La reelección de Daniel Noboa en abril de 2025, con un margen de 11 puntos sobre Luisa González, candidata del movimiento correísta, ha renovado las esperanzas de superar el lastre político que dejó Rafael Correa en Ecuador. Sin embargo, es fundamental clarificar que el desafío no consiste en eliminar una opción política legítima –el correísmo, como movimiento electoral, tiene pleno derecho a participar y ganar elecciones como cualquier otra fuerza democrática–, sino en desmantelar un entramado constitucional que obstaculiza el funcionamiento de una democracia liberal en condiciones mínimamente aceptables. Dicho de otro modo, el problema no es el correísmo como grupo, sino las instituciones que lo perpetúan.
El correísmo como modelo institucional fue plasmado en la llamada Constitución de Montecristi (2008), donde se sentaron las bases jurídicas de su plan político. Este diseño constitucional, instaurado por lo que podríamos denominar un proyecto ideológico con claras aspiraciones de dominación a largo plazo, debilitó sistemáticamente las instituciones democráticas y fragmentó la sociedad ecuatoriana durante la década de gobierno de Correa (2007-2017).
Montecristi: instituciones y economía al servicio de un proyecto político
La constitución aprobada en el cantón Montecristi, aprobada mediante referéndum en 2008 con un 63.93% de apoyo, fue alabada internacionalmente por su amplio catálogo de derechos sociales. Sin embargo, más allá de estos aspectos discursivos, su diseño institucional estableció un sistema hecho a la medida del partido gobernante, un entramado sin precedentes en la historia republicana del Ecuador, que solo hace lógica como parte de un proyecto deliberado de hegemonía política. En esencia, la constitución, detrás de supuestos avances en el reconocimiento de derechos, también sentó las bases para un ejercicio del poder menos sujeto a controles y equilibrios.
Este desequilibrio facilitó múltiples abusos durante el gobierno de Correa: se ejerció un control sistemático sobre el sistema judicial, que dejó de actuar como un poder independiente para convertirse en un instrumento al servicio del Ejecutivo. El poder electoral fue utilizado como herramienta para favorecer al partido gobernante, asegurando la continuidad del proyecto político correísta. Los medios de comunicación independientes enfrentaron juicios absurdos y multas millonarias, en un intento por silenciar las voces críticas y consolidar una hegemonía comunicacional. La utilización política de las instituciones se convirtió en una práctica sistemática para perseguir opositores, amedrentar a la disidencia y reprimir cualquier forma de cuestionamiento al poder establecido. Es un arma cargada, que sigue al servicio de quien quiera disparar.
En el plano económico, Montecristi estableció un modelo intervencionista. El artículo 313 y siguientes de la constitución reservan sectores estratégicos como energía, telecomunicaciones, recursos naturales no renovables, transporte, refinación de hidrocarburos, agua, biodiversidad y patrimonio genético para el control estatal, limitando significativamente la participación del sector privado. Esta visión estatista de la economía generó ineficiencias, desincentivó la inversión y fomentó la dependencia del Estado, creando un sistema económico clientelar y poco dinámico.
Un elemento adicional que ha complicado el panorama económico ha sido la prohibición constitucional de ceder jurisdicción en disputas comerciales a organismos externos, como el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), lo que ha generado incertidumbre adicional para los inversionistas internacionales interesados en Ecuador. Esta medida, concebida para proteger la soberanía nacional, terminó aislando al país de los flujos de inversión global y limitando su capacidad para insertarse en la economía mundial.
El “quinto poder” y los gobiernos post Correa: la persistencia estructural del sistema
Un aspecto crucial de la arquitectura institucional de Montecristi es el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (CPCCS), creado como el denominado “quinto poder” con la misión de promover la participación ciudadana y el control social. Sin embargo, este organismo ha sido percibido consistentemente como una extensión politizada de la presidencia, particularmente durante la era de Rafael Correa, comprometiendo seriamente su autonomía. En lugar de actuar como un contrapeso al poder presidencial, el CPCCS se convirtió en un mecanismo para legitimar las decisiones del Ejecutivo y debilitar la capacidad de la sociedad civil para fiscalizar la gestión pública.
