El ensayista y crítico cubano Iván de la Nuez, afincado en Barcelona desde hace tres décadas, ha escrito un libro titulado Teoría de la retaguardia. Cómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás) (Bilbao, Consonni, 2018). El tránsito al siglo XXI, piensa De la Nuez, se ha producido en dos tiempos, uno que va de la caída del Muro de Berlín al derrumbe de las Torres Gemelas, y otro en el que nos internamos en una baja globalización, donde el mercado se reconcilia con el Estado y sus instituciones, empezando por los museos y terminando por las policías.
Si la primera fase impuso una nueva espectacularidad global, basada en los grandes despliegues mediáticos de las transiciones en Europa del Este y las guerras del Golfo Pérsico, la segunda, entreverada con el Internet y las nuevas tecnologías, marcó la hegemonía definitiva del discurso visual. El crítico toma de uno de sus artistas de cabecera, el fotógrafo catalán Joan Fontcuberta, el concepto de Nuevo Orden Visual, y lo hace premisa de su propia teoría de la retaguardia: una respuesta a la frivolización del vanguardismo tardío.
Todo se ha vuelto “carne de museo”, dice De la Nuez: el fascismo y el comunismo, las dictaduras y las guerras civiles, el colonialismo y las revoluciones, la pobreza y la marginación. Pero esa facilidad con que se arma un parque temático sobre cualquier catástrofe no rebasa ni diluye la función de los museos. Más bien la refuerza, al punto de regresar a los orígenes de esa institución en la antropología evolucionista del siglo XIX. Así, el Museo de Malmö exhibe mendigos gitanos, el dramaturgo Brett Bailey expone negros esclavizados en Londres o Santiago Sierra paga a más de 500 desempleados mexicanos para que posen en una sala del Rufino Tamayo.
Hay algo centralmente antropológico en el arte contemporáneo, que lo politiza pero también lo neutraliza. En la tradición de vanguardia, que arranca con Marcel Duchamp, el foco de atención era el objeto del ready-made: el urinario, la rueda de bicicleta, la aspiradora. En el arte contemporáneo, son los sujetos: “las causas y no las cosas”, concluye De la Nuez. No falta intencionalidad emancipatoria en buena parte de esa producción, que incluye en dosis crecientes al llamado “arte político”. Pero con frecuencia, sostiene el crítico, el arte contemporáneo “envasa al vacío las contradicciones sociales para servirlas más tarde en una lógica de supermercado –sección de pescadería fresca, por ejemplo–, desde la cual la crítica se convierte en denuncia; el discurso, en retórica; la democracia, en catarsis”.
En el largo periodo vanguardista del siglo XX, muchos artistas se comprometieron con las causas de la izquierda mundial. Hoy, cabría preguntarse por las preferencias ideológicas y políticas de un Jeff Koon, un Damien Hirst, una Marina Abramovic o un Kehinde Wiley, que lo mismo hace un retrato de de sí mismo como Napoleón a caballo que otro de Barack Obama en tono de realismo mágico. Iván de la Nuez resume el desplazamiento en una frase: “si en la época del Viejo Orden Visual los artistas de la vanguardia llegaron a situar el arte bajo las prescripciones del agitprop, en el Nuevo Orden Visual los artistas –desde la retaguardia– han conseguido licuar el agitprop en las reglas del arte”.
En la cultura visual del siglo XXI las imágenes más rentables son aquellas que encarnan íconos. Las estrellas de Hollywood, Michael Jackson y Madonna, Vladimir Putin y Kim Jong-un, Mickey Mouse o el Che Guevara, serían casos a la mano. Una vez constituida en ícono, por obra del mercado o de la ideología, la imagen detenta un poder representacional, que De la Nuez llama “iconocracia”. Las formas más perversas de la iconocracia son las que tienen que ver con la estatuaria y la monumentalidad de los regímenes autoritarios, con los mausoleos rusos, chinos o coreanos, pero también con la nueva política cultural de los Emiratos Árabes donde llega a concebirse una “isla de los museos” en Abu Dabi.
La iconocracia, sostiene De la Nuez, llega también al arte y a la fotografía y produce una inversión de sentido, que favorece la crítica de los discursos del poder. Destaca el crítico el caso del fotógrafo alemán Thomas Ruff, seguidor de las técnicas de Man Ray y Moholy-Nagy, que convirtió en una bruma espesa la tragedia espectacular del atentado del 11 de septiembre en el World Trade Center de Manhattan. El derrumbe de las Torres Gemelas, ícono de la larga “guerra contra el terror”, se convierte en una incógnita a medida que el espectador avanza hacia la foto.
Lo mejor del arte de retaguardia, aquello que lo coloca en la resistencia a la mercantilización de la última vanguardia, tiene que ver con el avance hacia una narrativa en la que los límites que se traspasan no son entre el arte y la vida, como sostenía Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia (1974), sino entre el arte y la supervivencia. De la Nuez encuentra esa disolución de fronteras en artistas escritoras como la española Alicia Kopf (Imma Ávalos) y la mexicana Verónica Gerber, quien en su novela Conjunto vacío (2017), narra la sobrevida y el duelo del exilio a través de diagramas de Venn.
Iván de la Nuez no está solo en su crítica al arte contemporáneo. Lo preceden otros críticos a los que rinde homenaje en su libro, como los recientemente fallecidos Arthur Danto y Paul Virilio, y lo acompañan también artistas con quienes dialoga de manera permanente como los ya citados Fontcuberta y Ávalos, Daniel G. Andújar o los cubanos Carlos Garaicoa y Leandro Feal. Hay que leer a Iván de la Nuez para convencernos de que la crítica de arte puede ser ensayo, bien pensado y bien escrito.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.