Rafael Pérez Gay
El cerebro de mi hermano
México, Seix Barral, 2013, 144 pp.
Nos acompañan los muertos
México, Planeta, 2009, 210 pp.
“Pérez dejó de respirar”. Este fue el mensaje escueto que le transmitieron a Rafael, su hermano, la madrugada del 26 de mayo de 2013. Había muerto el ensayista, novelista, traductor y diplomático José María Pérez Gay. Había muerto su hermano, su modelo, maestro y amigo, luego de una enfermedad que primero le restó motricidad, luego le arrebató el lenguaje y al último la memoria y la vida. “Yo ya soy un fantasma”, le dijo meses antes del desenlace. Para tratar a su modo de enterrarlo, Rafael Pérez Gay redactó este triste informe, El cerebro de mi hermano, “y solo logré mantenerlo con vida”.
Poco antes murieron sus padres, a los noventa años, luego de sesenta y cinco de estar juntos y de procrear cinco hijos. Ese evento lo llevó a escribir también un informe: Nos acompañan los muertos. Mediante la escritura, Rafael Pérez Gay sepulta a sus difuntos: los recuerda, intenta descifrarlos, los acompaña en su enfermedad y agonía. Pero, ¿es esto literatura? Así los llama Rafael: informes. Toma el modelo del par de libros que redactó Simone de Beauvoir: Una muerte muy dulce (cuando falleció su madre) y La ceremonia del adiós (que narra la enfermedad y la fase terminal de Jean-Paul Sartre). Como De Beauvoir, Pérez Gay lleva el registro minucioso del deterioro a la par que describe su entorno. En el libro sobre sus padres da cuenta de hospitales, medicinas, traslados, estudios, enfermeras, desvelos, pero también –intercaladas– narra historias de su viaje a Europa con su familia, transcribe artículos periodísticos que escribió en esas fechas, incluye partes de su investigación sobre los orígenes de la ciudad de México, sin dejar de comentar los difíciles días que atravesaba el país luego de la polémica elección de 2006.
Informe del deterioro y recuperación de la memoria. Retrato de su familia e indagación sobre sí mismo. “La búsqueda de la verdad es enemiga de la literatura”, afirma Pérez Gay. El narrador de este informe recuerda a sabiendas de que “sin ficción, el recuerdo muere”. ¿Este texto es literatura o testimonio? Esta duda la comparte Pérez Gay. “¿Qué es autobiográfico y qué es ficción en un relato?” Mencioné ya los libros de Simone de Beauvoir. Podría citar también el testimonio terrible de Susan Sontag y su relación con el cáncer (La enfermedad y sus metáforas), así como el lúcido y magnífico libro de Christopher Hitchens, Mortalidad. Informes sobre la enfermedad, reflexiones sobre la muerte. ¿Se puede pensar la muerte; se puede transmitir el dolor mediante la escritura? Ese testimonio, ejercicio de estilo terminal, ¿es literatura? No tengo duda de ello, por ejemplo, ante Beber un cáliz, el intenso y minucioso relato que hizo Ricardo Garibay sobre la muerte de su padre, o en el deslumbrante y desgarrador Patrimonio. Una historia verdadera, de Philip Roth. En el caso de Pérez Gay es claro que esa fue su intención. Menos logrado en el caso del texto sobre sus padres (por la interpolación de artículos, viajes, política, que a veces le dan al libro un tono de comedia ligera), y mucho más cercano al tono literario en el libro sobre su hermano, no solo porque despojó a su narración de la carga del contexto inmediato, sino porque encontró la modalidad para hacerlo, el tono elegíaco. La tragedia mayor que significó la pérdida de su hermano, con quien compartió “una raíz común, literatura, familia, nuestro pasado y nuestra idea de que en cierto sentido habíamos derrotado a nuestro destino de jóvenes de clase media, sin dinero, con un padre extraordinario, ausente, loco, y una madre melancólica, solidaria”.
Narrar la enfermedad de forma objetiva es imposible porque no se puede aprehender y transmitir la experiencia del dolor. Por ello, quien narra este libro tiende a contar su angustia, miedo, desamparo, impotencia, insomnio, y los alivia con la amistad, el alcohol, los antiansiolíticos. Se trata, sin metáforas, de una lucha a muerte, que en el mundo real se traduce en un encuentro despiadado con hospitales y sus cuentas; medicinas y sus efectos secundarios; doctores y sus diagnósticos contrapuestos; consejos y contraconsejos de todo tipo. En el caso de José María Pérez Gay, esa incertidumbre incluyó un viaje infructuoso a Cuba (a donde lo llevaron sus amigos de izquierda), seguido de un traslado igualmente inútil a Phoenix para terminar en el lugar de donde nunca debieron haber salido: el Instituto de Neurología. En la enfermedad se cometen múltiples errores, aproximaciones, tanteos, fruto del amor, del desconocimiento y del miedo. Un ejemplo: al comienzo de su deterioro mental, José María acudió al psicoanalista para intentar, mediante terapia, superar lo que a todas luces requería atención neurológica y química.
