Michel Leiris, debido en parte a las cualidades furtivas de su prosa, es uno de los escritores más elusivos del periodo moderno de la literatura francesa. Y uno de los más sobresalientes. Porque si Leiris (1901-1990) fue un hombre de acción, comprometido políticamente con las causas perdidas, también fue un innovador en su prosa, ya fuera en la soledad inmóvil de su gabinete de trabajo, en París, o en el laboratorio portátil donde elaboró ese prodigio narrativo conocido como El África fantasmal.
En El África fantasmal Leiris no escribe propiamente un libro de viajes, que documenta sus andanzas en la expedición etnográfica de Marcel Griaule entre 1931 y 1933, sino que crea las condiciones necesarias para desarrollar su pensamiento. Una es la forma en que pensamos de pie y otra es la forma en que pensamos sentados; en este mismo sentido, una es la forma en que pensamos en reposo y otra es la forma en que pensamos en tránsito. El África fantasmal propone un devenir y un disfraz. Es un tránsito, un flujo continuo, sin requerimientos ni pausas. Pero es un flujo hecho de fisuras, sinuosidades, detalles burlescos o simplemente irónicos. Si a finales del siglo XIX la prosa era un reflejo del mundo tal y como este se mostraba a los ojos de su narrador, en el tiempo de Leiris la prosa deja de ser un reflejo para convertirse en un mundo. Las puertas se abren al campo y el campo penetra en la página, no para quedarse detenido ahí, en la forma de una estampa, sino para transmutarse en otra cosa: una observación antropológica; una anécdota; el relato conciso de un sueño; un microrrelato o un aforismo cuya función es quebrantar la espina dorsal del paisaje. Las coordenadas verticales y horizontales del texto se dislocan, y este se vuelve zigzagueante, abocetado y fractal.
Desde 1922, cuando trazó el plan para La edad de hombre, Leiris había comenzado a trabajar con estos dos reactivos: anécdota y autobiografía. El material más inofensivo de la literatura finisecular, lo autobiográfico, condenado por Mallarmé por considerarlo un elemento contrario a la noción de Libro, era susceptible de convertirse en un material altamente flamable. Leiris lo dispone a lo largo de su obra como la base de su pensamiento. En él, todo parte del ego para desprenderse del ego y convertirse en un explosivo contra la carne y contra las argucias del ornato –y a través de su prosa puede verse el esqueleto fosforescente del hombre que escribe. En El África fantasmal Leiris perpetra este simulacro con el sigilo de un dandi: uno piensa que está leyendo un libro de viajes, cuando lo que está leyendo en realidad es un desprendimiento. Un desprendimiento hacia lo político y lo lírico.
El 23 de julio de 1931 escribe: “He soñado que uno de mis temores se materializa y que comienzo de verdad a volverme calvo.” Y el 5 de agosto: “Todo el recorrido de Dakar hasta aquí se hunde en el pasado y se pierde en la misma noche vaga que el trayecto de París a Burdeos y la estancia en el Saint-Firmin.” Afirmaciones inconsecuentes pero vinculadas entre sí en virtud del yo que las acomoda en el espacio continuo de la bitácora de viaje. Una bitácora cerril, porque no es fácil llevar las cuentas ni mantener la disciplina de ponerse a escribir luego de las extenuantes jornadas de trabajo y los desplazamientos de un lugar a otro. Largos e incómodos desplazamientos. Catres, gallineros, tiendas de campaña… Los estados de ánimo cambian con el clima, y en El África fantasmal llueve constantemente.
Los negros reconocen a los blancos, y se las ingenian para cobrar por el teatro que representan frente a sus ojos. Nada es como debió ser hace centenares de años y, no obstante, Leiris registra minuciosamente lo que le dicen sus informantes acerca de ceremonias y costumbres rituales, como la circuncisión en los hombres y la ablación en las mujeres. Adquiere máscaras, atuendos, muñecas y todo tipo de enseres que pasarán a formar parte de las colecciones de los museos. Se decepciona, se hastía y continúa escribiendo en las páginas de su diario. “Todos los espectáculos posibles se derrumban y se desvanecen tras la magia de los relatos, que hacen que esta vida sedentaria en un edificio de estación sea mucho más intensa que la que podríamos llevar si, como turistas, nos paseáramos. Es una gran declaración de guerra contra lo pintoresco, una risotada en las narices del exotismo. Como el que más, me siento poseído por este vicio glacial de la información” (15 de agosto). La prosa de Leiris oscila entre ese “vicio glacial de la información” y la relación de los sueños propios y los ajenos. El apego a la cronología y la bienvenida a la digresión y al tajo.
La incorporación de Leiris a la misión Dakar-Djibouti comporta un sesgo político distintivo. En las páginas de su diario, Leiris no pasa por alto que la suya es una estadía prolongada –e incómoda– en un continente colonizado, ni deja de subrayar la farsa que se desprende de este tipo de aventura del conocimiento: después de siglos de vasallaje violento y esclavitud, el hombre blanco europeo se enternece con el negro hasta el punto de sentir conmiseración y curiosidad por sus costumbres rituales y su relación con el mundo de lo mágico, lo simbólico y lo sagrado. El saber tiene un precio y genera cargos y rotaciones en la conciencia: “constato con estupor, que sólo tiempo después se transforma en asco, que a pesar de todo se siente uno muy seguro de sí cuando es blanco y sujeta un cuchillo en la mano” (7 de septiembre). El texto de El África fantasmal es lo suficientemente permisivo para reconocer en el robo y el saqueo dos de los requerimientos de la ciencia etnográfica. Pero lo otro también es cierto: sin los estudios de Griaule sobre los dogones de Mali no sabríamos lo que hoy sabemos sobre el comportamiento “extraño” de la mente primitiva; y sin las noches insomnes de Leiris no sabríamos que el “continente africano” –lo que este simboliza– es una parte perdida de nosotros mismos.
En el plano de la literatura, El África fantasmal constituye una rareza. Es un recorrido, la cronología de un estupor. Y uno de los últimos libros de viaje que tuvo sentido escribir en el siglo XX. ~