No sin cierta contrición descubrí, ante La ignorancia, que llevaba quince años sin leer las novelas de Milan Kundera. La broma (1967), La vida está en otra parte (1973) y El libro de la risa y el olvido (1978) son una trilogía esencial en la historia contemporánea de Europa. Iré más lejos: Kundera fue decisivo para que muchos lectores occidentales rompiésemos las últimas amarras sentimentales y simbólicas con el universo estalinista. Quienes vivíamos a la sombra del grisáceo árbol de la ciencia, perdíamos el tiempo buscando en Trotski, Bruno Rizzi, Charles Bettelheim o Rudolf Bahro una iluminación teórica que permitiera entender ese eufemismo llamado”socialismo real”. Kundera, con esa convicción que sólo brinda el arte de la novela, apareció para permitir, a las víctimas de la ilusión lírica, el festejo de la caída del Muro de Berlín en 1989.
Pero la historia castiga a sus profetas. Kundera, nacido en la antigua Checoslovaquia en 1929 y refugiado en París desde 1975, miró desde fuera la Revolución de Terciopelo, obra directa de otra generación, la de Vaclav Havel, el dramaturgo-presidente. En tanto, Kundera continuó publicando ensayos luminosos sobre música y literatura (El arte de la no-vela, 1986 y Los testamentos traicionados, 1996) y un par de novelas que acrecentaban su riqueza erótica e intelectual: La insoportable levedad del ser (1985) y La inmortalidad (1990).
Cuando en 1992 murió Alexander Dubcek, el rostro humano de la Primavera de Praga, muchos se preguntaron si su desaparición no sería también la de Milan Kundera. La ignorancia es la respuesta del novelista a ese apresurado epitafio.
En 1995 Kundera tomó una decisión capital en la vida de un escritor. Abandona el checo por el francés para escribir no sólo teatro y ensayo, sino novela. Además, supervisó las antiguas traducciones de su obra y dio a las versiones francesas “el mismo valor de autenticidad que el texto checo”. No se necesita saber checo para entender su siguiente trilogía —La lentitud (1995), La identidad (1997) y La ignorancia (2000)— como un voto de pobreza, con todo lo que hay de humildad y soberbia en tomar las Órdenes. A diferencia de Kafka, para quien el alemán era la lengua franca del judaísmo europeo, o de Nabokov, quien eligió el inglés como un capricho genial contra la extinción, a Kundera, aparentemente, ninguna razón radical lo forzaba a abandonar su lengua nativa. Quizá en La ignorancia están las razones explícitas de esa decisión.
El voto de pobreza de Kundera redujo el léxico en La lentitud y en La identidad, nouvelles a modo para recibir la hospitalidad del público francés mayoritario. La lentitud rescata al museógrafo y libertino Vivant Denon (1747-1825) y confronta a la deliciosa pereza del Antiguo Régimen con la velocidad, una de las esencias finiseculares, según los exégetas posmodernistas. Menos afortunada resulta La identidad, donde Kundera incurre en una parodia que él mismo había previsto en una página magnífica de La inmortalidad: el matrimonio entre el alma eslava y la petulancia francesa puede resultar tragicómico.
Ambas esencias se atraen con tal gravedad que crean un vaporoso apocalipticismo cotidiano, donde cada coito, borrachera, gesto de desamor, guiño inconsciente, dolencia del alma o del cuerpo, alcanzan una dimensión de dramática tortura dostoievskiana… que se resuelve en el diván de un psicoanalista lacaniano. Esta impostación es notoria en La identidad, puede admirarse en las películas de colores del polaco Kieslowski y es como transcribir las sinfonías de Dvorak para los valses y las mazurcas de Emile Waldteufel.
