La destrucción globalizada

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Sassen, Saskia. Expulsiones: Brutalidad y complejidad en la economía global. Traducción: Stella Mastrangelo.Madrid, Katz Editores, 2015.

 

¿Por qué el sistema financiero presenta ganancias récords mientras las economías nacionales se estancan? ¿En qué se vincula la acelerada destrucción de la naturaleza con el creciente poderío de los fondos de capitales? ¿Qué nuevas relaciones globales permiten que ciertos bancos de inversión se apropien de miles de hectáreas en África y América? En 1991 la socióloga Saskia Sassen (La Haya, 1949) se volvió célebre por acuñar el concepto de “Ciudad global”, que se adoptó rápidamente en el lenguaje de muchos estudiosos de la urbe. Sassen caracterizó la ciudad global como un espacio donde sucedía “la integración simultánea de factores geográficamente dispersos”; como punto neurálgico donde ocurría y se estructuraban las funciones centrales de las organizaciones privadas más poderosas y complejas del mundo: los grandes bancos y las grandes empresas.

El poder de las ciudades globales es resultado de su concentración de especializaciones (financieras, creativas, investigativas) y eso, justo, las distingue de los sitios de extracción, manufactura y producción, que podían estar en cualquier parte. Como resultado directo de esta concentración tecnológica, y de la creciente globalización, Sassen vaticinó la aparición de una nueva serie de entidades económicas, sociales, y hasta criminales, cuyo poder resultaría de su adaptación a las nuevas coyunturas transfronterizas.

Veintitrés años después de La Ciudad Global, la autora presenta el libro: Expulsiones: Brutalidad y complejidad en la economía global, que se detiene a mirar las consecuencias de aquello prefigurado en su obra de 1991. La premisa de Expulsiones es que la economía mundial se ha reorganizado tan radicalmente que el mundo se encuentra a punto de un gran cambio en la lógica misma del sistema económico. La principal característica de este nuevo orden es que, contrario a los modelos inclusivos del siglo XX (en sus versiones socialistas y capitalistas), la nueva economía excluye y expulsa a las personas y a la naturaleza.

El capitalismo de corte keynesiano y el socialismo –los modelos representativos del siglo XX– partían de un denominador común: la prosperidad social se lograba mediante la integración del ciudadano común al orden económico. En la teoría comunista, el obrero sería “dueño” de los medios de producción ; en el capitalismo, el trabajador es productor y a su vez consumidor (por ello, Henry Ford pregonaba la importancia de que los obreros de sus fábricas ganaran suficiente como para comprar un auto Ford). El capitalismo requería la mano de obra barata, pero necesitaba también un mercado interno donde colocar las mercancías. En otras palabras: la inclusión de los trabajadores a la economía como parte necesaria del funcionamiento social fue algo en lo Karl Marx y Henry Ford coincidieron.

Sassen plantea que esos modelos inclusivos han llegado a su fin. Que las nuevas condiciones económicas de la globalización han producido un sistema en el que la riqueza se obtiene mediante otros mecanismos, como la especulación financiera y la extracción violenta de materias primas. A estos modelos no les interesa la distribución, sino la concentración. Los mercados internos no tienen la importancia que antes: si nadie puede comprar a nivel local el auto que se produce en Guanajuato, se puede exportar a donde sí.

Sassen no culpa de esto a conspiraciones malignas ni a empresarios desalmados: reconoce que parte de la reconfiguración es el resultado inevitable del avance tecnológico y la automatización[1] y señala como causa probable de esta acelerada concentración del poder la desarticulación del Estado contemporáneo, que ha cambiado radicalmente de función y se ha convertido, en el mejor de los casos (Europa, Estados Unidos), en un garante debilitado, y en el peor (los países ricos en recursos de África), en el facilitador corrupto de las “élites depredadoras”, categoría que podría pensarse amarillista de no ser por lo que se atestigua en Angola, República Democrática del Congo o Guinea Ecuatorial: una clase política que acumula fortunas a costa de la pobreza y la devastación ecológica de las naciones que gobiernan. 

Para dar ejemplo de la expulsión, versión ecológica, la autora ahonda en varias desgracias ambientales contemporáneas: minas en Papúa Nueva Guinea y Perú que han envenenado ríos, fábricas de químicos en Rusia que causan cáncer a pueblos enteros, el desastre de la planta nuclear de Fukushima en Japón, que dejará las tierras cercanas inutilizables por al menos un siglo. Por otra parte, las formas sociales de la expulsión incluyen el acaparamiento de tierras (principalmente en África), los desalojos, y la especulación inmobiliaria. La autora, al igual que una corriente cada vez más nutrida de economistas[2] de todo el espectro político, atribuye buena parte de la culpa a la desregulación y agresividad de los instrumentos financieros (las hipotecas tóxicas en Estados Unidos que causaron el derrumbe financiero en 2008 son el ejemplo más claro) y al creciente afán de cierto sector de las finanzas por convertir cualquier cosa –tierra, alimentos, bosques, y hasta la atmósfera y el agua– en commodities; es decir, en materias con un precio mundial determinado por el Mercado de Valores.

Aunque a veces da la impresión de ser una categoría demasiado flexible, casi holística, el gran acierto de la expulsión como concepto es que intenta expresar una lógica de época, global, que nociones aisladas como “desigualdad social” o “cambio climático” no logran. Si muchos de los análisis actuales aún intentan explicar los malestares nacionales a partir de causas locales o culturales (dar cuenta del derrumbe económico griego desde la propensión helénica al derroche, por ejemplo), la expulsión, como categoría paraguas, reconoce las consecuencias simultáneas de un sistema global y entiende que lo que algunos diagnostican como catarros aislados son, en realidad, epidemias mundiales.

En El Hambre (Planeta, 2014), Martín Caparrós se refirió a los pobres extremos –a los hambrientos, a los homeless, a los campesinos que dejaron sus tierras por la ciudad pero carecen de habilidades para competir económicamente en ella– como los prescindibles del sistema. Para Sassen, no solo los más pobres entran en la categoría de los expulsados, sino también los obreros europeos de clase media cuyos puestos de trabajo desaparecieron para siempre, los jubilados en Letonia que vieron diezmadas sus pensiones en la reciente crisis, o los universitarios latinoamericanos que nunca encontrarán empleo y se verán, de esa manera, omitidos en los hechos del orden económico.

Expulsiones nos deja un pronóstico oscuro: sin estructuras capaces de formar un contrapeso (incluyendo Estados democráticos fuertes) a la nueva lógica de concentración global del poder económico, el mundo se convertirá en un sitio cada vez más inhóspito para los ciudadanos que lo habitamos.

 


[1]Hoy un granjero con tractor puede cosechar más alimento que cien hombres con arado; una línea de producción que necesitaba, hace cuarenta años, a decenas de trabajadores, funciona hoy con un solo empleado que supervisa una máquina; también es cierto que las grandes empresas de nuestra época –particularmente las tecnológicas—son valiosas más allá de sus empleados: en 2012, cuando se hizo su oferta pública en la bolsa, Facebook tenía menos de tres mil empleados: los inversionistas la consideraron tan valiosa como Coca Cola, que tenía una nutrida estructura corporativa de 130 mil personas.

[2]Economic Inclusion and Financial Integrity—an Address to the Conference on Inclusive Capitalism, by Christine Lagarde.

Paranoia of the Plutocrats, Krugman. 

America is no longer a land of opportunity, Stiglitz.

 

 

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Es traductor y escritor (ensayo, crónica, narrativa). Vive en México D.F.


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