Lenín Moreno, elegido en 2017 como sucesor designado por Correa, representó un quiebre inesperado con su predecesor. Sin embargo, su gobierno constituyó un experimento fallido caracterizado por una profunda ambigüedad ideológica. Su administración, un mosaico heterogéneo de exfuncionarios correístas, opositores históricos y tecnócratas sin filiación clara, careció de una visión coherente, obsesionándose con extirpar la influencia personal de Correa –en gran medida por miedo a sus represalias en caso de regresar al poder– sin modificar sustancialmente el sistema que este había construido. Moreno se centró en desmontar el legado personal de su antecesor, en perseguir judicialmente a sus antiguos compañeros por corrupción, pero no abordó las reformas de fondo que el país necesitaba.
Guillermo Lasso, quien alcanzó la presidencia en 2021 tras derrotar al candidato correísta Andrés Arauz, representó un intento más coherente con un programa definido: dentro de las posibilidades del momento, estabilizó las finanzas públicas y abrió la economía ecuatoriana al mundo. Logró reducir el déficit fiscal, implementó una exitosa campaña de vacunación contra la covid-19 que alcanzó al 78% de la población, y firmó importantes tratados comerciales con China y Corea del Sur. Sin embargo, Lasso enfrentó una furiosa oposición en la Asamblea Nacional, lo que dificultó la implementación de sus reformas y generó inestabilidad.
Esto fue precisamente lo que llevó a la activación de la “muerte cruzada“. En mayo de 2023, ante un clima de chantaje constante por parte del legislativo, Lasso activó el mecanismo constitucional que disolvía el Congreso y convocaba elecciones anticipadas. En un contexto de creciente polarización y bloqueo político, Lasso optó por una medida drástica que buscaba dar una salida a la crisis, pero que también evidenció las tensiones inherentes al sistema institucional ecuatoriano. Fue ahí cuando Noboa alcanzó el poder, como una suerte de sorpresivo outsider.
La victoria electoral de Daniel Noboa del pasado 13 de abril, con el 56% de los votos según el Consejo Nacional Electoral, consolidó su liderazgo político. Heredero de una dinastía empresarial bananera, Noboa capitalizó la crisis de seguridad que azotaba al país, centrando su estrategia comunicacional en este tema y obteniendo un triunfo electoral que confirmó el respaldo a su enfoque de combate de la violencia. Su promesa –todavía por cumplirse del todo– de acabar con el crimen resonó en un electorado ávido de orden y estabilidad.
El imperativo de una nueva constitución
La persistencia electoral del correísmo, que obtuvo 44% de los votos en la primera vuelta de 2025 y 67 escaños en la Asamblea Nacional según datos oficiales, demuestra su extraordinaria resiliencia política. Este hecho no debe interpretarse como algo negativo en sí mismo –toda democracia requiere diversidad de opciones–, sino como evidencia de que el problema trasciende a las personas y se enraíza en las estructuras. El correísmo, a pesar de los escándalos de corrupción y las denuncias de autoritarismo, sigue contando con un apoyo significativo, lo que pone de manifiesto la necesidad de abordar las causas profundas de su arraigo en la sociedad ecuatoriana.
Una nueva constitución es necesaria para corregir los desequilibrios de Montecristi. Se requieren cambios profundos para abordar problemas como la apertura de sectores estratégicos a la inversión privada, eliminando restricciones excesivas; la reforma del CPCCS para garantizar la independencia en la designación de autoridades de control; la reconfiguración del sistema judicial para asegurar su autonomía; y el establecimiento de mecanismos claros para resolver disputas con inversionistas extranjeros, equilibrando soberanía y atracción de capital.
La clase política ecuatoriana comprometida con la democracia liberal enfrenta una oportunidad histórica para liderar una refundación constitucional que trascienda los ciclos de inestabilidad del país.
El desafío es articular una reformulación profunda del pacto constitucional, alejándose de la visión ideológicamente sesgada de Montecristi hacia un marco institucional equilibrado y pragmático. Esto implica establecer reglas de juego que permitan la convivencia de diversas opciones ideológicas bajo principios democráticos compartidos, y repensar integralmente las bases del Estado ecuatoriano con una visión menos doctrinaria.
Sin esta transformación, el correísmo como sistema institucional seguirá amenazando la consolidación democrática y el desarrollo económico de Ecuador, perpetuando un modelo insostenible. Es importante enfatizar que los cambios a la Constitución no son una panacea mágica para los problemas de Ecuador. Lo dice la historia. No traerán automáticamente prosperidad y paz. Sin embargo, en el contexto actual, la reforma constitucional se presenta como un paso fundamental para asegurar que el sistema político pueda funcionar bajo condiciones mínimas para una democracia viable. ~