La escritura obsesiva, de Salvador Elizondo

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La publicación en España de una nueva antología de escritos de Salvador Elizondo pone de manifiesto, en primer lugar, la coherencia extraordinaria de la obra de este escritor. Podemos hacer una selección de cualquiera de los libros publicados a lo largo de su vida y la imagen que resultará al final, luego de cualquiera de las combinaciones que podamos ensayar, será siempre la misma: un escritor –un artista– obsesionado con una idea valeriana de escritura.

La antología de rm tiene el mérito de introducir a Elizondo en el gusto del público español, suavizando en la medida de lo posible esa aura de escritor hermético de la que se podría revestir su obra. El hecho de que Daniel Sada, responsable de la selección de los textos, dejara fuera las primeras dos “novelas” de Elizondo, Farabeuf y El hipogeo secreto, e incluyera al final del volumen el texto íntegro de Elsinore, habla no tanto de cierta relajación crítica sino de su propósito de hacer una selección de aquello que podría gustarle a un público consumidor preferentemente de novelas o de “ficción”, en el sentido angloamericano de este último término. También quedaron fuera los ensayos propiamente dichos de Teoría del infierno, las crónicas de Contextos y Estanquillo, los Poemas o el texto de la Autobiografía; y en el índice tampoco figura una sola de las piezas que conforman Cuaderno de escritura. Sobre las maquinarias intelectuales más sofisticadas de Elizondo priman aquellas de sus piezas que más se parecen a cuentos o relatos, entre los que se encuentran, también hay que decirlo, obras entrañables como “Narda o el verano”, “Ein Heldenleben” o la misma Elsinore. No creo que Sada esté postulando la primacía de los textos de El grafógrafo sobre los de Cuaderno de escritura, o la de Elsinore, una novela de la experiencia, sobre El hipogeo… o Farabeuf, novela esta última de las sensaciones y de la posible ecuación existente entre el cuerpo y la escritura. Sada puso lo que pudo, lo que más le gustó y lo que mejor podría encajar en un mercado tan volátil como el español. Sin embargo, Elizondo no pierde en esencia al encontrarse así representado en un libro que le sirve de tarjeta de presentación en un mundo en que los libros compiten por un espacio muy reducido en las mesas de novedades de las librerías. El crítico acerbo de las posibilidades creativas reales del idioma español, en comparación con el inglés de Joyce o con la mezcla del chino y las lenguas romances que intentó Pound en Los Cantares, no aparece disminuido bajo este disfraz de autor de ficciones raras y amables a un tiempo. No veo en La escritura obsesiva una antología diferente de las hechas hasta ahora a partir de la obra de Elizondo. Veo, eso sí, una antología útil e inteligente, desde un punto de visto mercadológico. Para quien se interese en su obra a partir de la lectura de esta antología, éste será sólo el principio de un fenómeno complejo y ya bastante enriquecido, no tanto por las aportaciones de los críticos de Elizondo al entendimiento de su obra como por el contexto del que ésta se rodea con el paso del tiempo.

En la antología de Sada también se encuentra uno de los ensayos narrativos más emblemáticos de la prosa de Elizondo, “La mariposa (composición escolar)”. El primero de sus párrafos describe minuciosamente la muerte de una mariposa, abrasada por los rayos del sol del mediodía: “Miro la agonía de una vieja falena destruida por el mediodía clarísimo. Agita, sobre el césped, las alas carcomidas y sólo las nervaduras deshilachadas se mueven a veces, espasmódicamente, como en una memoria torpe de aleteo.” Esta imagen da pie, en este mismo contexto, a una fábula sobre la invención de la escritura en China. El cuento resulta ingenioso, pero la belleza de la imagen que le sirve de frontis es insuperable. Esto sucede con prácticamente todas las ficciones de Salvador Elizondo: la belleza instaurada en los compartimientos estancos de su prosa derrota al ingenio con que pueden estar urdidas muchas de sus tramas.

Ese mismo experimento fue llevado al extremo en algunos de los textos de El grafógrafo; curiosamente, los menos narrativos de este libro. “Mnemothreptos”, por ejemplo, se propone contar una sola imagen con 59 palabras “tantas veces como lo permita una jornada ininterrumpida de trabajo”. El resultado es una serie fragmentaria de parágrafos donde el cuerpo de un cadáver yaciente sobre una plancha mortuoria equivale nuevamente al fenómeno continuo de la escritura. Otro, “El perfil del estípite”, un texto formado únicamente por dos párrafos de longitudes diferentes, uno largo y uno corto, gravita en torno al misterio arquitectónico y romano de la palabra estípite.

No sabría decir en este momento qué textos hubiera escogido para fabricar un libro semejante al que ha llevado a cabo Sada. Incluso no puedo vislumbrar ahora ninguna de las tramas de los cuentos o relatos que informan este libro. Puedo escuchar, sin embargo, el rumor de una forma y aprender de la continuidad y la sinuosidad de su estilo. ¿Es porque la obra en general de Elizondo no está hecha tanto de imágenes visibles y sucesivas en el tiempo y en el espacio sino de una sola imagen? Esa sola imagen es la del escritor mismo, que se mira en el espejo en el momento de estar escribiendo que escribe. Esta imagen, y sus ingredientes especulares (el espejo y el cuaderno), se cuenta entre las invenciones más significativas de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo pasado. Y resultará difícil superarla. Habrá que esperar otros veinte años, a la publicación póstuma de los Diarios, para acabar de comprender el ciclo de la escritura elizondiana y agregar algo digno de valor a lo que se ha venido diciendo acerca de su obra a lo largo de las últimas cuatro décadas.

Mientras esto sucede, podemos quedarnos con la certidumbre de que si hubo una modernidad literaria entre nosotros, esta se contuvo de manera fugaz en los primeros seis años de la década de los sesenta, y encontró en Salvador Elizondo al único y más radical de sus representantes. ~

 

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