Por fortuna, el voto de pobreza tomado por Kundera depende de una regla canónica establecida por el propio novelista: la novela kunderiana debe ser una promenade dieciochesca. En sus grandes momentos Kundera se arrojó al trapecio para evitar tocar arena en el siglo XIX y caer elegantemente de pie junto a Diderot, Voltaire, Sade, Choderlos de Laclos. Hasta La inmortalidad, con esos soberbios diálogos entre Goethe y Hemingway, el sorprendente artificio funcionaba: la mala conciencia novelesca se salvaba en nombre del cuento filosófico. Pero con un sentido del humor del que carecen “verdaderos” escritores franceses como Marguerite Duras y sin la inteligencia geométrica de Cioran, otro expatriado, Kundera no podía ignorar el riesgo ni fingir que arrojaba sus cartas al azar siendo, como es, un ludópata empedernido y audaz.
Ante formas breves y concentradas como La lentitud, La identidad y La ignorancia, Kundera fue intensificando los rigores de su voto de pobreza. En 1985, en un congreso en Madrid, escuché a un intelectual español de conocida trayectoria antifranquista interrumpir las lamentaciones de los escritores sudamericanos y espetarles: “Señores, yo también sé lo que es salir de una dictadura sin tener nada que decir”.
Kundera, digno, evadió presentarse en Praga y ante el mundo con una novela instantánea que acreditará su autoría moral, intelectual y artística de la Revolución de Terciopelo. Acaso contra su voluntad, como los personajes de La vida está en otra parte, se supo desplazado por la historia, aunque ésta le hubiera brindado una satisfacción política. Se retiró en orden, meditabundo, quizá preguntándose si la destrucción de sus perseguidores no sería también el fin de su vida estética. No abandonó la novela pero guardó silencio novelístico ante Checoslovaquia como problema. Una década después, cuando la rutina democrática se impone en Praga, Varsovia y Budapest mientras el horror nacionalista hunde Yugoslavia, Kundera rompe el silencio del exilarca.
La añoranza del desterrado, dice Kundera, es el dolor de la ignorancia. Su esperada novela checa no es un roman-fleuve donde el imago de Rimbaud/ Jaromil, poeta y verdugo, reaparece en el siglo xxi a manera de secuela oportunista. Gracias a dos exilados sin atributos —Irena y Josef— quienes se encuentran fortuita —y kunderianamente— en el aeropuerto de París, el novelista dialoga con Ulises, el príncipe de los desterrados y con él sabe que la tierra abandonada —como las aguas heracliteanas— ya no es la misma treinta años después. Irena y Josef, recibidos cordialmente, son Nadie, como Ulises. Su improbable retorno depende de la ignorancia deseada por sus compatriotas. Les piden olvidar todo su camino a Itaca. Por ello los antiguos consideraban más infamante el destierro que la muerte. Pero a Ulises le quedaba la función narrativa, mientras que a la pareja accidental de La ignorancia sólo le es dado el silencio, como a Kundera la asumida pobreza de ser uno más de los escritores franceses.
Como Schönberg en La ignorancia, Kundera no se sobrestima. Y hasta ahora, no ha sobrestimado el porvenir, pues no incurrió en la vulgaridad de presentarse como uno más de quienes no saben qué decir tras una dictadura. Sólo un filósofo de la novela podía tomar la decisión de no confundir el artículo de opinión con la ficción artística. Su novela checa —y lo digo con aliviada decepción— no adoptó la majestuosa forma sinfónica. A cambio, La ignorancia deja en sus lectores esa excitante tristeza propia de “Letras íntimas”, el segundo cuarteto de cuerdas del músico checo Leos Janácek.
Kundera dedicó sus primeras novelas a desmontar la naturaleza epopéyica del comunismo, a dibujar con tiza el ruedo de la alegría revolucionaria como un círculo del infierno. El comunismo es historia, pero el fin abrupto de esa larga marcha no dio motivo alguno a Kundera para reconciliarse con la historia. En el invierno de 1989 supo que la añoranza es una forma de ignorancia más radical que la política o cualquier otra manifestación fenoménica del tiempo. La vida, ciertamente, está en otra parte. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile