Identidades escurridizas

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Cynthia Ozick

Cuentos reunidos

Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino

Barcelona, Lumen, 2015, 720 pp.

Diecinueve relatos, la mayoría casi apodables nouvelles por su larga extensión, integran este volumen que reúne los cuentos escritos por Cynthia Ozick a lo largo de su carrera. Su perfil biográfico –nacida en Nueva York e hija de judíos rusos– está muy vinculado con el de sus personajes, la mayoría de ellos inmigrantes judeoamericanos neoyorquinos de adopción; de hecho podría afirmarse que Ozick comparte con este colectivo tan relevante para las letras estadounidenses las gafas que se cala para observar el mundo como narradora, de ahí que algunos de sus relatos nos traigan inevitables resonancias de los de Bashevis Singer, Saul Bellow y otros escritores vinculados a la cultura judía en las grandes capitales norteamericanas. Dentro de este imaginario, que el narrador de uno de los relatos describa a la mecanógrafa que trabaja en la revista The New Shoelace como una mujer “tan encogida que parecía una inmigrante recién salida de las opresivas bodegas de un barco” resulta perfectamente natural.

Los relatos de Ozick exploran en profundidad los conflictos del emigrante judío en la diáspora: su relación con los gentiles y con el nuevo idioma de acogida, y además, coherentes con su contenido, están trufados de expresiones coloquiales y palabras en yiddish, pues la cultura de la Nueva York judía era bilingüe, o al menos diglósica, situación que se destila en estas narraciones. La presencia de un glosario de términos relacionados con la religión y las tradiciones del judaísmo askenazí al final del volumen es un acierto, pues facilita la tarea de los lectores sin enturbiar los relatos con un exceso de notas al pie.

Al avanzar en la lectura de los textos, el lector percibe que la colección de personajes que construye la autora tienen algo en común: sus cuitas en relación con su propia y frágil identidad. Este rasgo es muy característico de los personajes de Ozick y la emparenta con Henry James, del que se considera discípula –tal como nos indican en la faja que rodea este volumen–, pues todos padecen frecuentes dudas sobre su papel en la sociedad y se ven en la necesidad de someterse a procesos de autoconocimiento. Por más décadas que lleven en su país de acogida, el suelo se les tambalea cuando han de salir al ruedo de la vida social: en “La maleta”, Gottfried Hencke, inmigrante alemán y padre del artista homónimo se lamenta de haber llamado así a su hijo: “¡Vaya un nombre para que un chico sobreviviera en Yale! Si tuviera que volver a escoger un nombre, le pondría John.” La cuestión de conservar las resonancias del nombre europeo o adoptar uno completamente nuevo vuelve a aparecer al comienzo de “Virilidad”, donde se nos habla de Edmund Gate, para enseguida aclarar que el narrador lo conoció “cuando aún era Elia Gatoff”.

Pero el exilio no solo consiste en un cambio forzoso de país: existen diversas formas de destierro, parece decirnos Ozick a través del narrador de “Virilidad”, quien, tras rebasar los cien años, se considera “confinado a una Elba metafísica” y afirma que los de su edad “hemos virado hacia una mentalidad distinta y por lógica deberíamos tener nuestra propia bandera”. Una nostalgia contagiosa se apodera de los personajes de Ozick, que asisten con estupor al mal gusto paulatino que se va adueñando de sus ritos religiosos, tanto es así que a los ancianos judíos como Edelshtein (en el relato “Envidia, o el yiddish en América”), quien ni siquiera se da cuenta de su marcado acento extranjero al hablar en inglés, le llegan a dar miedo las nuevas sinagogas, “aquellos palacios con enormes Tablas de bronce falso, móviles de manos extendidas accionados por un motor, gigantescos tetragramatones de plástico transparente colgando como arañas de luces”.

Además de los temas ya mencionados, Ozick se vuelve particularmente divertida e ingeniosa en los relatos de carácter metaliterario como “Dictado” o “Cómo ayudar a T. S. Eliot a escribir mejor”. En ellos se escenifican intrincadas situaciones que les podrían haber ocurrido a T. S. Eliot, Henry James y Joseph Conrad a lo largo de sus vidas, y dan fe de que fórmulas como “¿qué habría pasado si…?” o “¿se imaginan que…?” continúan siendo el combustible que pone en marcha los motores de cualquier narración.

Es fácil imaginar el placer que obtuvo la escritora al pergeñar estas ficciones sobre escritores canónicos de las primeras décadas del siglo XX, sobre todo al leer cómo la esposa de Joseph Conrad, Jessie, resopla enfadada y molesta ante las costumbres del escritor Ford Madox Ford: “¡Un hombre que no conserva su propio apellido, y va por ahí haciéndose llamar Ford Ford, como un tartamudo!”, o cómo el puntilloso editor Firkin Barmuenster, obsesionado por las nuevas preocupaciones e intereses de los lectores de 1911, no muy distintos de los actuales (“Nuestra nueva estirpe de lector quiere otra cosa. Claridad. Simplicidad. Ir al grano, sin todo ese fárrago enervante”), le saca mil defectos a “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” de T. S. Eliot y llega a publicarla en la revista que edita, pero en una versión resumida y en prosa. El lector contemporáneo asiste encantado a estas escenas desde el palco privilegiado del presente, aunque no es estrictamente necesario entender los guiños literarios de Ozick para disfrutar de estas comedias existenciales que generan unas irrefrenables ganas de escribir imitando el estilo y universo de la autora. ~

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