Justine, de Lawrence Durrell

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Edhasa reedita Justine en su colección Diamante, la que alberga los sesenta títulos más emblemáticos de su catálogo, entre los que la obra más aplaudida de Durrell –primer volumen de su legendaria tetralogía Cuarteto de Alejandría: Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1969)–, destaca por ventas, por número de reimpresiones en distintos formatos y por la calidad de la traducción de Aurora Bernárdez, que a un tiempo ensalza la densidad lírica y la fastuosa imaginería del texto y redime al lector de la insoportable y gravedosa retórica de algunos pasajes de la novela que, por otra parte y como sucede en las demás obras del ciclo, encarna en forma de epígono buena parte de las virtudes de la vanguardia narrativa, comenzando por esa poética caleidoscópica que presenta perspectivas distintas de un mismo haz de personajes y de acontecimientos que los envuelven. Si por un lado el Cuarteto es repetitivo, pues explica n veces lo que sucede una sola vez debido al cambio de punto de vista (“si algunos personajes tienden a ser peleles es porque estoy tratando de iluminarlos desde diferentes ángulos”, se excusaba Durrell en una entrevista a The Paris Review), en Justine, como en las demás novelas, el autor británico fragmenta el status emocional de sus personajes como si lo descompusiese en un cuadro de Georges Braque o en un espejo múltiple, analizándolo de forma obsesiva y laberíntica de la mano de merodeos y de coquetas complacencias verbales y asimismo conceptuales, circunstancia que, unida a la querencia filosófica de su prosa, le advierte al lector de estar enfrentándose a una obra compleja que se muestra realista o tradicional sólo en apariencia. También resultan deudas contraídas con la vanguardia las audaces imágenes nacidas del futurismo tecnófilo y de la irracionalidad surrealista (puesta de manifiesto en la fantasía sexual de Justine o en los delirios oníricos y las alucinaciones de Nessim, acomodados en un universo freudiano que adopta formas que satisfarían sin duda a Marcel Duchamp). Durrell, aventajado lector de Henry Miller, le rinde una suerte de velado homenaje tiñendo las páginas de Justine de un hedonismo libertino inspirado por la Justine del Marqués de Sade, que va convirtiendo la novela en una enredada madeja de amoríos cruzados y de sexo sórdido a la vez que trascendido por bizantinas disquisiciones. Recorre la novela un paganismo frío que corre parejo a un erotismo picassiano, cinético y bíblico (“Desnudos, riendo, chapotearon en el agua tomados de la mano hasta entrar en el mar helado. Era como la primera mañana del mundo”), en el que sobre todo se relee al Miller del Trópico de cáncer, “La carne despierta. De noche una prostituta borracha camina por una calle oscura. Los cuerpos hoscos de los jóvenes inician la caza de una desnudez cómplice”. Ecos de Al faro de Virginia Woolf en el párrafo inicial y de la obra entera de la autora de La señora Dalloway en la comunión de la naturaleza y de la ciudad con el estado anímico de los protagonistas: “somos hijos de nuestro paisaje. Nos dicta nuestra conducta en la medida en que armonizamos con él”, proclama Darley. Justine abre de par en par las puertas de la ciudad de Alejandría, iluminada en cada página como el Dublín de Joyce, el Berlín de Döblin o el Nueva York de Dos Passos, una tradición del modernism a la que contribuye Durrell con su ciudad egipcia convertida en una cornice o en la escenografía que arropa al amor saliendo a escena a causar estragos irreparables en las vidas de Darley, Melissa, Justine y Nessim, unidas en una danza agorera y extenuante por el amor que las truncará. La propia prosa abigarrada de Durrell sale a la escena de la novela, su obra entera tiene un aire teatral, se exhibe en el escenario de la página, se gusta. Una atmósfera proustiana, el exotismo del espacio narrativo del que tanto fruto extrajo E. M. Forster.

Justine es narrativa de vanguardia après la lettre, efectivamente. ¿Acaso no es vanguardista su narrador autoconsciente Darley, profesor y escritor que narra su historia mirando de reojo al lector por medio de una retórica del apóstrofe constante? ¿No remite a Proust su empleo poderoso de la primera persona al servicio de la más meticulosa introspección, del tiempo suspendido en la memoria (“Esos momentos son los que colman al escritor […] y perduran para siempre. Podemos evocarlos cuantas veces queramos o utilizarlos como fundamento para construir esa parte de la vida que es la tarea de escribir”)? A Darley le halaga la impostura literaria, detiene su discurso para justificarlo, afila el lápiz con el que escribe las palabras, se escucha escribiendo. De ahí el manierismo de sus descripciones plásticas (“en verano había un tenderete abigarrado donde a ella le gustaba saborear tajadas de sandía y sorbetes de colores brillantes”), su codicia lingüística (tiene párrafos, reconozcámoslo, de lo que a Marsé le gusta llamar “prosa de sonajero”) y su sofisticada imaginería (“yace Melissa respirando levemente, como una gaviota, mecida por los esplendores oceánicos de una lengua que no conocerá jamás”).

La belleza de sus palabras, la maravilla de la proximidad física que procura su talento para las imágenes y el ardor con el que Darley refleja en su relato el deletéreo poder de la pasión amorosa que Justine le inyecta a su vida son capaces de mitigar la irrefrenable inclinación de Durrell hacia la grandilocuencia, y su no menos palmaria vocación narcisista. Justine abre la fruta madura del Cuarteto de Alejandría, una de las obras imperfectas más perfectas de la narrativa de la segunda mitad del veinte. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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