La del genius loci es una idea antigua que para la escritora Vernon Lee fue una realidad comprobable a lo largo de sus viajes. Es también el título que le dio a una colección de estampas dedicadas a distintos lugares, originalmente publicada en 1899 −cuando la autora tenía 43 años y había publicado ya una docena larga de obras de ficción y de ensayos− y que ahora recupera la editorial Athenaica con un prólogo de María Belmonte, experta en literatura de viajes, y en precisa traducción de Rodrigo Verano.
El libro recoge las visitas de Vernon Lee a algunas ciudades de Italia, Francia, Suiza y Alemania. El hilo no es el de un único viaje, sino la idea de algo vivo que se manifiesta en cada sitio y con el que ella afirma que podemos establecer una relación de amistad: nos advierte contra la tentación de personificarlo, pero “existen también uno o dos lugares para cada uno que […] generan en nosotros ininterrumpidamente una perenne sensación de gozo, admiración y gratitud”, como las que nos provocan nuestros amigos. Vernon Lee viaja en su busca. Si lo encuentra, lo agradece y celebra. Y si no, sigue adelante, contando con generosidad lo que encuentra por ahí.
“Yo sigo dando tumbos por una limitada porción de la superficie terrestre cada vez más familiar”: que un capítulo esté dedicado a Siena y en el siguiente nos bajemos del tren en Colonia puede desconcertar al principio, pero esto no es una guía de viajes. El libro está animado tanto por la firme tesis de que en algunos lugares no solo hay una vibración que los anima, sino que además podemos percibirla, como por el gusto de moverse de un sitio a otro, de conocer lugares nuevos, lo que se cuenta con el tono ligero que encontramos también en El viaje sentimental del adorado Sterne, aunque Genius loci es un libro menos narrativo. Y sin embargo igual de encantador.
Los viajes se hacen en un radio relativamente pequeño, y a cada ciudad se la ataca desde un flanco. En Arezzo se fija en las iglesias, quizá porque su visita coincide con la Semana Santa. Aquí aprendo una costumbre no sé cuán extendida: los vecinos de la ciudad contribuían con sus propias lámparas a la iluminación de la iglesia. De la muy pictórica descripción del resplandeciente interior del templo, Lee pasa a imaginar cómo esa noche en algunas casas la gente se tendrá que ir a dormir a tientas (no tendrían luz eléctrica). La escritura es tan vivaz y atenta que la impresión de ir de la mano de la autora nos hace sentir como presente lo que leemos (aparte de que la propia dedicación al genius loci implica una suspensión de la línea temporal), pero aquí y allá nos asalta el recuerdo asombrado de que lo que estamos leyendo son ya cosas muy antiguas. Aún faltaban veinte años para la Primera Guerra Mundial, y aquí vamos en alegre conversación con una apasionada de la Edad Media capaz de encontrar el fantasma de esa época en los rincones más inesperados. La pasión por Italia es casi un cliché en los libros de viajes (y ella misma advierte que “el arquetipo” de todos los lugares poseídos es Roma (“El poder legendario que la ciudad imbuye en nuestros corazones no puede ser esclarecido ni explicado”), y por eso el entusiasmo que por ese país nos transmite nos emociona pero no nos sorprende. Más particular me resulta la fascinación por una Edad Media y un Renacimiento alemanes que ella misma admite que quizá no hayan existido (a medida que avance el libro, y especialmente en el colofón que lo cierra, el poder de la imaginación, entendida como potencia creadora, irá adquiriendo más presencia).
En la quizá un poco alambicada comparación que hace para que comprendamos el espíritu de Friburgo parece haber una clave de la particular sensibilidad de la autora (esta sensibilidad es fundamental, me doy cuenta ahora, para la eficacia de su tesis de la vibración de los lugares): “¿Has visto alguna vez, oh lector criado por niñeras alemanas, un juguete que es un castillo de hojalata −sus fabricantes deben ser auténticos poetas estañadores teutones−, rodeado de anchos muros y perimetrado con torres, bosques esmaltados de abeto y varios fosos concéntricos en los que, si se vierte agua por el torreón central, nadan unos patos que se mueven con ayuda de un imán?”. La imagen es precisa y divertida a la vez. De más está indicar que no es necesario haber sido criado por niñeras alemanas para captar que de lo que va aquí es de dejar que el corazón haga sus propias asociaciones, y de recibir esas asociaciones con devoción. Cada cual llevamos dentro el diapasón que nos permite afinarnos con el mundo.
En otro de los capítulos, de Núremberg destaca su populoso cementerio de Johannisfriedhof, en cuya descripción encontramos una nota del humor que de manera tan resuelta la autora combina con los arranques románticos (“niños descalzos de la calle que se entretienen, como corresponde a un pueblo de gente con educación, leyendo en alto los epitafios”). Compara los Apeninos con “una hilera de tejados puntiagudos, desde cuyas buhardillas, torreones y terrazas se puede ver todo lo que sucede en las calles y los espacios abiertos de abajo”.
Nos acostumbramos a su visión siempre curiosa, limpia, y por eso da más repelús la concienzuda disección del malestar casi metafísico que puede asaltarnos en alturas como las de los Alpes, a partir de la altitud donde ya los humanos no se instalan y el tiempo transcurre de otra manera. En el capítulo dedicado a “Las alturas”, se refiere al cielo “demasiado claro para los ojos de un mortal”, y aventura que el alivio de Eneas y la Sibila al regresar del Averno es comparable al de volver desde las altas cumbres a los territorios habitados: “cuanto más altos se sube, más prisionera parece una sentirse”, y entonces recordamos esa sensación inhóspita que sentimos cuando subimos muy alto, donde apenas hay más que viento y una luz brillante pero tenebrosa.
La gracia de la escritura de Vernon Lee es tal que daría la sensación de que la anima una cierta inconsciencia. Es tan natural y resplandeciente que tendemos a achacarle la ingenuidad de las cosas naturales que existen sin esfuerzo. Por eso es tan luminoso y fascinante el capítulo final, “Misión”, en que el vuelve a explicar con más detalle sus percepciones sobre los espíritus de los lugares y donde la exposición de las tribulaciones del corazón humano (“Siempre de camino. Continuamente haciendo y deshaciendo las maletas. Continuamente saludando y despidiéndonos”) se sirve de las metáforas del viaje para hacer una de las más emocionantes defensas de la fuerza de la imaginación que yo haya leído en mi vida.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).