Martín Kohan
El país de la guerra
Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, 318 pp.
Fuga de materiales
Selección y edición de Leila Guerriero, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013, 240 pp.
Museo de la Revolución
Buenos Aires, Debolsillo, 2012, 240 pp.
En alguna de sus cartas a José Bianco, Octavio Paz le comentaba que si a Victoria Ocampo y a algunos otros de sus amigos de la revista Sur, tras el episodio de 1953 en que ella fue encarcelada por el peronismo durante casi un mes, les quedaba alguna duda sobre la naturaleza latinoamericana de la Argentina, no había nada qué hacer con su insistencia en el europeísmo argentino como culmen de la civilización, pretensión lamentable al obviar que Mussolini, Hitler y Franco no eran otra cosa que europeos. Desde el ascenso de Juan Domingo Perón al poder en 1945 hasta su tercera presidencia (1973-1974) y la pavorosa dictadura militar que dio fin al régimen de su segunda esposa, la argentina se convierte, acaso, en la más dolorosa y canalla de las historias latinoamericanas: ha sido escenario del peor de los populismos, ese peronismo capaz de combinar el fascismo, el sindicalismo y el socialismo. Su derrocamiento, en 1976, empoderó a la dictadura de Jorge Rafael Videla –recién muerto sin que haya habido camposanto dispuesto a aceptar los despojos del genocida– e hizo famosa a su rival, la guerrilla montonera, ejemplo inigualable de soez militarismo de izquierda, a la cual acompañó otro endriago particularmente argentino, el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), organización de origen trotskista que renegó del disgusto del fundador del Ejército Rojo por el terrorismo. A la represión de estas organizaciones por la dictadura militar la acompañó un reino del terror que dominó a buena parte de la sociedad argentina mediante la desaparición forzada de miles y miles de ciudadanos, torturados con una saña no vista en Treblinka ni en el gulag y despojadas, no pocas de las prisioneras, de sus hijos recién nacidos. Aquella tragedia terminó en 1982, por fortuna, con una locura bananera, la invasión de las Malvinas, excursión suicida de una junta militar fascista buena para asesinar a su pueblo y dejar morir de hambre y frío a sus reclutas en aquellas islas pero nula a la hora de enfrentar a la distante y poderosa armada británica.
Curiosamente, El país de la guerra, de Martín Kohan (Buenos Aires, 1967), uno de los más distinguidos escritores argentinos, solo aborda de frente el episodio final, el de las islas Malvinas, sin incluir entre las guerras argentinas la protagonizada entre la junta y las organizaciones guerrilleras. Es comprensible que así sea, pues para la izquierda argentina, dar nombre de “guerra” a la represión que hizo desaparecer a treinta mil personas es legitimar el discurso militar de que aquella fue una reacción, desmesurada y brutal si se quiere, frente a la destrucción de la “democracia burguesa” o de la “civilización occidental y cristiana” tal cual se supone que lo pretendían los Montoneros y el erp. Darle nombre de guerra a lo ocurrido durante lo que los militares llamaban eufemísticamente “el Proceso” también sería aceptar la propuesta liberal de Ernesto Sabato, quien, tras haber documentado con gallardía el infernal expediente de las sevicias militares y aquellas otras cometidas por la guerrilla desde principios de aquella década ominosa, habló de una guerra entre dos demonios, donde el más poderoso, como es natural, exterminó al más débil. Por todo ello, Kohan solo dedica un capítulo, “La guerra en camisón”, a quienes sí hablaron de guerra al referirse a su combate como Montoneros contra el “régimen oligárquico-militar”, los escritores Francisco Urondo y Rodolfo Walsh, víctimas ambos del régimen de Videla: uno presumiblemente se tragó la cápsula de cianuro dispuesta para esa eventualidad y otro ingresó al cementerio fantasma de los desaparecidos.
Pero Kohan prefiere darle a su capítulo un tono doméstico, el de la muerte de María Victoria Walsh, alto cuadro montonero e hija de Rodolfo Walsh, sorprendida, junto con otros cuatro militantes, en una casa de seguridad y acribillada literalmente “en camisón”. Lo hace para destacar cómo Walsh padre narró los hechos tres meses después, con una “lucidez y razón” que a Kohan le provocan admiración. Buen periodista al fin y al cabo, Walsh recurrió al testimonio de un conscripto participante en el operativo y eso le permite al autor de El país de la guerra cerrar en tono elegíaco ese capítulo: “El propósito de Walsh de transformar esa muerte en una victoria queda sujeto a esa condición: no es ni puede ser una victoria en el combate, no es ni puede ser una victoria de guerra; es una victoria más allá del combate, es victoria más allá de toda guerra.”