Informe sobre la enfermedad y registro de la memoria. Un libro de este tipo siempre implica un ajuste de cuentas con quien ya partió. El destino de José María Pérez Gay fue, como el de todos, singular. A él siempre le sonrió la fortuna. Hijo de un padre excéntrico y encantador que dilapidó la herencia familiar y que obligó a su familia a emprender decenas de mudanzas bajo el acecho de sus múltiples acreedores; José María huyó a Alemania a los veintiún años. Huyó es una palabra fuerte, como fuertes fueron los desencuentros constantes entre padre e hijo: “le puso cerco a sus anhelos, lo agobió con sus críticas”. Rafael los recuerda aterrado: el padre blandiendo un martillo y un cinturón; el hijo defendiéndose con unas tijeras, una silla y muchos gritos. El padre amenazando con quemar los libros del joven; el hijo prometiendo quemar los trajes del viejo. Su madre, arbitro imposible, gestionó la beca salvadora a Alemania, donde José María estudió filosofía e incursionó con ventura en el medio diplomático. Rafael tenía apenas siete años cuando su hermano se fue. Regresó casi dos décadas después, chisporroteante de ideas, lecturas, paisajes, encuentros. La cabeza llena de Musil, Broch, Kafka, Kraus, Canetti, Benn, Benjamin. Inundó el suplemento de La Cultura en México con sus traducciones y ensayos, que darían pie al magnífico El imperio perdido.
Regresó también José María desengañado del socialismo real, del socialismo a secas. A su vuelta, Rafael y sus hermanas –Lourdes al menos– estaban encandilados con ese gran mito, la Revolución, que hacían a su modo: viajes para ayudar a campesinos en Veracruz, visitas a asesores de Lucio Cabañas en Guerrero, sobre todo a través de una compañía de teatro que se consideraba brechtiana y emancipadora de las conciencias. “Pierdes el tiempo –le decía en todos los tonos José María–. El socialismo ha fracasado.” Rafael: “Desde luego, no le creí.” Los amigos de Rafael acusaban al hermano mayor de “anticomunista, de intelectual de derecha”. Por eso la sorpresa de Rafael, al leer los obituarios que la muerte de su hermano suscitó, ya que “todas las semblanzas resaltaban su compromiso con una izquierda a la que perteneció unos cuantos años, renunciando a su pasado de crítico furioso de la iglesia comunista”. Sus últimos años los pasó en las filas de la más recalcitrante militancia. “Te haces eco de la derecha”, acusaba a Rafael, detractor del dogmatismo de la izquierda y del autoritarismo de su candidato iluminado. En 2006, a los hermanos los separó la política. No solo a ellos. Desde entonces la discordia divide al país. Perdió dos veces López Obrador la presidencia, pero incubó el huevo de la serpiente. Discutieron entonces los hermanos al borde de la ruptura. “Andrés es mi amigo –decía José María–, como mi hermano.” A lo que contestaba Rafael: “Si es tu hermano, que lo sea. Pero no mío.” Algo muy hondo se rompió en ese intercambio. Sobrevendría luego el cáncer de Rafael, al que se sobrepuso; su hermano, distante. Y por fin la enfermedad cerebral de José María, que lo sumergió primero en la niebla y más tarde en la nada.
De José María, dice Rafael, “admiré su voracidad intelectual, su inteligencia rápida y dispuesta a compartir sus conocimientos”, sin dejar de ver que “sobrevaloraba la fama y el prestigio, les daba un valor excesivo”. Nunca pudo Rafael entender por qué “mentía por mentir”, “fabulador empedernido, instalado en una innecesaria mitomanía”. Luces y sombras. Dos hermanos unidos por la literatura, distanciados por la política. Informe sobre la muerte, pero, sobre todo, informe acerca de una vida apasionada e intensa. “Si no admitimos –remata Rafael– que los días felices están contados, no hay lugar para el placer y la diversidad de cosas magníficas que hay en el camino a la tumba”. ~