataca el mismo y desasosegante misterio de la condición humana, nuestra capacidad para tropezar tantas veces como sea posible.
      Hay, dentro de esa militancia incondicional en la escuela de Diógenes, las eternas, particulares y necesarias obsesiones de todo escritor. El fútbol (aunque ciertamente le atrae el deporte en general, su fuerte es mucho más el fútbol) es visto desde muy diversos ángulos. Parece que a Fontanarrosa le intriga sobremanera cómo puede algo tan primario ser tan complejo y rico, es el hincha agradecido que escribe a la vez homenajes y denuestos, el hincha que escribe fuera de la cancha sobre la cancha, y desmenuza esa espeluznante impaciencia que domina al jugador, digamos al portero, en la soledad de su campo de acción. Un escritor menos “cómico” (para seguir llevando la contraria al autor) habría sido incapaz de dibujar con pericia los diversos registros de un deporte al que rinde pleitesía notoria, y es que Fontanarrosa se rinde ante las posibilidades de un registro desesperado como a las de uno violento (uno de los más “clásicos” en este deporte), otro soñador o incluso otro más, el político, este sí, muy poco explorado en términos futbolísticos. Y no es sólo su amplitud de miras sobre un mismo fenómeno lo que llama la atención del lector, sino su comprensión, como la de un adicto regenerado, de que el fútbol es, a un tiempo, una pasión de alcances casi estéticos como una obsesión de matices enajenantes y maniáticos.
     Esta, podríamos decir, “inflamación” humorística a la que se someten todos los objetos que irrumpen en el universo Fontanarrosa, tan evidente en sus cuentos de fútbol, permea toda su obra, contaminando no sólo a los personajes sino a las realidades en que éstos deambulan, a los géneros y estilos literarios a que suele hacer referencia. El equívoco, como ejemplo, herramienta por excelencia de los cómicos del cine y el teatro, es aquí trasladado al estilo —lo que se cuenta no corresponde con la forma de contarlo—. Es así como surgen historias en que un manual del suicida es redactado como un manual de buenas maneras, una escritora de cuentos infantiles afronta crisis dignas de Virginia Wolf, o unos caníbales que comen viejecitas se reúnen a degustar platillos como gourmets. Como todo autor argentino en algún momento debe hacer, Fontanarrosa expresa su cercanía —y distanciamiento— de Borges mediante el arrastre salvaje del género fantástico y del cuento del arrabal y el compadrito hacia los terrenos del humor negro. Son cuentos pasajeros, cortos y desconcertantes que no tienen nada del refinamiento y los alcances intelectuales de El Aleph, pero que gracias a ello se pueden permitir la revelación luminosa de la carcajada, la febril y simiesca —gratificante— espontaneidad del humor. Sin embargo, hay en ellos un gusto a Monterroso, sobre todo en aquellos cuentos imbuidos de desconcierto, como aquel en que los habitantes de un pueblito entierran a “sus muertos” diariamente, antes de la cena, o el que describe los pormenores de una olvidada pero encarnizada, aunque distante y nunca llevada a la práctica, guerra entre Nepal y Ecuador, o la historia del oso que aprende todo tipo de disciplinas humanas, hasta que llega a ser presidente de la Exxon. Lo mismo que logra con el género fantástico, lo hace Fontanarrosa con la novela negra, la critica literaria, la novela misma, los libros de aforismos, la literatura del ex bloque socialista o la vida de los escritores y de quienes, a veces con inmerecida admiración, los siguen hasta los servicios.
     En perfecta contraposición al mundo más o menos ordenado de la vida intelectual, asoma el otro mundo favorito de Fontanarrosa que le conocemos por Boggie: el de la violencia sin límites que suele regir como la única lógica capaz de resolver los problemas con eficacia contundente y verdadera. Este esquema binario de civilización y barbarie parece ya ofrecernos un visión aproximada del paisaje según el autor. O nos entregamos a nuestras miserias con denuedo y nos disponemos a matizarlas o exacerbarlas o amarlas, o nos conformamos con la tajante respuesta de lo aplastante. Habría que celebrar entonces que existan escritores “cómicos” como Fontanarrosa, tan dispuestos a “divertirnos”. –

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