Efectos personales, de Juan Villoro

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Atizar con gracia
     Juan Villoro, Efectos personales, era, México, 2000.
     Javier Marías ha dicho que cuando se escribe una novela no se puede hacer ninguna otra cosa. La idea tiene que ver más con las ansiedades que produce la obligada lentitud del género que con el hecho real de progresar o no en una obra. No hay modo de ser sólo novelista, así que escribir un libro es vivir un número de años bajo la idea de que se está sacrificando la vocación en los altares de la necesidad. Ser un escritor profesional no es vivir de los libros, sino de la cauda que deja su prestigio. Los ensayos, las conferencias y artículos de un autor son la hipoteca que justifica el privilegio de publicar cuentos y novelas.
     El nuevo libro de Juan Villoro, Efectos personales, obedece a este esquema: es un inventario de pasiones regidas por el azar de los homenajes, los centenarios, las presentaciones, los números especiales de las revistas. La obra está dividida en tres partes: la primera dedicada a la literatura en lengua española —Rulfo, Monterroso, Pitol, Valle-Inclán, Rossi y Fuentes— y la tercera a la escrita en idiomas extranjeros: Schnitzler, Bernhard, Nabokov, Stevenson, Burroughs y Calvino. Entre ambas, a manera de interludio, hay dos ensayos dedicados a temas más amplios: uno sobre el arte de la traducción y otro sobre el odioso pensamiento que hace de América Latina un universo entre silvestre y real-maravilloso.
     Debido a la naturaleza de su gestación, Efectos personales no es un volumen meditado como un todo y escrito con la intención de demostrar una serie de tesis; tampoco se puede buscar en él la definición exacta y bien enmarcada de una poética personal. A pesar de ello, la obra dibuja una constelación de aficiones laterales que, sistematizadas, podrían arrojar como saldo una percepción de las letras. Los nombres de Borges, Paz, Calvino, Canetti, Dostoyevski, Broch, Musil, Kafka, Wittgenstein, Auden y Joyce surgen en el texto con suficiente frecuencia como para establecer una pasión por la literatura más intelectual y más fieramente cerrada. Pensaba Gracián que "dos cosas hacen perfecto un estilo: lo material de las palabras y lo formal de los pensamientos". Villoro parece compartir esta premisa: lo que le seduce y a lo que aspira es a la inteligencia nítida y dispuesta de manera concentrada. Vista como un canon, su relación de autores refleja a un tipo de lector que prefiere las librerías a las bibliotecas. Esta afición resulta en un intenso cosmopolitismo que, por ser reflejo de una pasión sólo literaria, nunca se desbarranca en la pedantería.
     En la hora oscura en que el lunfardo de la pericia semiótica y la propiedad sociológica se han transformado en un género del arte de no decir nada, el autor de El disparo de Argón ha alzado las armas de la elocuencia. Efectos personales describe paseos, fatiga apariencias, diserta sobre las vacaciones. En un descuido del lector, Villoro ha trazado una cartografía que le permite alzar un edificio reflexivo ordenado, alto y transparente, en el que la literatura es sólo literatura. Como de pasada, entre una idea y un ingenio, plaga de bastonazos al tipo de acercamientos a las letras que más le irritan: las cacerías del folclor, la necedad profesoral, la frivolidad de los espíritus intensos.
     Estamos ante un libro producto de…

Estamos ante un libro producto de una curiosidad afanosa, un inteligencia aguda y un denso sentido común que no le teme al uso de la sabiduría de la vida. La receta estilística de Villoro es, en este sentido, sencilla. La mayor parte de sus párrafos está estructurada sobre el vaivén entre lectura y vitalidad, y gobernada por el aire de lo incontestable gracias a una lógica que toma su rotundidad prestada del ritmo de la prosa:
      
     En su ensayo sobre Kafka, Nabokov sostiene que toda exploración de la belleza involucra la piedad. La hermosura cautiva no sólo por su perfección, sino porque puede ser destruida. Tarde o temprano, el objeto del deseo desaparece. La pasión por Lolita es vulnerable en un doble sentido: no hay un santuario legal para la adoraciónde las nínfulas y en dos años será una adolescente cualquiera.
      
     Gracias a este método, sus textos se mantienen ágiles sin sacrificio de la elegancia; frescos aun cuando discutan las densidades de Bernhard, las carencias de sentido de Burroughs o la negrura de la Terra Nostra fontesina.
     Aun cuando Villoro ensaya la mitificación de un personaje —es el caso de su extraordinario texto sobre Valle-Inclán y Tirano Banderas o el dedicado a la estancia de Burroughs en México—, tiene la facultad de retratarlo de manera natural: sus textos se leen con la fruición con que se escucha un chisme porque lo que le interesa, además del genio literario, es la humanidad singularísima de un autor. En este sentido, sus visiones críticas —salvo cuando escribe de Rulfo y Calvino, a quienes ve como puro texto— son al mismo tiempo construcciones de personajes. Seguramente el Monterroso, el Nabokov o el Alejandro Rossi de Juan Villoro tienen algún fundamento real, pero es a partir de sus caracterizaciones como ficciones literarias que se levantan dignos de la explicación y el entusiasmo. Es en este mismo territorio —el de la biografía mítica— en el que el autor de los ensayos se deja someter por la vocación narrativa, y también en el que estriba su mayor originalidad: para hablar de La isla del tesoro de Stevenson y para acercarse al fenómeno de la condescendencia del mercado literario europeo, no tiene más remedio que desarrollarse a sí mismo como un personaje, y elige representarse como niño: materia dispuesta. Sus lectores sabrán agradecerle este gesto: es en la caracterización de la infancia donde Villoro resulta un escritor insuperable.
     El prólogo que antecede a los ensayos es una meditación sobre las razones de su título, parece un elevado al jardín central de los lectores: los efectos personales son lo que se queda cuando nos lleva el diablo. Lo que en principio da la impresión de ser una nota explicativa humilde y educada — estos ensayos son "bagatelas", dice el autor— pronto se revela como una tétrica confesión de vértigo ante el arte de narrar: los libros publicados son una apuesta en el vacío, una forma dudosa de la permanencia en el mundo entre infecciosa e indecente, dado que los efectos personales, a fin de cuentas, sólo se dejan al entrar al hospital y la cárcel. En este lúgubre contexto, los ensayos de un narrador son un registro de apego a la tradición que garantiza sus buenas intenciones. El relumbre del sol ha transformado el elevado en un doblete mortífero: la especialidad de Villoro es ocultar por claridad, atizar con gracia, tirar a matar pleno de encanto. –

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