El realismo inconsolable de Stig Dagerman

Graham Green escribió de él que “en lugar de frases emotivas, utiliza una selección de hechos, como ladrillos, para construir una emoción”.
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En el primer párrafo de su cuento “Memorias de un niño”, el escritor sueco Stig Dagerman (1923-1954) dice que se acostumbró a “inventar” a edad muy temprana: “La realidad, que es una palabra demasiado fina, la percibía de forma más cálida, más curiosa y más divertida si la recreaba.” Es una frase de novelista, y Dagerman fue sobre todo novelista: entre 1945 y 1949 escribió cuatro novelas, aparte de varias colecciones de cuentos, cinco obras de teatro y varios poemarios. Pero fue también uno de los mejores cronistas de la posguerra europea. No he leído nada parecido a Otoño alemán (Pepitas de Calabaza, 2021), un libro sobre sus viajes por la Alemania derrotada en 1946. En él, dice que “mira la realidad de frente, en toda su desnudez”. Es una crónica descarnada, realista y honesta sobre la miseria de los alemanes en la posguerra. Su claridad moral sorprende no solo por su temprana edad (veintitrés años) sino porque es una posición solitaria en la época: los reportajes extranjeros sobre la posguerra alemana son moralizantes y resentidos. Dagerman, en cambio, no busca establecer jerarquías sobre el sufrimiento humano ni justificarlo, tampoco cree en las culpas colectivas. Piensa que “el sufrimiento merecido es igual de duro que el inmerecido, se siente igual en el estómago, en el pecho y en los pies”.

Su humanismo recuerda al de otros intelectuales que miraron las cosas de frente, desde Orwell a Simon Leys. Dagerman también me recuerda a Victor Serge: ambos defendían un anarquismo humanista y antiautoritario en una época de totalitarismos (Dagerman fue anarcosindicalista y editor de la revista El trabajador, del movimiento sindicalista sueco.) Sin embargo, a diferencia de Serge, Dagerman no era un idealista; siempre le superaba la melancolía. En “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”, quizá su texto más famoso y que cierra la recopilación que acaba de publicar Nórdica, que reúne sus mejores textos, expone un individualismo resignado y existencialista: “para mí solo hay un consuelo real: el que me permite saber que soy una persona libre, un individuo inviolable, un ser humano soberano dentro de mis límites”. Es un texto impotente y melancólico, un canto a la libertad y al mismo tiempo una derrota ante ella: “El hombre se crea unas formas de vida que, al menos en apariencia, son más fuertes que él. Con toda mi recién conquistada libertad no puedo destruirlas, únicamente suspirar debajo de ellas.”

Dagerman fue un fabulador al que le gustaba “inventar” desde pequeño, fue un pensador cercano al existencialismo, fue un cronista que miraba la realidad de frente. Todas esas facetas las abordaba desde la misma perspectiva: una fijación por los hechos, las imágenes, el materialismo y el realismo. Graham Green escribió de él que “en lugar de frases emotivas, utiliza una selección de hechos, como ladrillos, para construir una emoción”. Me recuerda a las reflexiones que hace en Historia de una vida el escritor Aharon Appelfeld, cuyo estilo es parecido al de Dagerman: “De los escritores rusos aprendí que ni la niebla ni los símbolos son necesarios: la realidad, si está bien descrita, produce por sí misma símbolos; en verdad, cada objeto en una determinada situación es un símbolo.” Appelfeld también dice que “Solo las palabras que son imágenes quedan grabadas en nosotros. El resto es vanidad”. Dagerman es un escritor de hechos e imágenes: la familia de campesinos que discute mientras pela zanahorias, el joven que vuelve a casa desde la ciudad y lleva la maleta llena de aguardiente, el viaje en carromato de dos hermanos de camino al cementerio para ver a su padre.

En todos los relatos reunidos en Memoria de un niño, algunos más autobiográficos que otros, hay temas comunes: la vida de los humildes, la soledad del niño huérfano y su búsqueda de referentes, la pobreza en la Suecia rural durante la guerra, los resentimientos familiares (en el mejor cuento de esta colección, “Dónde está mi jersey islandés”, un joven vuelve a su ciudad natal para despedirse de su padre recién fallecido y se enfrenta a sus hermanos: el padre murió por su adicción al alcohol y el protagonista ha heredado ese problema y busca cualquier excusa para emborracharse). Dagerman es un escritor impresionista y preciso, y sus historias son una galería de personajes excéntricos: “En total había asistido seis semanas a la escuela en casa del relojero, donde aprendió los nombres de los Estados Unidos de Norteamérica. Hasta su muerte pudo contar de memoria los 48 estados de la Unión”, “Un invierno llegó un mozo de Dalacarlia que sabía tocar el violín y lo hacía tan bien que se quedó dos años”, su abuela acogía a vagabundos que se aprovechaban de su bondad: “toda mi infancia fue un eterno desfilar de vagabundos: ancianos, hombres acabados, que se quedaban quietos junto a la puerta, con la cabeza gacha, otros que hablaban y contaban chascarrillos que solo reían ellos de forma forzada y entre toses, dementes a quienes había que quitar las cerillas por la noche y jóvenes soliviantados, que hablaban a voces y exaltados del tiroteo de Adalen”.

Dagerman se suicidó el 4 de noviembre de 1954 a los 31 años. Entre los 27 y su muerte apenas escribió nada, tras una carrera precoz y prolija. En “Nuestra necesidad de consuelo es insaciable”, el último texto que escribió, dos años antes de quitarse la vida, dice que no le queda ya nada que contar al mundo, y coquetea con la idea del suicidio: “No he heredado ni un dios ni un lugar firme en la tierra desde el que pudiera atraer hacia mí la atención de un dios. Tampoco he heredado la bien disimulada furia del escéptico, ni el yermo juicio del racionalista, ni la ardiente inocencia del ateo.”~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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