Si de poner etiquetas se trata, probemos con la de “escritor de culto”, ese escritor de escritores para lectores afanosos y literarios cuya fama estriba más en el boca a boca que en la venta masiva de libros. Al australiano Gerald Murnane (Melbourne, 1939) esa etiqueta, a priori, le queda bastante bien. Teju Cole lo llama genio y lo compara con Beckett, Ben Lerner eleva una de sus novelas a la categoría de “obra maestra bizarra”, J. M. Coetzee lo define como un “idealista radical”, Merve Emre como un “gigante reclusivo de las letras australianas” y, por si hiciera falta más evidencia, The New York Times lo considera “el mejor escritor vivo en lengua inglesa desconocido por la mayoría”. De sus quince libros ya se conocían dos en español: Las llanuras (The plains), su novela más famosa, esa misma que Lerner consideró una obra maestra (bizarra); y Una vida en las carreras (Something for the pain), lo más cercano al género autobiográfico que Murnane, conscientemente, ha escrito. La editorial mexicana Gris Tormenta da a conocer ahora un tercer título, el último de los publicados por Murnane, Última carta a un lector (2021), y lo hace en una estupenda traducción de Aldaber Salas Hernández inaugurando una nueva y prometedora colección que, además, lleva un título inspirado en Murnane: Paisaje interior.
En quince breves capítulos o ensayos, Murnane repasa, uno a uno, sus quince libros, incluyendo el que da título al volumen. Por lo que tiene de síntesis y catálogo, Última carta a un lector ofrece una rara oportunidad de acceso a la obra de Murnane, un excelente punto de partida desde el que comenzar a explorar uno de los territorios más singulares de la literatura contemporánea. No esperen los lectores, sin embargo, un catálogo al uso, porque nada en Murnane lo es (I’m a very strange fellow, reza una de las carpetas que Murnane guarda en uno de sus tres archivos). Como ocurre en todos los libros del australiano, en los que no existen líneas divisorias claras entre vida, ficción y reflexión en torno al acto de escribir ficción, también este último libro se resiste a la categorización fácil, ya que el autor no busca repasar con él su trayectoria literaria sino regresar a ella para, apartando lo predecible y buscando “lo imprevisto y lo aparentemente incongruente”, entenderla mejor o incluso entenderla por primera vez, como sucede, por ejemplo, en “Inland”, uno de los mejores ensayos del libro, en el que podemos acompañar a Murnane, casi en tiempo real, en una divagación o viaje alucinante al “corazón de la palabra”.
La lectio difficilior que Murnane, como lector de sí mismo, lleva a cabo sobre su propia obra confía en el poder revelatorio que el autor atribuye a la literatura. Esa revelación puede manifestarse tanto en la lectura (de Emily Bronte, Hardy, Melville, Proust, James, Woolf, Gyula Illyés, Borges o Les Carlyon, por ejemplo) como en la escritura: “El acto de escribir –dice Murnane en “The plains”– o incluso el mero intento de escribir, me ha traído en incontables ocasiones lo que llamaré a efectos de este texto revelaciones”. La alusión al misticismo como lugar común de la crítica murniana no carece de fundamento. El mismo autor alienta esa asociación en numerosas ocasiones a lo largo de estos quince ensayos cuando nos revela, por ejemplo, haber concebido su escritura “más como un desvelamiento o un descubrimiento que como una invención”, o cuando declara haber vivido su vida “en una especie de trance”, a la merced de ciertos objetos o imágenes (una canica, una vidriera, un estanque, los colores de la librea de un jinete o “motas de polvo doradas girando en una habitación oscura donde un disco rayado vomitaba desde el gramófono los sonidos de la canción ‘Oh, dem golden slippers’”) que quedan impresos en su mente hasta que la escritura o, en términos murnianos, el reporte de la contemplación de lo que ocurre en la mente, las rescatan, actualizando así para el autor todo su potencial. Pero Murnane, que en más de una ocasión se declara admirado e incluso eufórico por sus propios hallazgos literarios (una frase, un párrafo, la intervención de un personaje) no vuelve sobre sus propios textos por vanagloria, sino con la esperanza de reconocer en ellos algún rastro de aquella impresión y revelación originales.
Murnane es un místico en el mismo sentido en el que Proust lo fue. Ambos profesan una fe profunda en la sintaxis y en la oración compleja, ya que esta permite “la contemplación de conexiones entre conexiones … múltiples cláusulas que se atraen o repelen entre sí de maneras sorprendentes”. San Juan de la Cruz ya lo demostró en su momento, componiendo algunos de los mejores poemas de la lengua castellana: se puede ser, al mismo tiempo, místico y un artesano meticuloso del lenguaje. Es significativo, sin embargo, que al final de Última carta a un lector, Murnane prescinda del lenguaje para explicar ese estado eufórico al que a veces lo conduce la lectura de sus propios textos: “Lo he llamado euforia y excitación, pero mi estado mental cuando a veces veo lo que mi escritura me ha descubierto, sin pensar siquiera en lo que puede haber significado para otros, puede ser comunicado mejor si reporto que a veces, luego de leer algún pasaje de mi propia escritura, he compuesto y tocado con mi violín, para mi propia satisfacción, alguna melodía cuyo fin era resolver mi propia tensión o, quizá, celebrar la tensión misma.” Podría argumentarse que en esa incapacidad del lenguaje para visibilizar lo inefable (un gesto tan místico, por otra parte) hay implícito un fracaso, pero, ese salto final a la música ¿no es más bien una consecuencia natural, un logro, para alguien que escribió todo un libro inspirado en el misterio del sonido vocálico de la palabra húngara kút?
No olvidemos, por último, que en Murnane el misticismo tampoco está reñido con el sentido del humor, un elemento que en ocasiones se pasa por alto al hablar de su obra. Es cierto que en su archivo hay carpetas tituladas “I dream a prophetic dream” o “I’m a prophet”, pero también hay otras que se titulan “Literature and fart et al” o “Should I tell Literature to get fucked”. Última carta a un lector es un libro de senectute, y en sus páginas hay un tono inequívoco de despedida. Pero ceñirse a ese tono sería empobrecerlo, pasar por alto la curiosidad y emoción, casi infantiles, diría yo, contagiosas, que Murnane experimenta cuando, al volver a leerse, descubre que la literatura construye mundos inagotables. Por tanto, sí, escritor de culto, pero sin olvidar que esa estirpe rara vez claudica a la satisfacción pasajera que nos provoca una etiqueta. ~
(Córdoba, 1972) es escritor, académico y profesor español.