El joven Pisón

Pisón ha construido una carrera sólida, apreciada por la crítica y el público, con novelas admirables, incursiones en el ensayo narrativo y solventes trabajos como guionista.
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Cuenta el escritor y cineasta Luis Alegre que en una ocasión Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) le dijo, como quien confiesa una ambición inalcanzable, que lo que le gustaría de verdad es ser un excéntrico. Se lo decía un hombre que duerme siempre ocho horas, que durante décadas ha jugado al billar metódicamente una o dos veces por semana, que hace unas series de abdominales al levantarse, que lee el Heraldo de Aragón cada día (y al llegar a la página de esquelas calcula la edad media de los fallecidos), que durante una época coleccionaba palíndromos y que durante años en sus viajes llevaba en la maleta un yogur para tomar cada día que fuera a pasar lejos de casa. Cuando sale entre semana tiene una hora inflexible de retirada, que el viernes y el sábado retrasa sesenta minutos. En la presentación de esta revista en la librería Antígona de Zaragoza, en el año 2001, contó que la leía entera en la bicicleta estática. Lógicamente, Alegre se quedó perplejo: ¿acaso Pisón no era lo bastante excéntrico?

Afable, leal, generoso y testarudo, claramente inconsciente de su excentricidad, Pisón ha construido una carrera sólida, apreciada por la crítica y el público, con novelas admirables como El día de mañana Castillos de fuego, logradas incursiones en el ensayo narrativo como Enterrar a los muertos y Filek, y solventes trabajos como guionista (en Carreteras secundariasLas 13 rosas o Chico y Rita). Ha dicho que quiere ser un escritor de la clase media y en sus libros aparecen a veces las ciudades y la época que ha vivido, pero no es un narrador autobiográfico, aunque sí cultiva algunas obsesiones: la orfandad, las relaciones familiares y sus transformaciones a través del tiempo, el reconocimiento de la dignidad íntima de quien intenta salir adelante, cierta fascinación por los pícaros. Este libro, sus memorias de juventud, que abarcan más o menos hasta la treintena, cuando Pisón se casa (con María José Bello, su novia de siempre), es padre y está a punto de transformarse como escritor, permite entender mejor algunas de ellas y está escrito con el pulso narrativo, el humor y la inteligencia que caracterizan a su autor.

Uno de los temas de Ropa de casa es lo que uno no elige: las circunstancias familiares y una desgracia temprana. Hijo de zaragozana, Pisón pasa sus primeros años en Logroño. Su padre era un militar que no había hecho la guerra; son cinco hermanos. Los primeros años, dice, eran un mundo de seguridad: “Mis padres se habían confabulado para que tuviéramos una infancia sin preocupaciones ni sobresaltos. Recuerdo mi niñez como un tiempo en el que todo era seguro, consistente.” Ese mundo se derrumba pronto: el padre murió poco después de que la familia se mudara a Zaragoza; Ignacio tenía nueve años. Su madre, que venía de una familia venida a menos, tuvo que sacar adelante a los hijos, aprender a conducir, buscar trabajos (en ocasiones, descubriendo un talento comercial que no esperaba). Pisón estudió en los jesuitas. En la casa, arropados por parte de la familia, “tener clase” era más importante que tener dinero. A la vez, había una sensación de desclasamiento.

Además de esos comienzos y el aprendizaje sentimental, el otro gran tema de Ropa de casa tiene que ver con la elección, con la vocación literaria y su desarrollo: es la historia de cómo se convirtió en un escritor profesional. La trilogía que Valle-Inclán dedicó al carlismo fue la obra que le hizo pensar en la forma de los libros. Estudió filología hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras en Zaragoza (empezó también derecho), conoció allí a la que sería su mujer y madre de sus hijos; hizo amistades literarias y publicó algún poema; usó la excusa de estudiar filología italiana para que su madre le financiara su traslado a Barcelona. Quizá pueda sorprender que una de las figuras que más admiraba Pisón era Luis Buñuel: uno de los mejores continuadores de la tradición realista en la literatura española quería, de joven, ser surrealista. En Barcelona, en el momento en que el dinamismo cultural parece trasladarse a Madrid con la movida, escribe, aprende. Gana un premio con su primera novela, La ternura del dragón, y manda un libro de relatos a Anagrama y Tusquets: Herralde contesta primero, quiere publicar los cuentos y rescata la novela del premio. Amigos como Enrique Vila-Matas amplían sus gustos literarios: el aprendizaje del escritor –por generación, Pisón se forma con el boom latinoamericano– es también un aprendizaje de lector, de colaborador en prensa, de traductor. Varias veces en el libro Pisón reflexiona sobre los cambios. La Guerra Civil o algunos temas “españoles” le daban pereza; luego, algunos de sus mejores libros hablarían de la contienda o de la Transición. “Empieza uno tratando de averiguar el escritor que quiere ser y acaba descubriendo el escritor que puede ser”, escribe.