El país de la guerra, orlado de citas entre las que abundan las de Norberto Bobbio, Carl Schmitt y João Guimarães Rosa, pero sobre todo de Mao, Toni Negri y Michael Hardt, narra de manera estricta y sugerente la historia argentina como el arte de convertir las derrotas en victorias. Por omisión o acaso por calculada ironía partisana, Kohan excluye de ese arte al fanático militarismo guerrillero, justificado a medias porque la generación que lo encarnó asumió el gobierno, con los Kirchner, en 2003 y todo aquello quedó en el pantano populista de la memoria histórica selectiva. Kohan, desde luego, dedica un capítulo al último Videla, impenitente en la justificación de sus crímenes a diferencia de la mayoría de los militantes o exmilitantes que asumen haber cometido “algunos errores” en el epílogo que cierra La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina (1998), la monumental obra compuesta por Eduardo Anguita y Martín Caparrós, a la cual contribuyeron los antiguos guerrilleros con sus testimonios.
Es difícil leer un libro histórico argentino que evada la dicotomía sarmientina entre “civilización y barbarie” cambiando, al gusto ideológico del autor, a una y otra de lugar como causa y efecto. El país de la guerra, virtuosamente, no se detiene frente a ese cruce de caminos y prefiere, para satisfacción del neófito, jugar con las derrotas convertidas en victorias, desde la manera en que Bartolomé Mitre cuenta la Guerra de Independencia, narrativa que, refutada o no, siempre deja a San Martín, “el santo de la espada” como lo llamó Ricardo Rojas, tranquilo en su pedestal al haberse negado a participar en la subasta sangrienta de las guerras civiles. Pese al esfuerzo pacifista y desmitificador de un Juan Bautista Alberdi, siempre fracasadas las reivindicaciones de Juan Manuel de Rosas, manchado el patriciado de Sarmiento con la destrucción del Paraguay, tomada nota del carácter progresista de las guerras civiles que el general José María Paz apuntó en sus Memorias póstumas y comentada la correspondencia entre el hijo muerto en combate de Sarmiento y su afligida madre, a la cual le asegura que la guerra es la no guerra, o registradas las dubitaciones del diputado Capdevila ante la ley del servicio militar obligatorio en 1901, Kohan insiste en que la Argentina siempre ha sido un país en guerra, aun simbólica o metafórica.
Los cien años de paz que van del exterminio de los últimos indios patagones hacia 1880 al episodio de las Malvinas parecen ser, gracias a Leopoldo Lugones (pero no a Borges, cuyo orgullo militarista fue remitiendo con la edad hasta distanciarse de Videla y negarse a cotizar para el busto de algún general decimonónico olvidado, gestos que Kohan debió apuntar, así fuera de paso), la preparación mental y literaria para una guerra en la cual invariablemente victoria es derrota. Por ello, el crítico literario que también es Kohan (Fuga de materiales) no excluye la poesía gauchesca como laboratorio de esa imitación de la Ilíada que a veces parece ser la historia argentina, imitación a la postre trágica o chusca, como lo prueba el Martín Fierro, cuyo héroe es un gaucho desertor y fugitivo levantado por la leva para ir a combatir a los indios, quien pasa de ser un protoanarca jüngeriano a un converso a la Argentina moderna. Todo menos un héroe nacional digno de una epopeya, lo que habla bien, irónicamente, de los argentinos, como lo sugiere Kohan, esta vez sí, recurriendo al auxilio de Borges contra Lugones.
Consciente de vivir en un país de semidioses de dudosa estirpe (Evita, el Che, Maradona) y observador más admirado que receloso de la prolija y enigmática obra de César Aira, lo mismo que de ese fulgor enceguecedor que fue Fogwill, respetuoso de una obra tan distinta a la suya como la de Alan Pauls, mucho más clásico que el hipermoderno Rodrigo Fresán, Kohan es en esencia un novelista (le falta la distancia olímpica del verdadero historiador y como reseñista literario tiende al recato) que ha reservado a la “guerra” terminada en 1983 con la victoria de Raúl Alfonsín dos de sus mejores novelas, Ciencias morales (2007), donde describe vicariamente la dictadura desde un nicho como el prestigioso Colegio Nacional para estudiantes preuniversitarios, y Museo de la Revolución (2006), que yo no conocía y fue reeditada no hace mucho en Buenos Aires. Esta última novela me sirve para registrar el capítulo que encuentro difuminado en la muerte de María Victoria Walsh de El país de la guerra.
