El verdadero terror

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Diana J. Torres

Pornoterrorismo

Oaxaca, Sur+, 2013, 218 pp.

Para mí es un crimen que una persona no descubra todas las posibilidades de su cuerpo por convenciones sociales o represiones católicas […]. Es decir, que haya señoras que no han tenido un orgasmo en toda su puta vida, para mí, eso es un crimen.

Diana J. Torres

Son tres las preguntas fundamentales que surgen leyendo Pornoterrorismo, de la poeta y performancera Diana J. Torres. Primera: ¿de qué prácticas, experiencias, emociones y placeres nos estamos perdiendo gracias al régimen actual que regula la sexualidad? Segunda: ¿qué nos pasa si osamos transgredir los límites de lo permitido? Y, tercera: ¿cuáles son los fundamentos de ese orden sexual? Es decir: ¿cómo se justifica lo que sí podemos y no podemos hacer? ¿Qué sostiene a las penas y recompensas que recibimos por apegarnos o no a las normas?

Pornoterrorismo es un ensayo autobiográfico. Lo que guía la narrativa es aquello que Torres ha vivido en torno a su propia sexualidad. Como una niña criada por padres que le enseñaron que el deseo no era algo que temer o reprimir, sino disfrutar. Como una artista y activista, cuyo objeto de análisis y crítica ha sido, precisamente, la sexualidad. Como alguien cuyo placer se ha regido por dos únicas normas: hacer lo que quiera, hacerlo siempre que sea con el consentimiento de la persona con la que está. De ahí que muchas de sus reflexiones abarquen las sanciones que ha recibido por cómo ha vivido esa sexualidad.

En uno de sus capítulos, por ejemplo, relata todas las dificultades que ha enfrentado por difundir su obra: páginas de Facebook, canales de YouTube, blogs perdidos en un abrir y cerrar de ojos por la censura que, incluso en los países más liberales, se le impone a la sexualidad. En Estados Unidos, la llegaron a vigilar varios días por mantener un sitio llamado igual que su libro. En otro capítulo, no deja de advertir sobre la precariedad económica y la ilegitimidad política y académica a la que cualquier persona que desee seguir sus pasos quedará sometida. “Nada que contenga las palabras porno o terrorismo podrá ser jamás un producto mediático, cultural o político (al menos dentro de la política y la cultura ‘correctas’, es decir, las que pueden dar pasta y renombre mundial).” Si bien no ha padecido los extremos de este orden sexual, no deja de recordar cómo son una amenaza constante: la persecución policiaca, el tratamiento psiquiátrico e incluso la muerte son realidades para muchos de los que se atreven a vivir una sexualidad alejada de la norma. Una norma que, de hecho, permite muy poco.

Torres cuenta que, estando con un hombre en la cama, él le impidió que lo penetrara analmente con su dedo. “No soy maricón”, se defendió. El orden en el que vivimos –nos recuerda la autora– no solo proscribe que dos personas del mismo sexo sostengan una relación. Lo que una mujer le puede hacer a un hombre también es limitado. El ano –especialmente el masculino– es un terreno prohibido. ¿Por qué? Cuenta que su primera intervención en el espacio público fue en Grecia, después de que se enteró que mostrar los pechos femeninos en público ameritaba una detención. Leyéndola no dejé de pensar en todas las polémicas que se han suscitado actualmente en las redes sociales por la misma razón: es válido mostrar fotografías de asesinatos, de guerras, de muertos, pero unos senos descubiertos son motivo de censura. “¿Tan peligrosas son unas tetas?”, cuestiona Torres. ¿Por qué? En el capítulo que le dedica a la eyaculación femenina no deja de sorprender cómo una capacidad fisiológica –más aún en un mundo que pretende entender al cuerpo a un nivel microscópico– resulta tan elusiva para la mayoría de las personas –incluidas las mujeres–. Llegamos a la luna, desciframos el genoma humano, descubrimos el bosón de Higgs, pero el orgasmo femenino sigue siendo para muchos un misterio. ¿Por qué?

El relato de Torres se niega a seguir una lógica cada vez más común en las historias que, sobre la lucha por el matrimonio entre personas del mismo sexo, difunden los medios de comunicación. Su argumento no se enfoca, por ejemplo, en exaltar el componente emocional de las relaciones homosexuales –dosificando o casi anulando su dimensión sexual–. Tampoco es uno que insista en las similitudes entre las relaciones homosexuales y las heterosexuales, en donde se acepta implícitamente que estas últimas son el ideal con el cual hay que medirse. El sadomasoquismo, la prostitución, la masturbación, la transexualidad, la sexualidad infantil y de personas con discapacidades, incluso el sexo entre chicas adolescentes y hombres mayores, ocupan en este libro muchas más páginas que la homosexualidad. Más que caer en el juego de reivindicar cuidadosamente una sola práctica –dejando intacto el sistema que pone orden a la sexualidad–, Pornoterrorismo busca dinamitarlo por completo.

Quien lea su libro, por lo tanto, no debe esperar una versión soft de la crítica al orden sexual. Menos aún considerando el tono con el cual Torres escribe: el de la rabia. Su libro en sí –como toda su obra– es un acto pornoterrorista. Como afirma Helen Torres, encargada del prólogo: “Si hay algo que las performances de Diana J. Torres no provocan es indiferencia. Alguna gente siente violencia, otra asco. Ella les diría: ‘También da asco la violencia del telediario y te la tragas con la cena, Julita’.” De ahí el verdadero terror: revelarnos nuestras inconsistencias, nuestra irracionalidad, nuestra propia decadencia moral. ¿Democracia? ¿Igualdad? ¿Libertad? Nuestros propios cuerpos nos horrorizan. ~

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responsable del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del Programa de Derecho a la Salud de CIDE. "El área en la que estoy es única."


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