Hay un componente generacional importante: el trasfondo social es el paso de la dictadura a la democracia y la integración en Europa, de unos orígenes en una familia más bien conservadora (con una rama carlista) a una visión relajadamente socialdemócrata que se identifica con cierta idea de modernidad y funciona casi como la ideología por defecto. Ese cambio, como en muchas casas españolas, no fue una ruptura muy traumática, quizá también en parte porque la generación de Pisón era menos “política” que la anterior: “era el nuestro un izquierdismo algo desmayado. En él no habían influido los ensayos de Marcuse y sí las historietas de Mafalda: un izquierdismo de línea clara”. El país pasó de ser un país “de viudas” a un país de jóvenes. La transformación política y social también tuvo efectos culturales. Había un interés por lo que las nuevas generaciones iban a contar. Pisón era el más joven del grupo de autores a los que luego se denominaría “Nueva narrativa española”. Había creadores de talento, editoriales y empresas culturales nuevas o que congeniaban con la sensibilidad, un público lector más amplio y formado, nuevas instancias de legitimación cultural, una industria periodística próspera que podía aportar unos ingresos respetables, algunos programas de apoyo a la cultura, en un contexto de desarrollo económico y, pese a la agitación y la lacra del terrorismo, optimismo político: son algunos de los factores que permitieron una profesionalización de escritores, cineastas y artistas de orígenes socioeconómicos diversos. La peripecia personal de Ignacio Martínez de Pisón también ilumina ese contexto.

Ropa de casa transcrurre sobre todo en tres ciudades: Logroño, la de la niñez; Zaragoza, la de la infancia y la adolescencia; Barcelona, la ciudad de los comienzos de escritor y de la vida adulta, de la precariedad a la estabilidad. (Hay alguna que otra excursión: por ejemplo a Sevilla o a Edimburgo.) Aparecen las aficiones: el fútbol, el cine, el billar, el jazz; aprendizajes –el inglés– y viajes con algo de descubrimiento; reflexiones de emoción contenida sobre el amor y la paternidad. Y es una galería de retratos: de personajes escolares y familiares (el más destacado es su madre) y de figuras del mundo literario. Dos de los más importantes son Jorge Herralde (que, dice, lo sigue llamando “el joven Pisón”) y Enrique Vila-Matas. Pisón cuenta una amistad epistolar con Javier Marías, una relación donde el autor de Todas las almas ejercía de mentor que se agrió por la disputa del madrileño con Anagrama. Dedica páginas generosas a Bernardo Atxaga, cuenta la vez en que le pegó Álvaro Pombo (Pombo, que “todos los días dedicaba varias horas a hacer calistenia y levantamiento de pesas, quiso que le diera un puñetazo en el abdomen para comprobar su firmeza. Me negué a hacerlo y fue él quien me dio el puñetazo a mí y me dejó medio doblado”) y la ocasión en que Vila-Matas tuvo que ir al juzgado por haber tirado tomates al patio de colegio donde una panda de niños gritones le estropeaban la resaca. Habla con simpatía de Carlos Barral, Alfredo Bryce Echenique, Beatriz de Moura, Cristina Fernández Cubas, Elvira Lindo, Antonio Muñoz Molina y muchos otros, retrata bares y restaurantes literarios de Barcelona, algunos encuentros de escritores en congresos o programas de televisión. Narra anécdotas de Javier Tomeo, otro aragonés en Barcelona, y considera que “de su escasa cultura libresca me atrevería a decir que era a la vez un defecto y una virtud: un defecto porque lo incapacitaba para juzgar su propia obra y una virtud porque le eximía de cargar con el peso de la tradición”. Otros personajes están vinculados con el mundo literario y cultural aragonés: Pisón retrata afectuosamente al mencionado Luis Alegre; al historiador de la literatura José-Carlos Mainer; al ensayista y bibliófilo José Luis Melero; al cantautor, escritor y político José Antonio Labordeta; o al escritor y crítico Félix Romeo, que “realquiló” con dos amigos el piso donde vivía Pisón en Barcelona. Uno de esos amigos era el escritor Chusé Izuel, que se suicidó tirándose por la ventana del apartamento.

Algunas veces Pisón cuenta cómo empezó o concluyó una conversación de manera un tanto agresiva: es lo que ocurre con los primeros encuentros con Pombo, con Vila-Matas, en una intervención inicial en un congreso en la que se dedica a desautorizar a los críticos literarios (delante de unos cuantos), y también en su boda, cuando le pide al juez que abrevie. Pisón atribuye esas intervenciones a la insolencia juvenil, aunque a mí me hacen pensar en una franqueza a veces algo brutal que sigue conservando. Esa honestidad se aprecia en Ropa de casa: muestra afecto y agradecimiento; incluye chascarrillos y anécdotas pero no pretenden ser crueles y contiene críticas que aspiran a ser justas; no hay peloteo, vanidad ni rencores en esta historia donde uno de nuestros mejores narradores cuenta cómo se convirtió en escritor y cómo se hizo adulto. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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