Museo de la Revolución cuenta, desde México, la desaparición de un militante del erp llamado Rubén Tesare, quien viaja a la provincia argentina para entregar un manuscrito que servirá de “material político” a los guerrilleros trotskistas emboscados en Tucumán. Mientras espera a su contacto en un pueblito camino a Córdoba, conoce a una mujer (el sujeto viene despechado porque su dirección le ha prohibido continuar su amorío con una compañera montonera) con la que se acuesta casi de inmediato en el único hotel de Laguna Chica. Prostituta al servicio del ejército, esa tarde ella misma lo delata y Rubén Tesare correrá la suerte de miles de militantes. Pero el manuscrito sobrevive y el narrador de Museo de la Revolución, un editor, se entera de que una exiliada argentina lo tiene consigo en la ciudad de México (no puso mucha atención Kohan a su guía turística: Teotihuacan no tiene nada que ver con los aztecas y los frescos de Rivera están en el Palacio Nacional pues “palacio de gobierno”, como él dice, no lo hay en el zócalo, pero bueno) y está dispuesta a cederlo para su edición.
La enigmática Norma Rossi sigue siendo prostituta veinte años después –la acción transcurre en 1996– y es predeciblemente la misma persona que, con el nombre de Fernanda Aguirre, se entregó a Rubén Tesare en el hotelucho de Laguna Chica. Pero se quedó con el manuscrito, del cual se prendó, y Museo de la Revolución cuenta la dilatada relación entre el narrador y Norma Rossi, que, aunque duró solo unos días en el df, consiste (sexo incluido) en las argucias de la mujer para no darle el cuaderno al editor sino leérselo e inventarle un supuesto diario íntimo de Rubén Tesare. Ignorante al principio de la identidad entre ambas mujeres, el narrador se deja llevar, exasperado y curioso, hasta una escena culminante sobre la lápida de León Trotski en Coyoacán, donde a punto están de profanar lúbricamente la tumba solitaria.
El narrador se traiciona un poco y piensa, como yo, que ese “material político” no pudo ser escrito a mediados de los años setenta por un militante del erp sino parece un texto más propio del neomarxismo del siglo XXI, donde Marx, Lenin y Trotski adquieren un prestigio de metafísicos a la altura de lo que Slavoj Žižek, Alain Badiou y no sé si el propio Kohan piensan de la “revolución” como acontecimiento cósmico y no solo como redención de los proletarios, desaparecidos como sujetos en este “fin de la historia” o como queramos llamar a nuestro tiempo. Espero que no sea cierta la lúgubre resignación de Kohan ante la fatalidad de la guerra revolucionaria, al parecer amparada en una de las numerosas citas de El país de la guerra, la de esa doble de Simone Weil que fue Rachel Bespaloff cuando dijo en su extraordinario libro sobre Homero que “buscaremos inútilmente en la Ilíada y en Guerra y paz una condena explícita de la guerra en cuanto tal. La guerra se hace, se sufre, se maldice o incluso se canta; como el destino, no se la juzga”.
Dentro de la novela hay pues una metafísica de la Revolución que fascina a una prostituta e intriga a quien desea publicarla, crecientemente fastidiado por el fichero de citas patrológicas, escogidas con mucho cuidado por Kohan, de indudable prosapia bolchevique, y cada vez más interesado en ese inexistente diario íntimo de Rubén Tesare, que es aquello –mucho– que la supuesta Fernanda Aguirre le arrancó después de hacer el amor y antes de entregarlo a sus verdugos.
Museo de la Revolución, así, es el capítulo faltante de El país de la guerra y la explicación de cómo una generación de militantes se desangró en esa guerra por un entusiasmo patrístico diferente al de las otras guerras argentinas registradas por Kohan: a La guerra gaucha, de Lugones, que acaba por militarizar a los indisciplinados pamperos, o la guerra como movimiento perpetuo en los diarios de Ernesto Guevara, ese guerrillero que no participó en ninguna guerra argentina y por ello es al mismo tiempo, allá, universal y comercial. Los guerrilleros de los setenta pertenecen al dominio de la fe y acaso de la voluntad, pero son ajenos a la imaginación, como lo prueba Museo de la Revolución. Están lejos de la batalla generacional librada en la antiperonista Diario de la guerra del cerdo (1969) por Adolfo Bioy Casares, de la venganza peronista diseñada por Leopoldo Marechal en Megafón, o la guerra (1970) o de la nihilista La guerra de los gimnasios (1993), de Aira. Tampoco aparecen como quisieran aparecer en la poesía de quienes no estuvieron en la emboscada del aeropuerto de Ezeiza, como la de Fabián Casas (sobre aquellos que “fueron a esperar al Duce a Ezeiza, / tuvieron que soportar / que el viejo no les trajera la revolución / sino la peste”), ni entre Los pichiciegos (1983), de Fogwill, aterrados pero temerosos de Dios, en las Malvinas. En las Islas Falklands, así llamadas por los colonos y los ingleses, fue donde quedó claro que en el país de la guerra la derrota es, al fin, una sospechosa victoria de la que los escritores pueden burlarse, por más dolidos que estén. Sospechosa, falsa victoria, que hizo de la Argentina esa América Latina de la que escapó mientras pudo hacerlo Victoria Ocampo. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile